1 de agosto de 2010

EMOCIONES DESTRUCTIVAS – Parte VIII - DANIEL GOLEMAN

SEGUNDO DÍA: LAS EMOCIONES EN LA VIDA COTIDIANA

21 de marzo de 2000

6. LA UNIVERSALIDAD DE LAS EMOCIONES

¿Poseen algún valor el enojo, el pánico o la depresión? ¿Podrían ser acaso las emociones destructivas subproductos accidentales de la selección natural que no cumplieran con ninguna función evolutiva o, por así decirlo, "tímpanos" [spandrels] de la evolución?

Recordemos que, en el ámbito de la arquitectura, los tímpanos son efectos colaterales y "gratuitos" de las bóvedas y de los arcos que, si bien pueden desempeñar un papel decorativo, carecen de toda función estructural.

En 1994, Owen Flanagan pronunció una conferencia en la Society for Philosophy and Psychology titulada "Deconstructive Dreams: The Spandrels of Sleep" basada en la teoría de los ''tímpanos" de la evolución de Stephen Jay Gould y Richard Lewontin. Desde esta perspectiva, existen ciertos aspectos de la conducta humana que carecen de todo valor de supervivencia y que pueden ser considerados como los "tímpanos" de la arquitectura, meros subproductos que poseen un valor puramente ornamental. En opinión de Flanagan –una opinión, por otra parte, sugerida por la investigación pionera realizada al respecto por Alan Hobson en Harvard, aunque los sueños poseen un valor adaptativo, no fue ése el propósito que les confirió la Madre Naturaleza. Es cierto que los sueños pueden ser enriquecedores y servir para la exploración de uno mismo, pero en modo alguno son, desde esa perspectiva, esenciales para la supervivencia.

Las emociones destructivas, por su parte, también pueden ser consideradas como "tímpanos", subproductos de algo útil en la conducta humana que, en sí mismas, carecen de toda importancia para la supervivencia y que, en ocasiones, hasta pueden resultar negativos. Este es un principio que perfectamente podría aplicarse a cualquiera de las emociones aflictivas, como el deseo, la ira, el miedo o la tristeza (por no mencionar la envidia y los celos de la enumeración budista), que, cuando superan un determinado umbral, se tornan destructivas. De hecho, gran parte del manual diagnóstico oficial de la American Psychiatric Association contiene una tipología de las emociones destructivas inútiles, trastornos creados por una emoción otrora útil que ha terminado desproporcionándose, está fuera de lugar, o simplemente se ha descontrolado.

No todo el repertorio de la conducta humana es adaptativo, aunque la mayor parte sí parece serlo. Owen Flanagan coincide con la visión evolucionista que se pregunta por el valor adaptativo de cualquier rasgo humano. Y también es eso, precisamente, lo que hace Paul Ekman con las emociones básicas, fruto, en su opinión, de los ajustes necesarios para adaptarse a un determinado entorno. Este segundo día nos cuestionaremos si las emociones básicas que antaño desempeñaron con una función evolutiva podrían haber acabado convirtiéndose en "tímpanos" de la conducta humana, es decir, elementos con los que contamos, pero que ya no necesitamos.

Un sombrío telón de fondo

Ayer lucía un sol espléndido, pero hoy ha amanecido nublado, y la tormenta se cierne sobre nosotros y nos ha acompañado a lo largo de todo el día. A la hora del almuerzo llovía intermitentemente.

Los rumores de que un perro rabioso merodeaba por el pueblo nos han disuadido de dar un paseo. Según nos dijeron, ya había atacado a siete personas. Dick Grace, uno de nuestros observadores y un hombre muy compasivo, tropezó con una de las víctimas –un niño que había sufrido una terrible mordedura en la cara y lo llevó al hospital.

El Dalai Lama estaba un tanto preocupado por su tos. Llevaba una semana resfriado a raíz de un viaje que hizo la semana pasada al Sur de la India, a donde había ido para ordenar a varios centenares de monjes tibetanos. La llovizna, el perro rabioso y el resfriado del Dalai Lama parecían confabularse para crear un sombrío telón de fondo que se ajustaba perfectamente a nuestro tema, las emociones destructivas.

Abrí la sesión recurriendo a la metáfora del tapiz y dije:

"Como Su Santidad sabe bien por los diálogos que hemos celebrado anteriormente, estos encuentros se asemejan a la confección de una alfombra que va revelándonos toda su riqueza en la medida en que avanzamos. Owen Flanagan tejió ayer lo que podríamos denominar la urdimbre de esa alfombra –la comprensión filosófica y esbozó varias cuestiones esenciales desde la perspectiva de la filosofía moral occidental. Luego Matthieu nos resumió la visión budista de las emociones como factores que enturbian la visión clara y también señaló la posibilidad de intervenir antes, durante o después del surgimiento de una determinada emoción aflictiva. Alan asimismo nos presentó una lista de las emociones aflictivas que resulta muy curiosa si la comparamos con la que anteriormente nos ofreció Owen, no sólo por sus muchas yuxtaposiciones, sino también por sus importantes diferencias. Éstas son algunas de las muchas ideas a las que volveremos durante el día de hoy.

"Su Santidad ha sido muy amable al compartir con nosotros un vislumbre de la sofisticada visión que tiene la psicología budista con respecto a la naturaleza de las emociones aflictivas y los procesos de los actos mentales. Si realmente queremos intervenir de manera eficaz en el proceso emocional, debemos entenderlas lo suficientemente bien como para encontrar el remedio más apropiado.

"Ésa es la urdimbre que configura nuestro tapiz. Ahora empezaremos a tejer la trama y, de la interacción entre ambas, emergerá toda su colorida riqueza. Comenzaremos con Paul Ekman, profesor de psicología y director del Human Interaction Laboratory de la facultad de medicina de la University of California en San Francisco. Pero lo que realmente deben saber es que Paul lleva más de treinta años investigando el mundo de las emociones y es un auténtico maestro en la lectura de las emociones y de las expresiones faciales y posee un dominio personal único que casi se asemeja a un siddhi –dije, usando el término sánscrito con el que se conoce a las facultades extraordinarias.

"Paul ha aprendido a controlar voluntariamente cada uno de los más de ochenta músculos que configuran el rostro humano para poder analizar y valorar con precisión científica la relación que existe entre la activación de ciertos músculos y una determinada emoción. Ese aprendizaje le ha permitido detectar cambios fugaces que ponen de relieve nuestros verdaderos sentimientos, una habilidad que ha transmitido a los agentes de la policía y del servicio secreto.

"Por ello debo señalarles que, si ocultan algún sentimiento, Paul no tardará en advertirlo –agregué, en un tono más informal".

Un detector de emociones

Era un día de comienzos de diciembre anormalmente caluroso, y Paul y yo caminábamos por las irregulares aceras que discurren entre las encantadoras mansiones de estilo victoriano mientras nos dirigíamos a una reunión en el Center for Comparative Religions, de la Harvard Divinity School, de Cambridge. Esa mañana debía coordinar los esfuerzos de siete especialistas en temas muy diversos que, en el mes de marzo, tenían que presentar al Dalai Lama sus descubrimientos y sus ideas en torno al tema de las emociones destructivas. Por ello, aunque estaba interesado en lo que Paul me contaba, una parte de mi mente no dejaba de dar vueltas a la reunión que íbamos a celebrar.

Paul, el mayor experto del mundo en el campo de la expresión facial de las emociones, acababa de editar una cinta de vídeo de una hora aproximada de duración con la que aseguraba que podía enseñar a cualquiera a detectar en el rostro de una persona los signos más imperceptibles de la ira, del miedo o de cualquier otra emoción. Según decía, con la ayuda de esa cinta podía enseñar en una hora a cualquiera a detectar microemociones cuya duración es inferior a un cuarto de segundo.

Todo ello no sólo me interesaba, sino que incluso me fascinaba. En sus conferencias solía insistir en la posibilidad de desarrollar –y, en consecuencia, de aprender la empatía, es decir, la capacidad de registrar las emociones que está experimentando otra persona, una idea que resulta sumamente interesante. Y ahora tenía una respuesta mucho más concreta.

Mientras nos acercábamos al lugar del encuentro, Paul comenzó a hablar del libro que estaba escribiendo, un tema que, por otra parte, me pareció un tanto tangencial. Mi atención seguía dividida entre sus comentarios y la preocupación por la reunión que no tardaría en dirigir, y por mi mente cruzó la idea de que, en el minuto aproximado que llevaba hablando, ya había escuchado todo lo que quería. Por un instante empecé a impacientarme y hasta me sentí un poco irritado, aunque estoy seguro de que no di ninguna muestra de ello.

–Cualquiera que se hubiera entrenado con esa cinta en la detección de emociones sabría que, en este preciso instante, estás un poco enfadado conmigo –dijo entonces Paul, como quien no quiere la cosa.

Fue un pequeño milagro. "¿Cómo diablos –me pregunté– se habría dado cuenta de que, en esa precisa fracción de segundo, estaba irritado?" Pero a Paul, sin embargo, no le pareció nada extraño y volvió a hablar del vídeo y de su uso para enseñar empatía a los policías y siguió hablando de ello hasta el momento en que entramos en la sala.

Este ejemplo caracteriza perfectamente el genio de Paul, que no es tanto un extraordinario lector de mentes, como un extraordinario detector de emociones.

Advertir lo inadvertido

La carrera académica de Paul Ekman comenzó a eso de los quince años cuando, escapando de su problemática familia de New Jersey, se refugió en la University of Chicago, que tenía un programa para admitir a estudiantes brillantes que, como él, no habían acabado la escuela secundaria. En cierto modo, esto le salvó la vida porque pasó de la aburrida rebeldía casera a los grandes retos intelectuales, uno de los cuales fue su descubrimiento de Freud y su posterior decisión de convertirse en psicoterapeuta.

Luego Paul estudió psicología clínica en la Adelphi University, uno de los pocos lugares que, en ese tiempo, no centraba tanto su atención en la investigación académica como en la práctica clínica. Pero Paul resultó ser la oveja negra de su clase porque, en lugar de interesarse por la psicoterapia, acabó dedicándose a la investigación. Pero el momento crucial de su carrera se produjo cuando, después de licenciarse, se dedicó a observar sesiones de psicoterapia a través de un espejo unidireccional y se quedó muy impresionado al cobrar conciencia de que lo que ahí estaba ocurriendo no se transmitía tanto a través de canales verbales como no verbales (como el tono de voz, las expresiones faciales y el gesto).

Así es como Paul descubrió lo que acabaría convirtiéndose en su vocación, advertir lo inadvertido. De Adelphi pasó luego al Langley Porter Institute, el hospital psiquiátrico de la facultad de medicina de la University of California de San Francisco, atraído fundamentalmente por la personalidad de Jürgen Ruesch, uno de los pocos investigadores que, en esa época, había publicado algo sobre la conducta no verbal.

Reclutado por el ejército poco después de acabar su carrera, Paul se convirtió en el psicólogo jefe del enorme campamento de Fort Dix (New Jersey). La tarea que tenía encomendada era la psicoterapia, pero ninguno de los cuarenta mil soldados que, cada ocho semanas, desfilaban por el campamento, parecía tener tiempo ni interés en acudir al psicólogo. Ahí fue, precisamente, donde Paul tuvo sus dos primeros éxitos como investigador.

Una de las investigaciones puso de relieve que, el hecho de que los soldados tuvieran la oportunidad de "desalistarse" durante los primeros tres días de campamento –es decir, la posibilidad de declararse inútiles para el servicio y ser así devueltos a casa, no modificaba la tasa global de bajas que acababan produciéndose. Dicho en otras palabras, los soldados no parecían aprovechar la ocasión para escapar del servicio militar, con lo cual disminuía considerablemente también la incidencia de crisis nerviosas que acababan provocando la baja definitiva. El impacto de ese estudio fue tal que el general que dirigía Fort Dix cambió la política y proporcionó a los reclutas la oportunidad de abandonar el ejército en el momento mismo de entrar en el campamento.

Luego Paul se dio cuenta de que los calabozos estaban llenos de sol'', dos que habían sido detenidos por ausentarse sin permiso del servicio. La investigación de Paul demostró que la mayoría de los reclutas volvían por sí mismos y que, cuando se les castigaba con un trabajo extra, reincidían un 90 por ciento menos que quienes eran encarcelados por el mismo motivo. Esa investigación también supuso un cambio de política del campamento que llevó a reemplazar la reclusión por un trabajo adicional.

Estos éxitos acabaron convenciéndole de que el mejor modo de cambiar el mundo no era la psicoterapia, sino la investigación.

En los años sesenta, Paul volvió a investigar en Langley Porter, donde conoció a Sylvan Tomkins, un filósofo reciclado en psicólogo cuyo trabajo sobre la expresión no verbal de las emociones se convirtió para él en una auténtica fuente de inspiración. Entonces consiguió una beca para llevar a cabo una investigación intercultural de los gestos y la expresión de las emociones, para lo cual se centró en un grupo étnico de Nueva Guinea que, según se creía, todavía vivía en la Edad de Piedra. En esa remota tribu des–cubrió que las formas de expresión de las emociones eran perfectas reconocibles en todo el mundo. Y ese descubrimiento le llevó a una lectura detenida de Darwin que, hacía mucho tiempo, había abogado por la tesis de la universalidad de la expresión de las emociones.

Conocí a Paul a comienzos de los ochenta, a propósito de un artículo que escribí en tomo a su investigación sobre la expresión facial de las emociones. Paul no tardó en darse cuenta de que la expresión facial es una ventana abierta a las emociones de otra persona. Lamentablemente, sin embargo, por aquel entonces no existía ningún método científico para poder interpretar las emociones implícitas en los movimientos de los músculos del rostro, y Paul se vio obligado a desarrollar su propio sistema. Paul y su colaborador Wallace Friesen invirtieron cerca de un año en el estudio de la anatomía facial y aprendieron también a mover de manera consciente cada uno de los músculos de la cara, para poder estudiar el papel que desempeñan en la configuración de una determinada emoción. Tengamos en cuenta que la anatomía del rostro admite unas siete mil combinaciones visualmente distintas de todos esos músculos.

Ese trabajo fue realmente minucioso. Paul tomó prestado un método desarrollado por Guillaume Duchenne du Boulogne, un neurólogo del siglo XIX que había estimulado de forma eléctrica la musculatura facial del rostro de una persona que no tenía sensibilidad al dolor –lo que le permitió despreocuparse de la intensidad de la descarga para tratar de describir los cambios de apariencia del rostro. Pero Paul no fue tan afortunado y, cuando tenía dudas sobre el funcionamiento de un determinado músculo, se vio obligado a atravesarse la piel con una aguja hasta llegar al músculo y poder así estimularlo eléctricamente algo que, como todavía recuerda, no resultaba nada divertido.

Seis años más tarde, sin embargo, todo el trabajo realizado en la investigación científica de las emociones supuso un gran paso hacia adelante que puso de relieve que cada emoción pone en funcionamiento un determinado conjunto de músculos de un modo tan preciso que es posible representar gráficamente, mediante una notación muy precisa, los distintos movimientos implicados en una determinada emoción. Así fue como, por vez primera, los científicos pudieron llegar a determinar con cierto detalle las emociones que experimentaba una persona observando simplemente los cambios concretos que se producen en sus músculos faciales.

Hoy en día, el Facial Acting Coding System es usado por más de cuatrocientos investigadores de todo el mundo, y hay un par de equipos de investigación que están tratando de automatizar el proceso, de modo que es muy probable que, antes de cinco años, dispongamos de lecturas muy precisas de los cambios emocionales sutiles que experimenta una persona, del mismo modo que el electroencefalograma nos proporciona una lectura muy detallada de las ondas cerebrales.

La posibilidad de participar en nuestro encuentro había coincidido con el libro que Paul trató de describirme durante nuestro paseo hasta Cambridge.1 En él se ocupaba de muchos de los temas que estábamos discutiendo y, más en particular, de las emociones funcionales y disfuncionales y del modo en que podemos cambiar lo que nos emociona. Paul creía que las varias décadas de investigación invertidas en el dominio de las emociones le habían enseñado muchas cosas que podrían interesar al Dalai Lama, pero aún estaba más interesado, si cabe, por lo que ese diálogo podría aportarle a él. Tal vez –pensaba, los muchos siglos de ciencia interna desarrollada por el budismo tibetano le enseñarían métodos prácticos, desconocidos por la ciencia occidental, para gestionar más adecuadamente nuestra experiencia emocional.

Pero Paul también tenía una motivación más personal para asistir al encuentro de Dharamsala. Desde la época de la guerra fría, en la que tuvo que ocuparse de analizar las posibles bajas en caso de guerra nuclear, Paul había sido un miembro activo de las organizaciones que abogaban por el desarme. Este activismo parecía haber sido heredado por su hija universitaria Eve que, desde los quince años, se había interesado por la causa del pueblo tibetano. Todo ello contribuyó a que Paul decidiese acudir a Dharamsala acompañado de su hija, que asistió como espectadora, y todos sus signos no verbales evidenciaban lo orgulloso y satisfecho que estaba de tenerla consigo durante toda la semana.

Los universales

Paul, al que se había encomendado la misión de revisar el marco científico de las emociones, comenzó diciendo:

"Considero un gran honor tener la oportunidad de participar en este diálogo con Su Santidad. Antes que nada debo disculparme por haber pasado cuarenta años estudiando las emociones y no haberme interesado por el budismo hasta hace sólo cuatro meses. Todo lo que sé al respecto lo he leído en cuatro de sus libros, de modo que pido perdón anticipadamente por la ingenuidad que sin duda evidenciarán mis palabras.

"Quisiera comenzar diferenciando claramente los hechos científicos (de los que tenemos pruebas) de las teorías (que, pese a carecer de evidencia, se ocupan de algunas cuestiones muy interesantes). Empezaremos con aquellos, aunque creo que pasaré más tiempo hablando de estos últimos.

"Permítanme empezar hablando de los universales. Cuando comencé mi investigación en este dominio, Occidente sostenía la creencia básica de que las emociones, como el lenguaje y los valores, difieren de una cultura a otra. Entonces se creía que la expresión de las emociones se aprende y que esa expresión es, en consecuencia, el fruto y el reflejo de las diferencias interculturales. Esa visión contradecía claramente la opinión sostenida por Charles Darwin en 1872 en su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, según la cual aunque nuestras emociones evolucionan, todavía compartimos algunas con otros animales y constituyen una fuerza que aglutina toda la humanidad".

Luego Paul proyectó una serie de diapositivas de rostros con expresiones muy marcadas y dijo: "En la primera investigación que realicé sobre este campo presenté estos mismos rostros y otros similares a personas de veintiún culturas diferentes del mundo entero, solicitándoles que identificaran la emoción que expresa cada uno de ellos. La investigación demostró que, independientemente de las diferencias de lenguaje y de bagaje cultural, no existen diferencias interculturales en su interpretación. Así pues –y aunque las palabras utilizadas en cada caso para expresarse fueran diferentes, todos los implicados atribuyeron la tercera de las imágenes de la primera fila presentadas a continuación a la felicidad. Y lo mismo ocurrió con la siguiente imagen, a la que todos identificaron como disgusto o asco. clip_image002

"Pero ese tipo de investigación todavía dejaba abierta una posibilidad, ya que todos loss participantes considerados habían estado expuestos a las mismas películas de televisión y de cine y cabía la posibilidad de que no se tratara de un producto de la evolución, sino que hubieran aprendido esas expresiones de Charlie Chaplin, John Wayne o Richard Gere (un reconocimiento explícito a Gere, que asistía como espectador y se hallaba sentado justo detrás de Paul). Fue para cubrir esa eventualidad que acometí el mismo estudio con personas que no habían tenido contacto alguno con el mundo exterior. Por aquel entonces, había un científico que estaba estudiando una enfermedad que afectaba a un grupo étnico de Nueva Guinea que se hallaba en la Edad de Piedra y de quienes habría filmado unos tres mil metros de película. Se trataba de un grupo que todavía utilizaba utensilios de piedra y que no había tenido ningún contacto con el mundo externo.

"Pasé seis meses estudiando esas películas antes de descubrir que, en ellas, no aparecía nada especial, puesto que no tenía ninguna dificultad en interpretar sus emociones. Dicho de otro modo, no fue necesario que aprendiera su lenguaje expresivo –sus expresiones faciales, porque su lenguaje emocional era también el mío.

"En el año 1967, viaje a Nueva Guinea para estudiar directamente a ese grupo –añadió Paul, al tiempo que iba proyectando diapositivas de algunas de las expresiones espontáneas que su equipo había fotografiado. Aquí tenemos a un muchacho manifestando su alegría. La elevación de las cejas de esta mujer expresa, como ocurre en nuestro caso, la sorpresa. La mujer que pueden ver ahora está enfadada conmigo por haber transgredido una norma cultural y haberle prestado demasiada atención. La expresión de este hombre evidencia su asco al verme comer el alimento de una lata de conservas que había llevado conmigo... la misma expresión, por cierto, que hice yo cuando probé su comida.

"Pero, por más interesantes que resulten todos estos ejemplos, no constituyen, en sí mismos, ninguna demostración científica. Para ello, debía llevar a cabo una investigación más sistemática. En el más interesante de todos los experimento realizados, les contaba una determinada historia y les pedía que me expresaran con su rostro cuál sería su respuesta".

Paul ilustró entonces su relato mostrándonos algunas dispositivas tomadas por él mismo durante su viaje a Nueva Guinea.

clip_image004Muchacho alegre, mujer enfadada y hombre expresando el asco que le produce ver a Paul alimentándose de comida envasada.

"Debo señalar que esas personas ignoraban lo que es una cámara y que, en consecuencia, no se avergonzaban de ser filmados ni fotografiados. Los casos que les propuse eran los siguientes: "Muéstrame cuál sería tu rostro si estuvieras a punto de pelearte con alguien". "¿Cómo sería si alguien hiciera algo que te disgustase, aunque no tanto como para pelearte con él'?" "¿Y si te acabaras de enterar de la muerte de tu hijo?" y, por último, "¿y si hubiesen llegado al pueblo unos amigos a los que no ves desde hace mucho tiempo?".

"No resulta nada sorprendente que, cuando mostré esas imágenes a estudiantes universitarios que no se hallaban familiarizados con esa tribu, no tuvieran ninguna dificultad en interpretar sus emociones. Ésa fue, para mí, una prueba irrefutable de que Darwin estaba en lo cierto al afirmar la universalidad de la expresión de las emociones.

"Pero esa universalidad no sólo se refiere a la expresión de las emociones, sino también a algunos de los eventos que las desencadenan. Todavía carecemos de una prueba irrefutable al respecto, pero todas las evidencias de que disponemos sugieren que, a un nivel abstracto, son las mismas para todas las personas, aunque los detalles puedan diferir. Así, por ejemplo, la tristeza o la angustia parecen derivarse del mismo tema común –una pérdida importante, aunque la persona o cosa perdida puedan diferir en función de los individuos e incluso de las culturas.

"Y, del mismo modo que existe una universalidad en los eventos que desencadenan una determinada emoción, también la hay en algunos de los cambios que se producen en nuestro cuerpo cuando la experimentamos. Con mi colega Robert Levenson, de la University of California en Berkeley, llevé a cabo un estudio sobre los cambios que acompañan cada emoción. El enfado y el miedo, por ejemplo, suelen ir acompañados de un aumento de la tasa cardíaca y de la sudoración aunque, en el primero de ellos, hay un aumento de la temperatura de las manos mientras que, en el segundo, las manos se enfrían. Y esta diferencia en la temperatura de la piel es universal, porque también podemos advertirla si nos desplazamos a Minangkabao, en las tierras altas del Oeste de Sumatra, pongamos por caso."

Dieciocho tipos diferentes de sonrisa

"Otro punto importante –prosiguió Paul tiene que ver con la diferencia entre la expresión voluntaria y la expresión involuntaria, un descubrimiento realizado por el mencionado neurólogo francés del siglo pasado, Guillaume Duchenne."

Paul proyectó entonces una imagen en la que se hallaba el doctor Duchenne con un paciente con una sonrisa simulada y el mismo paciente con una sonrisa auténtica y dijo:

"El paciente que se halla a su izquierda carecía de sensibilidad al dolor en su cara y, por ello, el doctor Duchenne pudo aplicarle electrodos para estimular su musculatura facial y descubrir, de ese modo, por ejemplo, el músculo que levanta los labios. Pero cuando contempló la imagen se dio cuenta de que, por más que sonriera, no parecía feliz. Entonces le contó un chiste y tomó una segunda fotografía que, comparada con la primera, pone de relieve la activación del músculo que rodea el ojo y que se encarga de levantar las mejillas".

Luego proyectó un par de fotografías de sí mismo con una sonrisa simulada y una sonrisa verdadera y dijo:

"En opinión de Duchenne, el músculo orbicular del ojo no se halla bajo control voluntario y por ello sólo acompaña a la emoción verdadera. "Su ausencia –en palabras del mismo Duchenne, sirve para desenmascarar al falso amigo". En uno de los libros de Su Santidad me he enterado de su interés en la sonrisa, pero debo decirle que mi investigación me ha llevado a determinar la existencia de dieciocho tipos diferentes de sonrisa".

Ese comentario provocó una gran sonrisa en el Dalai Lama que pareció activar todos los músculos de su rostro.

–-Dieciocho! –exclamó el Dalai Lama, agregando luego sardónicamente ¿Y cuándo tiene pensado descubrir el decimonoveno?

–En realidad, espero no hacerlo –replicó Paul. Bastantes problemas tengo ya con convencer a la gente de la existencia de dieciocho tipos diferentes de sonrisa.

"Permítame contarle ahora algo acerca de la investigación realizada durante la última década. Hasta hace unos quince años, los descubrimientos de Duchenne permanecieron casi completamente ignorados, como si no existieran.

La primera evidencia real fue que nuestro estudio mostraba diferencias en la sonrisa cuando la persona mentía y afirmaba estar bien cuando, de hecho, se sentía pésimamente. En dos estudios que realizamos en colaboración con Richard Davidson descubrimos que, cada una de esas sonrisas, iba asociada a una pauta diferente de actividad cerebral. Y hay que decir que, en este sentido, la mayor parte de la actividad cerebral que acompaña la sonrisa verdadera implica la activación del músculo orbicular del ojo."

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Mentira, detección y equipamiento emocional

Paul dejó entonces de lado el tema de la sonrisa simulada y empezó a hablar de la investigación realizada en torno al engaño y la mentira.

–Existe un tipo de investigación –que sólo he realizado en Estados Unidos que pone de relieve que casi todo el mundo –incluidos los policías, los psiquiatras, los abogados y los aduaneros es engañado con cierta facilidad y es incapaz de detectar la mentira mediante una simple conversación.

– ¿Y qué me dice de los políticos? –preguntó sonriendo el Dalai Lama. Aunque la pregunta había sido formulada amablemente, Paul advirtió en ella una cierta ironía. En el vuelo que nos condujo de Delhi a Jammu, Paul había leído la autobiografía del Dalai Lama titulada Freedom in Exile y le sorprendieron las muchas ocasiones en que describe haber sido engañado por los políticos chinos que asumieron el control del Tíbet.

–En este sentido –respondió Paul sólo puedo decirle que he estudiado las mentiras que dicen los políticos, no si son capaces de detectarlas. Pero este mismo hecho resulta, en cierto modo, sorprendente, porque existen muchos indicios conductuales sutiles que nos revelan si alguien dice la verdad o está mintiendo. Y todos ellos se ponen de relieve a través del rostro y de la voz, ya que los métodos que apelan al lenguaje corporal y verbal nos permiten discernir la verdad de la mentira con un grado de exactitud que supera el 85 por ciento.

También hemos descubierto la existencia de un pequeño grupo de personas cuya precisión a este respecto es tan exacta como nuestras medidas objetivas. Son personas muy capaces de hacerse una idea adecuada de lo que está ocurriendo con sólo escuchar y mirar. En la actualidad, estamos tratando de determinar de qué depende esta infrecuente habilidad que sólo se presenta en menos de un 1 por ciento de la población.

Luego Paul volvió a prestar atención a la estrecha relación que existe entre la expresión facial de las emociones y los cambios corporales.

"En el curso de nuestra investigación también descubrimos algo realmente sorprendente y es que la expresión facial deliberada provoca cambios fisiológicos. Así pues, el hecho de asumir intencionalmente la expresión facial propia de una determinada emoción suscita los mismos cambios fisiológicos que acompañan la expresión espontánea de esa emoción. Esto fue algo que advertimos tanto en nuestro trabajo sobre la fisiología corporal como en algunas de las investigaciones realizadas con Richard Davidson en torno a los cambios cerebrales. Así pues, el rostro no es únicamente una ventana para la expresión de las emociones, sino que también nos proporciona un modo de activarlas."

– ¿Y ello incluye también a las expresiones voluntarias? –preguntó el Dalai Lama.

–Es algo que se pone voluntariamente en marcha, pero cuya expresión activa el sistema involuntario –respondió Paul.

Dicho en otras palabras, el simple hecho de esbozar una sonrisa desencadena una serie de respuestas cerebrales que se asemejan a las propias de la felicidad. Y lo mismo ocurre en sentido contrario –como demostró otro experimento realizado por Paul en colaboración con Richard Davidson, puesto que el hecho de fruncir el ceño pone en marcha los mecanismos asociados a la tristeza.

"Quisiera ahora –continuó Paul señalar algunas diferencias individuales en la expresión de las emociones. Como ya he señalado anteriormente, mi trabajo comenzó centrándose en las facetas universales de la emoción, pero en los últimos diez años he estado trabajando en el campo de las diferencias individuales. Y debo decir que, en este sentido, las personas presentan estilos afectivos diferentes, ya que la velocidad, la expresividad, la intensidad y la latencia de la emoción, por ejemplo, presentan una amplia variabilidad interpersonal.

"Nuestros descubrimientos también han puesto de relieve que, en la mayoría de las personas, el sistema emocional no está fragmentado sino que es unitario. No es posible, como hace algún tiempo pensaban los científicos, tener una gran expresividad y una respuesta fisiológica muy pequeña. Las distintas partes del equipamiento emocional funcionan de manera conjunta. Así pues, si las expresiones son intensas y veloces, también lo son los cambios que se producen en los órganos gobernados por el sistema nervioso autónomo. Y también hemos descubierto que, hablando en términos generales, esas diferencias interindividuales no se hallan restringidas a una determinada emoción ya que si, por ejemplo, su respuesta a la ira es grande, también lo es su respuesta al miedo."

Todas esas diferencias sugieren una posible explicación a los malentendidos relativos a la interpretación de las emociones. Todos damos por sentado –de manera natural pero incorrecta que los demás experimentan las emociones exactamente del mismo modo en que lo hacemos nosotros. Los descubrimientos realizados por Paul sugieren que algunas personas –especialmente aquellas cuyas respuestas emocionales son rápidas, intensas y prolongadas suelen tener ciertas dificultades para gestionar de manera adecuada sus emociones. Todo ello nos obliga a preguntarnos por el momento del desarrollo evolutivo del niño en que empiezan a aparecer estas diferencias en el modo de experimentar las emociones. Tal vez, en opinión de Paul, la respuesta a esta pregunta –que, según él, todavía estamos lejos de descubrir pueda ayudarnos a intervenir en el momento adecuado y contribuir así al desarrollo de la capacidad de gestionar las emociones. Dos días después, sin embargo, la presentación de Mark Greenberg iba a describirnos programas de aprendizaje emocional orientados a los niños.

La libre expresión de las emociones

Paul me contó más tarde que le había sorprendido la sinceridad y libertad con que el Dalai Lama expresa sus emociones. Su rostro, según dijo, era muy expresivo y no sólo deja traslucir muy claramente sus cambios emocionales, sino también sus pensamientos. Basta con contemplar su rostro –dijo para advertir con claridad su opinión, su extraordinario buen humor, una sensación continúa de asombro y contento que refleja claramente la contagiosa alegría con que afronta las vicisitudes que le depara la vida.

Pero ello no significa que el Dalai Lama no pueda experimentar tristeza u otros sentimientos. En realidad, parece una persona muy sensible al sufrimiento de los demás, y su aflicción por su dolor se transparenta, al menos por un instante, en su rostro. Paul también estaba sorprendido por la rapidez con la que parecía recuperarse de las emociones más inquietantes y por el hecho de que su modalidad más típica de respuesta tendiera siempre a contemplar las facetas divertidas y positivas.

Como buen conocedor del rostro humano, Paul señaló también otras singularidades que advertía en el Dalai Lama. En primer lugar destacó la amplitud de su rostro y lo bien articulada que se hallaba su musculatura facial. Lo más sorprendente –dijo es que su cara no parece la de alguien de sesenta y cuatro años, sino de veinte. Tal vez, especuló Paul, ello sea una consecuencia del hecho de no reprimir sus emociones y de permitir que su rostro las exprese directamente, lo que implica una actividad muscular mucho más frecuente de lo habitual. A diferencia, pues, de la habitual represión de la expresión de las emociones, el Dalai Lama no parece tener el menor empacho en mostrarlas.

Esta ausencia de represión, a su vez, evidencia una confianza nada frecuente. A eso de los cinco o seis años, la mayoría de los niños se avergüenzan de ciertos sentimientos, y esa vergüenza les lleva a implantar una pauta de represión de un determinado rango del espectro emocional. Pero, en opinión de Paul, el Dalai Lama no mostraba el menor signo de haber aprendido a avergonzarse de lo que sentía, algo que sólo sucede en los niños más afortunados.

Atrapados en la emoción

Luego Paul dejó de lado la revisión de los descubrimientos científicos realizados sobre la expresión de las emociones y comenzó a prestar atención a lo que ocurre en el momento en que experimentamos una determinada emoción.

"Los occidentales creemos que uno de los rasgos que permiten distinguir a las emociones de otros fenómenos mentales es su mayor velocidad. Las emociones pueden desplegarse en una fracción de segundo (aun cuando, en algunos casos, requieran más tiempo). Un segundo aspecto que las caracteriza es su evaluación automática, una evaluación que discurre a tal velocidad que no somos conscientes de ella y sólo podemos advertir sus efectos cuando ya estamos asustados, enfadados o tristes, es decir, después –pero no antes de la emergencia de la emoción.

"El momento en que cobramos conciencia se produce entre medio segundo y un cuarto de segundo después de que la emoción haya aparecido.

Precisamente, por ello hablamos de evaluación automática. Dicho en otras palabras, nos hallamos a merced de una emoción aun antes de haber advertido su presencia."

– ¿Está usted sugiriendo –preguntó entonces el Dalai Lama que una cosa es el proceso de aparición de la emoción y otra distinta el modo de experimentarla y que sólo es posible cobrar conciencia de ambos procesos una vez que se han producido?

–No –aclaró Paul. Lo normal es que uno sólo se torne consciente después de la emergencia de la emoción, como si ésta sólo atrajera nuestra atención una vez que se manifiesta, pero no durante el proceso que la genera. En el caso de que la evaluación fuera consciente –y de que, por tanto, fuésemos responsables de la aparición de la emoción, nuestras vidas serían, para bien o para mal, muy diferentes. En lugar de ello, los seres humanos sentimos como si la emoción fuera algo ajeno que nos sucede. Yo no elijo tener una emoción, asustarme ni enfadarme, sino que súbitamente me doy cuenta de que estoy enfadado. A veces puedo llegar incluso a creer que alguien ha provocado esa emoción, pero no me doy cuenta, por ejemplo, del proceso de evaluación que me lleva a evaluar "lo que hizo Dan me enojó".

La visión occidental de las emociones considera que el momento en que se presentan –un momento ciertamente crucial es algo sobre lo que sólo podemos especular, pero que, en realidad, nunca conoceremos a ciencia cierta. Desde esta perspectiva, pues, sólo cobramos conciencia de una emoción cuando nos hallamos inmersos en ella y en modo alguno podemos controlar su aparición.

–Me pregunto –interrumpió entonces el Dalai Lama si podría haber algún método análogo a la práctica meditativa que permita el cultivo de la capacidad introspectiva para controlar los estados mentales. Porque debo decir que, en tal caso, uno permanece especialmente atento para detectar cualquier signo de distracción, ya sea debido a la excitación o a la lasitud, que entorpezca la claridad mental. En los estadios iniciales –y, por tanto, poco desarrollados del desarrollo de esta capacidad introspectiva, sólo podemos darnos cuenta de la presencia de la excitación o de la lasitud después de que éstas hayan hecho acto de presencia. Pero el ejercicio de esta habilidad va perfeccionando tal destreza hasta el punto de que uno llega incluso a detectar el momento en que la lasitud o la excitación están a punto de emerger. Y lo mismo podríamos decir con respecto al surgimiento del apego y del rechazo.

–Ésta es una cuestión muy importante –dijo Paul de la que, por otra parte, sabemos muy poco. Pero espero aprender algunas cosas sobre el modo de aumentar nuestra capacidad para cobrar conciencia del proceso de evaluación.

–Este punto podría ser interesante para Dan –apuntó entonces Alan, traduciendo un comentario anterior del Dalai Lama. Según la psicología budista, el término introspección –es decir, el control de nuestros estados mentales es un derivado de la inteligencia.

Las teorías de la inteligencia emocional sobre las que he escrito postulan que la conciencia de uno mismo es una de sus cuatro aptitudes fundamentales.

– ¿Te refieres, claro está, a la inteligencia emocional? –pregunté, recalcando la conexión que existe entre ambos términos.

–En realidad, la inteligencia emocional no es más que uno de sus aspectos –apostilló Alan. El término sánscrito prajña algunas veces se traduce como "sabiduría", pero, según la psicología budista, su significado exacto es el de "inteligencia".

Según el modelo propuesto por la inteligencia emocional, la conciencia de uno mismo incluye la capacidad de gestionar adecuadamente las propias emociones, una habilidad fundamental para nuestra vida afectiva. Desde una perspectiva ideal, ello incluiría la capacidad de detectar las emociones destructivas en el mismo momento en que empiezan a aparecer –como acaba de señalar el Dalai Lama con respecto a la práctica meditativa y no sólo después de que hayan atrapado a nuestra mente como, según Paul, suele ocurrir. Si pudiéramos cobrar conciencia de nuestras emociones destructivas en el mismo momento en que se originan, estaríamos aumentando nuestra libertad para elegir las respuestas más adecuadas.

Pensamientos privados, sentimientos públicos

"El proceso de evaluación –continuó Paul depende de dos aspectos diferentes. Por una parte, se halla determinado por la historia de nuestra especie en este planeta (ya que, como señala cierto teórico, nuestras respuestas reflejan la sabiduría de las edades) y, por la otra, también se ve influido por nuestra historia personal. Así pues, la filogenia y la ontogenia han sido útiles y adaptativas para la humanidad; y lo que ha sido útil y adaptativo en nuestro proceso de crecimiento y desarrollo acaba dejando su impronta en nuestra respuesta de evaluación.

"Las emociones no son privadas sino públicas. Con ello quiero decir que nuestra expresión verbal, gestual y postural delatan las emociones que estamos experimentando. Así pues, nuestros pensamientos son privados, mientras que nuestras emociones son públicas, y los demás saben cómo nos sentimos, lo cual es muy importante para comunicarnos."

Este punto suscitó un largo debate en la comitiva tibetana, en la que el Dalai Lama buscó el término tibetano correspondiente al término pensamiento del que estaba hablando Paul, una cuestión, por otra parte, fundamental en el diálogo entre el Dalai Lama y la psicología. Desde la perspectiva budista, no existe una clara separación entre las emociones y los pensamientos, ya que las emociones están inevitablemente cargadas de pensamientos y no es de extrañar, por tanto, que el término tibetano para referirse al "pensamiento" incluya también su tono afectivo. El tibetano no establece la misma distinción nítida entre pensamiento y emoción que hace Occidente, sino que entiende –como hace la moderna neurociencia que ambos se encuentran estrechamente relacionados."

–Uno podría tener una actitud que se halla entremezclada con una emoción, con una actitud negativa, por ejemplo, que vaya inmediatamente seguida de odio –señaló el Dalai Lama.

–Son muchos los pensamientos que van acompañados de emociones –reconoció Paul, pero eso no ocurre en todos los casos. Si el pensamiento está ligado a una emoción, entonces usted verá indicios de esa emoción. Permítame darle un ejemplo que subrayo con cierta frecuencia en mi trabajo sobre el engaño. Cuando usted habla con alguien que es sospechoso de un crimen y parece asustado, no resulta fácil discernir si se trata del miedo del culpable a ser descubierto o del miedo de la persona inocente a no ser creída. Nosotros no estamos en condiciones de determinar cuál es el contenido de su pensamiento, ya que lo único que podemos detectar son las emociones que suscitan.

En una obra de teatro de Shakespeare, por ejemplo, Otelo mata a Desdémona. Él estaba en lo cierto al advertir los signos de su miedo, pero los interpretó equivocadamente, ya que los atribuyó a la infidelidad, cuando lo cierto es que sólo era una mujer que temía a su celoso marido.

–El budismo –dijo el Dalai Lama trata de comprender la relación causal que existe entre las emociones y los pensamientos. En muchos casos, es la emoción la que origina una cierta intención, de modo que no es infrecuente que la emoción preceda o facilite la aparición del pensamiento.

La ética budista habla de tres tipos de estados mentales no virtuosos, dos de los cuales están estrechamente ligados a la emoción. Uno es la codicia y el otro el rencor. La primera se origina en una identificación con un determinado objeto que luego da origen al pensamiento "quiero eso". La codicia también podría verse alentada por el enfado o por otras emociones. De manera semejante, la cólera y el odio también suelen provocar el rencor y todos sus pensamientos asociados.

–Completamente de acuerdo –respondió Paul.

–En todos estos casos –señaló el Dalai Lama, la emoción parece preceder al pensamiento.

–A veces le precede, otras ocurre al mismo tiempo y aun en otras le sucede –concluyó Paul.

Actuar sin pensar

"Veamos un par de puntos más. La aparición de una emoción provoca una serie de cambios en nuestra expresión, en nuestro rostro, en nuestra voz, en el modo en que pensamos y nos moviliza a la acción. Estos cambios se producen de manera involuntaria, y si no estamos de acuerdo con ellos, lo experimentamos como una lucha, en cuyo caso nos esforzamos por controlar, por no mostrar, por no hablar o por no actuar. Un aspecto decisivo de la emoción es el hecho de que, durante un instante –o durante bastante más que un instante, acaba secuestrándonos –dijo Paul.

"Las emociones pueden ser muy breves. Hay ocasiones en que no duran más que un segundo o dos. En un determinado momento puedo estar feliz, al siguiente enojado y un instante después triste. Pero también es posible que la emoción perdure durante más tiempo.

"Lo que he estado describiendo es realmente una visión evolucionista de la emoción. En algún lugar de su autobiografía, Charles Darwin dice algo así como que: "todos los seres vivos se han desarrollado a través del proceso de selección natural guiándose a través de las sensaciones placenteras, especialmente las derivadas de la sociabilidad y del amor a nuestra familia". Creo que esta afirmación coincide bastante con la visión de Su Santidad, aunque entre ambas existan algunas interesantes diferencias."

Paul entregó entonces al Dalai Lama una copia de La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, el libro clásico de Darwin sobre la emoción, que Paul acababa de editar acompañado de un comentario científico moderno.

"Una de las ideas fundamentales de Darwin que han resistido el paso del tiempo es la continuidad de las especies o, dicho en otras palabras, que las emociones no son privativas del ser humano. El pensamiento occidental ha oscilado entre dos opiniones diferentes, que la emoción es exclusiva de los animales, o que lo es del ser humano. Si reconociésemos que los animales tienen emociones, no podríamos tratarlos del modo en que los tratamos. Así pues, existe una continuidad entre las distintas especies, como también existe una universalidad que trasciende las diferencias interculturales.

"Otra idea de Darwin –probablemente más controvertida es que nuestras emociones evolucionaron a lo largo de la historia para ocuparse de las cuestiones vitales más importantes –como la crianza de los hijos, la amistad, el apareamiento, el antagonismo, etcétera y que su misión es la de ponernos rápidamente en funcionamiento sin necesidad de apelar al pensamiento.

"Me viene ahora a la mente una anécdota procedente del viaje que nos trajo aquí –dijo Paul, recordando nuestra desoladora experiencia por las atestadas carreteras de la India, una mezcla espontánea de enormes camiones Tata, autobuses apiñados de pasajeros, taxis, coches, rickshaws, peatones y vacas expuestas a un Sol abrasador moviéndose todos en función de la ley aleatoria del movimiento browniano. Cuando un vehículo adelanta suele venir otro a toda velocidad en sentido contrario; en el momento en que se cruzan a toda velocidad tocando el claxon y abriéndose paso milagrosamente, se dispara una inyección de adrenalina.

"Hay veces –prosiguió Paul, con esa escena fresca en su mente en que uno está conduciendo cuando, súbitamente, se da cuenta de que otro coche se le echa encima. Sin necesidad de pensarlo, y antes incluso de saber cómo lo ha hecho, gira el volante y pisa el freno, en cuyo caso la emoción le ha salvado la vida. Si hubiera tenido que pensar para reconocer el peligro y decidir lo que tenía que hacer, es muy probable que no hubiera podido evitar la colisión. Pero no hay que olvidar que esas mismas características también nos meten en algún que otro problema."

– ¿Pero acaso esa respuesta –preguntó entonces el Dalai Lama no es una respuesta condicionada porque, si la persona no hubiera aprendido a conducir y a pisar el freno, no habría podido responder adecuadamente?

–Así es –respondió Paul. Y, a pesar de que este aprendizaje no se lleve a cabo en la infancia sino en la juventud, acaba automatizándose e integrándose en el mismo mecanismo de la emoción. Por ello, cuando algo se aproxima demasiado rápidamente a nuestro campo visual, respondemos de inmediato, sin preocuparnos de averiguar antes de qué se trata. Cuanto más aprendemos una determinada respuesta más automática se torna; por este motivo nuestras respuestas emocionales dependen mucho de lo que hayamos aprendido a lo largo de nuestro proceso de desarrollo. Luego veremos si es posible desaprender alguna de ellas.

CONTINUARÁ….

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