26 de julio de 2010

EMOCIONES DESTRUCTIVAS DANIEL GOLEMAN – Parte 5

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Necesitamos urgentemente una nueva palabra

–Es cierto que Occidente –apostilló Owen dispone del concepto de autocompasión, pero no nos parece algo muy positivo. La autocompasión es l sentimiento desproporcionado de que las cosas no nos van bien. Y esto, de nuevo, tiene mucho que ver con el egoísmo.

–Cuando decimos que la esencia de la naturaleza humana es compasiva –intervino entonces el Dalai Lama, estamos utilizando un término que incluye tanto la compasión hacia uno mismo como la compasión hacia los demás. Pero el budismo también dispone de otros términos que oponen la autocompasión a la compasión por los demás. Existe un término, que habitualmente se traduce como "autoestima" (que es la base del egoísmo y concede una prioridad absoluta al propio bienestar), que se opone al bienestar de los demás (es decir, a la preocupación sincera y desinteresada por el bienestar ajeno) como un fin en sí mismo y no por el beneficio que ello pueda reportarnos. Si se nos preguntara, por tanto, si la esencia de la naturaleza humana es la de preocuparse por los demás, deberíamos, desde esa perspectiva, responder que no.

El Dalai Lama señaló entonces que el diálogo había ido derivando hacia el campo de la lingüística –una de las muchas disciplinas que ponen al corriente la visión filosófica de Owen y que la semántica puede tener consecuencias muy importantes en el modo en que las personas experimentan el mundo. Algunos antropólogos han llegado a afirmar que, en cierto sentido, el lenguaje que utiliza una determinada persona crea su realidad, y que la ausencia de palabras para referirnos a determinados fenómenos o conceptos puede llegar a cegarnos a su existencia. Eso era lo que estaba implícito en el siguiente punto abordado por el Dalai Lama.

–El inglés es un idioma tan rico que dudo que no exista un término para referirse a la palabra tibetana que incluye tanto la compasión por uno mismo como la compasión por los demás. Pero, en el caso de que no la hubiere, ustedes deberían inventarla.

Entonces, el Dalai Lama se dirigió sonriendo a Matthieu Ricard y le preguntó en tibetano:

– ¿Cree usted que, en este sentido, el francés es mejor que el inglés? –a lo que Matthieu replicó que en el idioma francés sucede exactamente lo mismo.

–Ellos son expertos en el amor romántico –bromeó Owen, provocando las risas de todo el mundo.

¿Es posible armonía social sin armonía interna?

Owen volvió entonces a su presentación y a la pregunta por las emociones que contribuyen a la virtud, es decir, por las emociones que la tradición filosófica occidental ha considerado importantes para una vida "moral". Y, para ello, comenzó refiriéndose a las emociones básicas de la naturaleza humana.

"Existen algunas emociones que son indisociables de la naturaleza humana, como la ira, el desprecio, la indignación, el miedo, la felicidad, la tristeza, el amor, la amistad, el perdón, la gratitud, el arrepentimiento (o el remordimiento por haber hecho algo mal) y la vergüenza.

"En esta enumeración también incluiría la culpa, aunque sé que se trata de una emoción ajena a la tradición budista. Tal vez sea una cuestión semántica, o quizás los budistas no se sientan realmente muy culpables (lo que, por otra parte, debo decir que me parece muy bien). En Occidente, sin embargo, la culpa es una emoción muy importante y está íntimamente ligada a la vergüenza. Y luego también está la compasión.

"Esta es la lista que esbozarían los filósofos que, desde el campo de la ética, han pensado sobre la naturaleza de la bondad. Hasta el momento, no obstante, sólo he dicho que se trata de emociones humanas sin decir nada acerca de cuáles son buenas (y convendría, en consecuencia, cultivar) y cuáles malas (y habría, por tanto, que modificar)."

–Pero usted acaba de etiquetarlas a todas ellas como emociones "morales" –dijo el Dalai Lama, con una sonrisa, en una alusión sutil a la anterior distinción realizada por Owen entre hecho y valor. ¿No es acaso ése un juicio de valor?

–Ése es, precisamente, el motivo por el cual las he puesto entre comillas, para que usted me lo preguntase –apostilló Owen sonriendo. Está usted completamente en lo cierto. En Occidente existen opiniones muy diversas acerca de si un determinado sentimiento, como la ira, el desprecio o la indignación, por ejemplo, es apropiado o no.

El hecho de que nuestra lista incluya todas esas emociones –continuó diciendo Owen está íntimamente ligado a nuestra concepción de la evolución. Nosotros creemos que el ser humano evolucionó como un animal social y, en consecuencia, que necesitamos a los demás. Pero la interacción social implica la posibilidad de que los demás nos traten bien o nos traten mal. Cada una de estas emociones surge como respuesta a una determinada situación social. El miedo, por ejemplo, aparece cuando una persona amenaza con dañarme, y el amor, por su parte, cuando me ha tratado bien en respuesta, muy posiblemente, a que yo también le he tratado así. Por ello, la idea que subyace a las llamadas emociones morales es que son utilizadas para que nuestra vida social discurra por los cauces menos problemáticos. Nuestra tradición no parece preocuparse mucho por lo que sirve para estructurar nuestra propia mente.

–¿Está usted acaso diciendo –comentó entonces Thupten Jinpa, volviendo a la diferencia existente entre las perspectivas occidental y budista que los filósofos occidentales sólo atienden a la función de las emociones como facilitadoras de la relación interpersonal, despreocupándose de su importancia para el perfeccionamiento de nuestra naturaleza interna?

–Así es –replicó Owen. La tradición occidental parece preocuparse mucho por la autoestima y por la importancia de uno mismo y suele despreocuparse por la armonía interna. Por eso, las emociones y los principios morales que nos gobiernan se asientan fundamentalmente en la extraordinaria importancia que concedemos a las relaciones sociales.

¿Un Sócrates insatisfecho o un cerdo feliz?

A continuación, Owen centró la atención en un punto que el Dalai Lama suele abordar también en sus escritos, especialmente en Etica para un nuevo milenio, es decir, el hecho de que el objetivo de toda búsqueda humana es la felicidad.

–Hablando en términos generales, Occidente coincide –señaló Owen completamente con la afirmación de que todo el mundo busca la felicidad. Pero, según el filósofo Immanuel Kant, una cosa es ser feliz y otra muy distinta es ser bueno. Y lo comento –señaló irónicamente Owen– para ponernos un poco nerviosos.

–¿Cuál es –preguntó el Dalai Lama– la diferencia que establece Kant entre la bondad y la felicidad?

Owen respondió a esa pregunta proyectando su siguiente diapositiva, que consistía en una serie de preguntas:

¿Qué es la felicidad? ¿El placer? ¿Los placeres más elevados? ¿El desarrollo? ¿La virtud?

–Al igual que ocurre en el budismo, todo el mundo está de acuerdo en que el objetivo del ser humano es el logro de la felicidad –aclaró Owen. Pero existe un gran desacuerdo en el modo de definir la felicidad. ¿Se refiere acaso al simple placer sensual o únicamente a los placeres más elevados?

–¿Distingue la tradición occidental entre el bienestar físico y el bienestar mental o la felicidad? –preguntó entonces el Dalai Lama. Lo digo porque ésa es una distinción a la que el budismo concede gran importancia.

–Sí –replicó Owen. Casi todos los filósofos que están de acuerdo en que el objetivo de la vida es el logro de la felicidad señalan de inmediato la necesidad de diferenciar los llamados placeres superiores de los placeres inferiores o, dicho de otro modo, de establecer tipos diferentes de felicidad. Consideremos, por ejemplo, el término aristotélico de eudemonia que, durante muchos años, fue traducido como "felicidad" y que hoy en día se traduce como "desarrollo" [o florecimiento], una metáfora botánica que implica que la planta no necesariamente debe sentirse feliz para florecer.

–¿Podrías explicar –preguntó entonces Alan– más detenidamente los conceptos de felicidad superior y felicidad inferior? Lo digo porque parecen un tanto vagos.

–En su libro El utilitarismo –fue la concreta respuesta de Owen a Alan, el filósofo John Stuart Mill dice que: "todo ser humano prefiere ser un Sócrates insatisfecho a un cerdo feliz", como si hubiera algo en Sócrates que cualquier persona quisiera naturalmente realizar. Tal vez ello aclare la diferencia entre las modalidades superior e inferior de felicidad.

La bondad es mejor que la felicidad

"Quizás el mejor modo de abordar la distinción kantiana entre felicidad y bondad o virtud –prosiguió Owen– sea el de preguntarnos si la felicidad implica sentir de un determinado modo, o ser de un determinado modo. Platón dice que la persona buena es feliz y que la persona feliz es buena. Desde su perspectiva, pues, la felicidad y la bondad van necesariamente de la mano. Pero quienes leen a Platón se dan perfecta cuenta de que su persona feliz no parece feliz en el mismo sentido en que lo es un niño al que acabamos de darle una golosina. La felicidad de la que habla Platón tiene, por el contrario, mucho que ver con la serenidad.

"Creo que, cuando Kant dijo que una cosa es ser feliz y otra muy distinta ser bueno, estaba pensando sobre todo en el hecho de que las obligaciones que conlleva ser una buena persona son tan duras que siempre existen tentaciones. Desde su perspectiva, pues, las obligaciones a que debe someterse quien quiera vivir una vida moralmente buena le obligan a sacrificar muchas de las cosas que proporcionan felicidad. Tengamos en cuenta que hay ocasiones en que podemos llegar incluso a vernos obligados a entregar nuestra vida, o a pedir a nuestros hijos que entreguen la suya en aras de una buena causa.

"Kant negó también todo valor moral a las acciones que nos vemos emocionalmente obligados a llevar a cabo. En este sentido, por ejemplo, llegó a afirmar que el amor que los padres sienten naturalmente hacia sus hijos está despojado de todo valor moral, porque la moral debe implicar algún tipo de lucha contra el yo."

–¿Es cierto que Kant concluyó que es mejor ser bueno que ser feliz? –preguntó Alan.

–Así es –respondió Owen. Él dijo que debemos incluso estar dispuestos a renunciar a nuestra felicidad si ello implica permanecer fiel a una causa éticamente importante.

Crecer es ser feliz

Luego Owen se refirió a los muchos modos en que Occidente ha caracterizado las emociones mismas. Uno de los modelos se remonta a Platón, que utiliza la metáfora de la razón como el auriga que conduce un carro tirado por dos caballos salvajes, la emoción y el temperamento, que van cada cual por su lado. Se trata de una visión muy simplista, pero la tradición filosófica griega sostiene la idea de que la razón debe conquistar las emociones –los estados de ánimo y el temperamento en los que se asientan todos los problemas.

"El temperamento –ser tímido o caprichoso, por ejemplo es un estilo emocional, un rasgo. La ira es una emoción, y la persona que posee un temperamento irritable tiende a enfadarse con mucha facilidad. Platón señaló que las emociones, el temperamento y el deseo de sexo y de comida son la causa de todos los problemas y que, en consecuencia, la razón humana tiene que asumir el control de las emociones.

"La perspectiva de Aristóteles difiere levemente de la de su maestro Platón. Según él, la felicidad consiste en el desarrollo, y su doctrina del justo medio se asemeja mucho a la visión budista. En opinión de Aristóteles, cada persona dispone, en su interior, de un conjunto de virtudes –entre las que cabe destacar el coraje, la amistad y la compasión que deben hallarse en armonía. Y esto es algo que, en su opinión, puede verse fácilmente en algunos ancianos sabios que evidencian esas características.

"Aristóteles también creía que cada virtud posee un determinado componente emocional y que, por ejemplo, existe un momento adecuado para expresar la ira, pero que es preciso hacerlo con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto... una tarea, por cierto, nada sencilla."

Su Santidad rió entre dientes al escuchar eso.

"Aristóteles pensaba –prosiguió Owen– que nosotros solemos aprender las respuestas virtuosas imitando a nuestros mayores, es decir, a través de la phronesis, que se refiere a la "sabiduría práctica" necesaria para tomar una decisión adecuada a fin de afrontar una situación nueva. Pero, si sabemos templar adecuadamente nuestras emociones, las acciones positivas y el bienestar vendrán de manera natural y automática. Con un poco de suerte, pues, uno no siempre tiene que recurrir al discernimiento."

Este comentario alentó un nuevo debate en tibetano entre el Dalai Lama, sus intérpretes y la fila de lamas que se hallaban detrás de él, tratando de encontrar la expresión tibetana que mejor expresase el significado de la palabra griega phronesis, y concluyeron que la que más se aproximaba era so sor togpa, que significa "sabiduría del discernimiento".

Una iluminación sin religión

Owen retomó entonces uno de sus temas centrales. Durante siglos, Occidente creyó que la virtud era inseparable de la religión, pero ¿puede acaso existir una filosofía de la vida íntegra que no se asiente en ningún fundamento religioso? Luego siguió diciendo:

"Entre los siglos XVIII y XIX, Occidente tuvo su propia iluminación, aunque debemos señalar que fue muy distinta a la budista. Me estoy refiriendo, claro está, a la Ilustración a la que, en algunas ocasiones se denomina Edad de la Razón, un tiempo en el que los filósofos empezaron a darse cuenta de que la vida íntegra no necesariamente debe basarse en una determinada religión. Fue entonces cuando los filósofos trataron de determinar los principios que deben gobernar la acción ética.

"La mayoría de los occidentales, en especial los que no son religiosos, se inclinan por la visión utilitarista o por la visión kantiana, dos enfoques, en el fondo, muy parecidos aunque los filósofos podamos pasarnos semanas, meses, años y hasta siglos hablando de sus diferencias".

El Dalai Lama pidió entonces a Jinpa que le aclarase la distinción entre las visiones utilitarista y kantiana de la virtud, y Jinpa se las resumió brevemente en tibetano.

–¿Sería correcto –consultó luego Jinpa a Owen decir que la diferencia entre ambas perspectivas es que los utilitaristas afirman que las acciones morales son aquellas que conducen a un bien superior, mientras que los kantianos, por su parte, creen que la acción moral es autónoma y no depende de sus efectos? ¿Podría decirse también que ambas visiones atribuyen un status ontológico diferente a la bondad que, desde el punto de vista utilitario, tiene un sentido ciertamente relativo y contextual mientras que, desde la perspectiva kantiana, constituye una especie de absoluto?

–Así es –respondió Owen. Por otra parte...

–¿Cómo es posible –interrumpió entonces el Dalai Lama defender la existencia de un bien absoluto sin recurrir a algún tipo de noción teológica?

–Ciertamente –respondió entonces Owen asintiendo con un gesto de cabeza no debemos olvidar que Kant era un luterano pietista.

El Dalai Lama sonrió satisfecho porque quedó bien claro que la ética de Kant no está desligada de una visión religiosa.

Cien contra uno

–Desde la perspectiva utilitarista, por ejemplo –continuó diciendo Owen, podría estar moralmente justificado que cien personas lograran placer dañando a una persona. Pero, en tal caso, alguien podría, por ejemplo, argumentar que tal acción evidencia una falta de respeto por la persona, que es un valor superior, un bien superior.

Advirtiendo que se acercaba la hora de hacer un descanso para tomar el té de la mañana, Alan dijo:

–El tiempo nos apremia, pero, antes de abandonar este tema, me gustaría que aclarases con más detalle cuál es la posición del utilitarista si tuviera que sacrificar a una persona por el bien de otras cien.

–Los utilitaristas dicen que la coherencia lógica requiere que su acción apunte, a largo plazo, a la mayor felicidad posible del mayor número posible de personas –replicó Owen. ¿Pero cuánto tiempo significa a largo plazo? Para siempre. Esto es algo difícil de llevar a cabo. La objeción que suele hacerse al utilitarismo (aunque todavía haya quienes sigan sustentando esa perspectiva) dice que, si usted tuviera que sacrificar a una persona para salvar la vida de otras cien, debería hacerlo. Pero ésa es una conclusión que cualquier kantiano objetaría arguyendo que, por más que cien personas muriesen como resultado de su decisión, jamás debe violarse el principio de no matar. Y deben tener muy en cuenta que ninguno de los principios implicados en ambas perspectivas se asienta tanto en la emoción como en la coherencia lógica.

Luego Owen se dirigió al Dalai Lama y concluyó del siguiente modo el punto anterior de la conexión que existe entre la filosofía y las creencias religiosas:

"Quisiera subrayar que, en la actualidad, Occidente admite que uno no necesita ir a la iglesia para aprender estos principios. Bastaría, por ejemplo, con estudiar filosofía moral para ser un buen utilitarista o un buen kantiano aunque, como ya he dicho, no se trata de dos perspectivas tan distintas, porque ambas implican el mismo respeto hacia todas las personas, sin que nadie cuente más que los demás".

Los estados mentales destructivos y los estados mentales constructivos

Atento a las indicaciones de Alan sobre la proximidad de la hora del té, le pedí a Owen que nos presentase su lista de los estados mentales constructivos y destructivos. Entonces proyectó la siguiente diapositiva:

Estados mentales destructivos

Baja autoestima

Exceso de confianza

Resentimiento

Celos y envidia

Falta de compasión

Incapacidad de mantener relaciones interpersonales próximas

Estados mentales constructivos

Respeto hacia uno mismo

Autoestima (merecida) hacia uno mismo

Sensación de integridad

Compasión

Benevolencia

Generosidad

Ver la verdad, la bondad y la justicia

Amor*

Amistad*

–No deben olvidar que yo no estoy tratando de defender la adecuación de esta lista –dijo Owen, sino que tan sólo trato de describir la visión occidental desde la perspectiva de la filosofía.

Repasando la lista de estados mentales destructivos, Owen se dio cuenta de que el último ítem, la incapacidad de establecer y mantener relaciones personales cercanas, podía servir para poner de relieve nuevas diferencias entre las visiones occidental y budista.

"He señalado con un asterisco las palabras amor y amistad de la segunda lista porque tengo un especial interés en hablar de ellas a lo largo de toda esta semana. Del mismo modo que consideramos destructiva la incapacidad de mantener relaciones personales próximas, también creemos que es constructivo ser capaz de establecer relaciones afectivas profundas de amor y de amistad.

"La integridad –continuó Owen se refiere a la necesidad de atenerse a los propios principios y de vivir en función de nuestras creencias."

Advirtiendo las dificultades para traducir al tibetano el término integridad, Alan enumeró entonces al Dalai Lama sus diversas connotaciones como honradez, falta de doblez y humildad.

"Adviertan también que en el ítem autoestima he señalado entre paréntesis el término "merecida". Y es que muchas personas tienen una autoestima desproporcionada y se consideran íntegras cuando, en realidad, no lo son. Así pues, el sentimiento de autoestima sólo es constructivo cuando es merecido. Creo que términos como compasión, benevolencia y generosidad aparecerían tanto en la lista budista como en la occidental y que también podríamos decir lo mismo con la capacidad de captar la realidad a través de la percepción directa.

"Podríamos engrosar esta lista incluyendo otros estados mentales constructivos menores, como la confianza y la humildad adecuadas. Pero creo que me detendré aquí, agradeciendo su atención a Su Santidad y al resto de la audiencia."

Cuando Owen concluyó su repaso de la lista, el Dalai Lama preguntó:

–¿Establece usted alguna diferencia entre negativo y destructivo?

–No –replicó Owen aunque, en los próximos días, creo que tendremos ocasión de volver sobre este punto.

El yeti y las marmotas

Durante la interrupción para el té, Francisco Varela, delgado pero feliz, se acercó a saludar a Su Santidad, quien le dio una bienvenida especialmente afectuosa diciendo: "Uno de mis más viejos amigos y un científico genial".

Con el apoyo moral y el aliento del Dalai Lama, Francisco se había sometido recientemente a un trasplante de hígado, la única esperanza que le ofrecía la medicina para atajar la hepatitis que estaba destrozando su hígado. Francisco consideraba casi un milagro haber salido por el momento del peligro y haber podido asistir al encuentro. Por ello se sentía muy agradecido al Dalai Lama y también sentía muy claramente la profundidad de su afecto.

–Ha sido un auténtico encuentro –me dijo posteriormente Francisco sobre ese momento de intimidad con el Dalai Lama. Considero el hecho de haber salido de peligro como un auténtico regalo, un afectuoso regalo de la vida...

Durante el descanso, la sala se llenó de una relajada actividad. Owen convenció a su hijo para que se fotografiara con el Dalai Lama, y algunos de los observadores iban de un lado para el otro intercambiando unas pocas palabras. Luego, Bhikku Kusalacitto se acercó al Dalai Lama y le obsequió con unas escrituras pali.

El venerable Somchai Kusalacitto, hijo de padre chino y de madre tailandesa, nació en 1947 en el seno de una familia de campesinos del lejano Norte de Tailandia. Desde muy joven se sintió atraído por el budismo y, a los veinte años, se ordenó monje. Académicamente muy dotado, destacó en los estudios tradicionales de los monjes de las escrituras pali y obtuvo una licenciatura en estudios budistas en Taílandia y un doctorado en filosofía india en la University of Madras.

La carrera del venerable Kusalacitto empezó con la invitación a asumir el cargo de decano de la Universidad budista de Mahachulalongkornrajavidyalaya de Bangkok, donde hoy en día es delegado de asuntos externos y ejerce como profesor de budismo y de religiones comparadas. Al vivir como monje y desempeñar el cargo de abad adjunto del monasterio budista de Chandaram, también hace frecuentes apariciones en la radio y en la televisión tailandesa y escribe para periódicos y revistas sobre temas budistas. También es cofundador de una organización internacional budista comprometida en cuestiones sociales, de un grupo que defiende la necesidad de implantar un nuevo sistema educativo en Tailandia y de otro grupo de monjes tailandeses dedicados a preservar la vida retirada, en la jungla, propia de la tradición monástica. Por último, también es autor de numerosos libros sobre budismo.

El Dalai Lama se había tomado mucho interés en que un erudito monje tailandés participase en nuestro encuentro, no tanto para completar nuestra agenda, como por su preocupación en entablar un diálogo con otras escuelas del budismo. Este tipo de diálogo había sido muy frecuente durante los primeros siglos del budismo en la India, una especie de edad de oro en la que las diferentes escuelas budistas se reunían regularmente para debatir sus diferentes puntos de vista. Pero, en la medida en que el budismo fue difundiéndose por toda Asia, también fue evolucionando y diversificándose, los encuentros fueron espaciándose y, en el caso del aislado Tíbet, acabaron desapareciendo.

Cuando estábamos preparando este encuentro, el Dalai Lama nos solicitó muy encarecidamente que invitáramos a algún representante de otra tradición budista quejándose, entre risas, de que hablaba más con monjes cristianos que con representantes de otras ramas budistas. Como representante del budismo Vajrayana, que llegó al Tíbet procedente de la India entre los siglos IX y XII, el Dalai Lama estaba ansioso por reestablecer los contactos entre el budismo Mahayana (más frecuente en los países del Lejano Oriente) y el budismo Theravada (prevaleciente en los países del Sudeste asiático, como Tailandia, hogar del venerable Kusalacitto).

Por ello, el Dalai Lama aceptó muy agradecido los textos pali del bhik–ku y dijo:

–Estoy muy contento de contar aquí con la presencia de un monje theravada. Eso me parece excelente porque, hasta hoy, he hablado más con las tradiciones occidentales que con nuestros hermanos budistas, especialmente nuestros hermanos mayores del Theravada. Estaré encantado de visitar Tailandia. -Espero con ilusión el momento de la visita... y no debe tener la menor duda de que sólo un cataclismo podrá impedir mi presencia!

–Mi universidad está pensando en ofrecerle un título honorífico –dijo Bhikku Kusalacitto.

Y Alan agregó bromeando:

–Así Su Santidad se convertirá en doctor, el doctor Su Santidad.

Antes de reemprender la sesión, le pregunté al Dalai Lama si había alguna pregunta o cuestión sobre la que quisiera hablar.

–Sí –replicó pensativamente. ¿Cuál es exactamente el papel que desempeña la mente tanto en sus aspectos conceptuales como no conceptuales en la aparición de las emociones?

–Ésta –dijo Alan es una visión típicamente budista, algo que, sin duda, vamos a abordar. Creo que esta tarde será el momento más oportuno.

El Dalai Lama fue muy claro al exponer la complejidad de la noción budista de la naturaleza de la cognición y de que, en ese contexto, no se establece una diferencia tan nítida entre la emoción y la cognición (o razón) como lo hace en la psicología occidental. El término tibetano shepa, que muy a menudo, se traduce como "conciencia" o "cognición" –y cuyo verdadero significado se aproxima más al de "evento mental"– realmente los subsume a ambos. Desde la perspectiva budista, todos los estados "aflictivos" son "conceptuales", un término más amplio que incluye lo que, en inglés y en otros idiomas occidentales, se denominan pensamientos, imágenes mentales y emociones.

El Dalai Lama decidió esperar a la tarde para aclarar algunos de esos puntos aunque, según dijo, no se trataría tanto de una presentación formal como de un breve comentario.

–Usted ha estado preparándose durante cuarenta años para esa presentación –dijo entonces alguien al Dalai Lama. A lo que éste respondió con una vieja historia tibetana.

"Un yeti permanecía junto a la entrada de una madriguera de marmotas, esperando la salida de alguna de ellas. Cuando salió la primera marmota, el yeti la cogió y se sentó precipitadamente sobre ella a la espera de que saliera otra, porque quería coger muchas. Cuando salió otra marmota, el yeti se abalanzó sobre ella y la cogió, y en el momento en que fue a sentarse encima de ella, la primera se le escapó. Y, cuando apareció la tercera, el yeti saltó de nuevo sobre ella, con lo cual se le escapó la segunda...

"Así es –dijo Su Santidad alegremente como en los últimos cuarenta años he atrapado multitud de marmotas... pero muchas de ellas han acabado escapándose. -Ya no deben, pues, quedar tantas marmotas dentro de la madriguera!"

4. UNA PSICOLOGIA BUDISTA

Recuerdo que, en una conferencia que pronunció en Harvard en 1974 –donde yo daba clases en el departamento de psicología, el maestro tibetano Chogyam Trungpa dijo: "En Occidente, el budismo acabará asumiendo la forma de una psicología".

Por aquel entonces, la misma idea de que el budismo tuviera alguna relación con la psicología era, para la mayoría de nosotros, poco menos que absurda, una actitud que no tenía nada que ver con el budismo, sino que tan sólo era un reflejo de nuestra ignorancia. Para nosotros, el hecho de que el budismo –como tantas otras grandes tradiciones espirituales – contara con una teoría acerca de la mente y su funcionamiento resultaba absolutamente novedoso.

Ciertamente, no había nada en mi formación como psicólogo que sugiriese que la psicología moderna no es sino la versión más actualizada de un empeño por comprender el funcionamiento de la mente que se originó hace un par de milenios. La psicología moderna hunde tanto sus raíces en la ciencia y en la cultura europea y americana que, sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que se halla tan determinada culturalmente que mantiene una actitud miope que le lleva a ignorar de manera casi solipsista los sistemas psicológicos propios de otras épocas y de otros lugares.

Pero aunque este hecho sólo lo conozcan los especialistas y suela pasar desapercibido para la gran masa de creyentes, cada vez resulta más evidente que, en el fondo de casi todas las religiones orientales, se oculta una psicología. Y no sólo estoy hablando de psicologías teóricas, sino también de psicologías aplicadas que ayudan a los "profesionales" –ya se trate de yoguis o monjes a disciplinar y controlar su mente y su corazón y alcanzar un estado ideal.

La más rica de todas estas psicologías "alternativas" tal vez sea la que nos brinda el budismo. Desde la época del Buda Gautama (siglo – v), uno de los temas fundamentales de la práctica de sus seguidores se centra en el análisis de la mente y de su funcionamiento que se vio recogido por escrito durante el primer milenio después de la muerte del Buda en un sistema que el antiguo lenguaje pali denominó Abhidhamma (y el sánscrito Abhidharma), que significa "doctrina última".

Cada una de las ramas del budismo posee su propia versión de estas enseñanzas psicológicas básicas sobre la mente, así como también sus propias contribuciones al respecto, y hoy nos dedicaremos a escuchar la versión tibetana haciendo un especial hincapié en las emociones.

Un monje y un erudito

Tras la pausa para el té, Matthieu Ricard, ataviado como el Dalai Lama con sus ropas monacales de color granate y azafrán, tomó asiento junto a Su Santidad.

–Como moderador e intérprete –dijo Alan presentaré muy brevemente a Matthieu, que llegó por primera vez a Asia en 1967 y vive aquí desde 1972.

Nacido en el privilegiado círculo de la clase culta francesa, Matthieu Ricard tuvo una infancia rica llena de encuentros con personas notables. Su madre era pintora y amiga íntima de André Breton, uno de los padres del surrealismo. Su tío materno fue uno de los primeros aventureros en rodear el globo en un pequeño velero de una sola plaza, un periplo que tardó tres años en completar. Y su padrino fue nada menos que G.I. Gurdjieff, el místico ruso que, a mediados del siglo XX, contaba con un nutrido grupo de seguidores entre los intelectuales franceses (aunque debo decir que si bien, en esa época, su madre fue una gran entusiasta de Gurdjieff, Matthieu no tuvo gran relación con sus seguidores).

En casa de Ricard solían congregarse a cenar filósofos y artistas célebres y amigos de su padre que, bajo el seudónimo de Jean François Revel, es uno de los principales filósofos y teóricos vivos más influyentes de Francia, autor de unos veinticinco libros, de entre los cuales cabe destacar Ni Marx ni Jesús, que fue un auténtico best–seller internacional. En la actualidad, Revel ocupa el sillón La Fontaine de la Académie Française, uno de los honores más prestigiosos de la cultura gala. No hace mucho tiempo se publicó el libro que resume un diálogo entre Matthieu y su padre en torno a la ciencia y la espiritualidad con el título de El monje y el filósofo, que también se ha convertido en un éxito editorial internacional.

Fue uno de los amigos de su madre –el cineasta Arnaud Desjardins quien instó a Matthieu a viajar por vez primera para entablar contacto con un maestro tibetano. Desjardins había rodado para la televisión francesa un documental de cuatro horas de duración titulado The Message of the Tibetans. Rodada en 1966, pocos años después de la diáspora de maestros tibetanos que siguió a la invasión china del Tíbet, la película concluye con un largo plano en el cual la cámara muestra silenciosamente durante cinco minutos los rostros de varias decenas de grandes maestros tibetanos descansando en un estado trascendente, una escena que cautivó la atención de Matthieu.

Conociendo unas pocas frases en inglés (puesto que, en la escuela, sólo había estudiado alemán, griego y latín) y nada de tibetano, Matthieu emprendió su peregrinación a la India. Una vez allí, su amigo el doctor Frederick Leboyer (cuyo método, denominado "parto sin violencia", que utilizaba una luz suave y colocaba al recién nacido en agua caliente, se puso de moda durante la siguiente década) le presentó a un lama tibetano.

Según Matthieu, su vida empezó realmente el 2 de junio de 1967, el día que conoció a Kangyur Rinpoche, uno de los grandes maestros tibetanos que aparecen en el documental de Desjardins y su lama raíz en el budismo tibetano. Perteneciente a la tradición tibetana de los yoguis errantes, el rinpoche había pasado la mayor parte de su vida en retiro, pero, como suele ocurrir con numerosos lamas de la tradición Nyingma, estaba casado, tenía familia y vivía en una cabaña de dos habitaciones ubicada en las estribaciones himaláyicas de Darjeeling.

Matthieu Ricard se sintió conmovido por la sabiduría, compasión y serena fortaleza interior que parecía emanar de su maestro. Matthieu –que, por aquel entonces, tenía veintiún años convivió durante tres semanas con el rinpoche, y, aunque entonces no lo supiera, ese encuentro cambiaría completamente el rumbo de su vida. Al regresar a Francia para proseguir sus estudios, descubrió que su mente volvía una y otra vez a la India. Así fue como empezó a pasar sus vacaciones de verano con los lamas y siguió haciéndolo hasta terminar su doctorado en biología en el Institute Pasteur de París.

Cuando todavía era un alumno de secundaria, Matthieu trabajó con el premio Nobel François Jacob, haciendo sus propios descubrimientos en el campo de la genética, y, en aquella temprana época, escribió su primer libro, un relato sobre la migración de animales de todas las especies, ya que la etología es, junto a la música, la astronomía y la fotografía de la naturaleza una de sus aficiones favoritas. Pero, finalmente, la atracción por la búsqueda espiritual cobró tal fuerza que Matthieu renunció a su carrera científica y se convirtió en practicante del budismo tibetano bajo la tutela de Kangyur Rinpoche. Tras la muerte de su maestro, Matthieu hizo los votos de monje y asumió el papel de asistente personal de Dilgo Khyentse Rinpoche, con quien pasó doce años ininterrumpidos y, después de su muerte, escribió un libro sobre él.

Hace ya casi un par de décadas –concluyó Alan– que Matthieu es monje y, hoy en día, es uno de los estudiantes occidentales más antiguos del budismo tibetano, especialmente de la tradición Nyingma. Desde hace mucho tiempo, es el intérprete francés de Su Santidad. Y, ya sin más dilación, doy paso a la intervención de Matthieu...

Aunque en su faceta de intérprete Matthieu ha colaborado estrechamente con el Dalai Lama, esa mañana se encontraba, como no tardaríamos en comprobar, en una posición embarazosa para cualquier monje budista tibetano.

"Me resulta un tanto extraño tener que explicar algo sobre el budismo tibetano en presencia de Su Santidad –comenzó diciendo Matthieu. Me siento como un niño pequeño pasando un examen. Y algo parecido siento también en mi calidad de ex científico ante tantos especialistas. Pero también es comprensible que –concluyó Matthieu, esbozando una amplia sonrisa, de tanto en tanto, uno se vea obligado a pasar algún que otro examen."

La primera cuestión que abordó Matthieu fue la de tratar de salvar la distancia que existe entre los términos utilizados en inglés y en tibetano para referirse a la emoción. Para ello comenzó señalando que el término emoción es bastante difuso.

"La palabra inglesa emoción procede de la raíz latina emovere y se refiere a algo que pone a la mente en movimiento hacia una acción positiva, negativa o neutra.

"Según el budismo, las emociones nos llevan a adoptar una determinada perspectiva o visión de las cosas y no se refieren necesariamente –como ocurre con la acepción científica del término a un desbordamiento afectivo que se apodera de repente de la mente. Ésa sería, desde la perspectiva budista, una emoción burda como sucede, por ejemplo, con los casos de la ira, la tristeza o la obsesión."

Una psicología budista de problemas más sutiles como, por ejemplo, el grado de distorsión que ejercen sobre nuestra percepción de la realidad.

"¿Cómo diferencia el budismo –prosiguió Matthieu las emociones constructivas de las emociones destructivas? Fundamentalmente, las emociones destructivas (también denominadas "oscurecimientos" o factores mentales "aflictivos") impiden que la mente perciba la realidad tal cual es, es decir, establecen una distancia entre la apariencia y la realidad.

"El deseo o el apego excesivo, por ejemplo, no nos permiten advertir el equilibrio que existe entre las cualidades agradables (o positivas) y las desagradables (o negativas), de una persona o de un objeto, lo que irremediablemente nos abocará a considerarlo atractivo y, en consecuencia, a desearlo. La aversión, por su parte, nos ciega las cualidades positivas del objeto, haciendo que nos parezca exclusivamente negativo y deseando, en consecuencia, rechazarlo, destruirlo o evitarlo.

"Esos estados emocionales empañan nuestra capacidad de juicio, la capacidad de llevar a cabo una evaluación correcta de la naturaleza de las cosas. Por este motivo se denominan "oscurecimientos", puesto que ensombrecen el modo en que las cosas son y, a la postre, nos impiden llevar a cabo una valoración más profunda de su transitoriedad y de su falta de naturaleza intrínseca. Así es como la distorsión acaba afectando a todos los niveles de la existencia.

"De este modo, pues, las emociones oscurecedoras restringen nuestra libertad, puesto que encadenan nuestros procesos mentales de una forma que nos obliga a pensar, hablar y actuar de manera parcial. Las emociones constructivas, por su parte, se asientan en un razonamiento más acertado y promueven una valoración más exacta de la naturaleza de la percepción."

El Dalai Lama permanecía muy quieto, escuchando muy atentamente e interrumpiendo tan sólo de manera ocasional para pedir alguna que otra pequeña aclaración. Entretanto, los científicos, por su parte, no dejaban de tomar apuntes de esa disertación, que suponía la primera articulación budista del presente diálogo.

La distancia entre las apariencias y la realidad

Entonces Matthieu emprendió una revisión global de la perspectiva budista sobre las emociones, para poner de manifiesto la diferencia esencial que existe con la visión occidental. Para ello, comenzó señalando que el criterio utilizado por el budismo para calificar de destructiva a una emoción no se limita al daño manifiesto que ocasione, sino también a otro tipo.

La cuestión del daño

Aunque el criterio originalmente expuesto por Alan para calificar las emociones destructivas tenía que ver con su naturaleza dañina, Matthieu matizó un poco más este punto:

"Hemos empezado definiendo las emociones destructivas como aquellas que resultan dañinas para uno mismo o para los demás. Pero las acciones no son buenas o malas en sí mismas, o porque alguien así lo decida. No existe tal cosa como el bien o el mal absolutos, sino que el bien y el mal sólo existen en función de la felicidad o el sufrimiento que nuestros pensamientos y acciones nos causan a nosotros o a los demás.

"También podemos diferenciar las emociones destructivas de las emociones constructivas atendiendo a la motivación que las inspira (como, por ejemplo, egocéntrica o altruista, malévola o benévola, etcétera,). Así pues, no sólo debemos tener en cuenta las emociones, sino también sus posibles consecuencias.

"Asimismo, es posible diferenciar las emociones constructivas de las destructivas examinando la relación que mantienen con sus respectivos antídotos. Consideremos, por ejemplo, el caso del odio y del amor. El primero podría ser definido como el deseo de dañar a los demás, o de destruir algo que les pertenece, o les es muy querido. La emoción opuesta es la que actúa como antídoto del deseo de hacer daño, en este caso, el amor altruista. Y decimos que sirve de antídoto directo contra la animadversión porque, aunque uno pueda alternar entre el amor y el odio, es imposible sentir, en el mismo momento, amor y odio hacia la misma persona o hacia el mismo objeto. Cuanto más cultivemos, por tanto, la amabilidad, la compasión y el altruismo –y cuanto más impregnen, en consecuencia, nuestra mente, más disminuirá, hasta llegar incluso a desaparecer, el deseo opuesto de infringir algún tipo de daño.

"También hay que puntualizar que, cuando calificamos de negativa a una emoción, no queremos decir, con ello, que debamos rechazarla, sino que es negativa en el sentido de que redunda en una menor felicidad, bienestar y claridad y en una mayor distorsión de la realidad".

–Por lo que entiendo –preguntó entonces Alan, usted parece definir el odio como el deseo de dañar a alguien, o de destruir algo que esa persona aprecia. Anteriormente, Su Santidad se había referido a la posibilidad de experimentar compasión hacia uno mismo, de modo que me gustaría formular una pregunta paralela. ¿Es posible sentir odio hacia uno mismo? Porque su definición parece sugerir que éste sólo se produce con respecto a otras personas.

–Debe tener en cuenta –fue la sorprendente respuesta de Matthieu– que, cuando se habla del odio hacia uno mismo, el sentimiento central no es el odio. Tal vez usted esté molesto consigo mismo, pero quizás ésa no sea más que una forma de orgullo que alienta la sensación de frustración que acompaña al hecho de no hallarse a la altura de sus propias expectativas. Porque, lo cierto, en realidad, es que nadie puede odiarse a sí mismo.

–¿No existe, entonces, en el budismo –insistió Alan, nada parecido al odio hacia uno mismo?

–Parece que no –respondió Matthieu, reafirmando su postura– porque tal cosa iría en contra del deseo básico que albergan todos los seres de evitar el sufrimiento. Uno puede odiarse a sí mismo porque quiere ser mucho mejor de lo que es, o estar decepcionado consigo mismo por no haber podido lograr lo que quería, o impacientarse por tardar demasiado en conseguirlo. Pero, en cualquiera de los casos, el odio hacia uno mismo encierra una gran dosis de apego al propio ego. Hasta la persona que se suicida no lo hace porque se odie a sí misma, sino porque cree que, de ese modo, evitará un sufrimiento todavía mayor.

Pero ése, de hecho, no es un modo adecuado de escapar del sufrimiento –concluyó Matthieu, agregando una breve pincelada en torno a la visión budista del suicidio, porque la muerte no es sino una transición hacia otro estado de existencia. Mejor sería procurar evitar el sufrimiento aprestándonos a resolver el problema aquí y ahora, o, cuando tal cosa no sea posible, cambiando al menos nuestra actitud.

Las ochenta y cuatro mil emociones negativas

"Pero ¿de dónde proceden, según la enseñanza y la práctica budista, las emociones destructivas? –preguntó Matthieu retomando, de ese modo, el hilo central de su discurso. Es innegable que, desde la infancia hasta la vejez, no dejamos de cambiar. Nuestro cuerpo cambia de continuo, y nuestra mente se ve obligada a afrontar, instante a instante, nuevas experiencias. Somos un flujo en constante transformación, pero, al mismo tiempo, también tenemos la idea de que, en el núcleo de todo ello, existe algo estable que "nos" define y permanece constante a lo largo de toda la vida.

"Este yo, al que denominamos "apego al yo" y que constituye nuestra identidad, no es el mero pensamiento del "yo" que aflora cuando despertamos, cuando decimos "tengo calor", "tengo frío", o cuando alguien nos llama por nuestro nombre, por ejemplo. El apego al yo se refiere al aferramiento profundamente arraigado a una entidad permanente que parece residir en el mismo núcleo de nuestro ser y que nos define como el individuo particular que somos.

"También sentimos que ese "yo" es vulnerable y que debemos protegerlo y mimarlo. De ahí se derivan el rechazo y la atracción, es decir, la aversión a todo lo que pueda amenazar al "yo", y la atracción por lo que le complazca, le consuele y le haga sentirse seguro y feliz. De esas dos emociones básicas –la atracción y el rechazo se derivan todas las demás.

"Las escrituras budistas hablan de ochenta y cuatro mil tipos de emociones negativas. Y aunque no se las identifique detenidamente, la inmensa magnitud de esa cifra sólo refleja la complejidad de la mente y nos da a entender que los métodos para transformarla deben adaptarse a una gran diversidad de predisposiciones mentales. Es por ello que también se dice que existen ochenta y cuatro mil puertas de acceso al camino budista de la transformación interior. En cualquiera de los casos, sin embargo, esta multitud de emociones pueden resumirse en cinco emociones principales, el odio, el deseo, la ignorancia, el orgullo y la envidia.

"El odio es el deseo profundo de dañar a alguien o de destruir su felicidad y no tiene por qué expresarse necesariamente como un ataque de ira ni tampoco de manera permanente, sino que sólo aparece en presencia de las condiciones adecuadas que lo elicitan. Además, el odio está relacionado con muchas otras emociones, como el resentimiento, la enemistad, el desprecio, la aversión, etcétera.

"Su opuesto es el deseo, que también presenta numerosas ramificaciones, desde el deseo de placeres sensoriales o de algún objeto que queramos poseer, hasta el apego sutil a la noción de solidez del "yo" y de los fenómenos. En esencia, el deseo nos conduce a una modalidad falsa de aprehensión y nos induce a pensar, por ejemplo, que las cosas son permanentes y que la amistad, los seres humanos, el amor o las posesiones perdurarán para siempre, aunque resulta evidente que tal cosa no es así. Es por ello que el apego significa, en ocasiones, aferramiento al propio modo de percibir las cosas.

"Luego tenemos la ignorancia, es decir, la falta de discernimiento entre lo que debemos alcanzar o evitar para alcanzar la felicidad y escapar del sufrimiento. Aunque Occidente no suela considerar a la ignorancia como una emoción, se trata de un factor mental que impide la aprehensión lúcida y fiel de la realidad. En este sentido, puede ser considerada como un estado mental que oscurece la sabiduría o el conocimiento último y, en consecuencia, también se la considera como un factor aflictivo de la mente.

"El orgullo también puede presentarse de modos muy diversos como, por ejemplo, negarnos a reconocer las cualidades positivas de los demás, sentirnos superior a ellos o menospreciarles, envanecernos por los propios logros o valorar desproporcionadamente nuestras cualidades. A menudo, el orgullo va de la mano de la falta de reconocimiento de nuestros propios defectos.

"La envidia puede ser considerada como la incapacidad de disfrutar de la felicidad ajena. Uno nunca envidia el sufrimiento de los demás, pero sí su felicidad y sus cualidades positivas. Por este motivo, ésta es, desde la perspectiva budista, una emoción negativa puesto que, si nuestro objetivo fuera el de procurar el bienestar de los demás, su felicidad debería alegrarnos. ¿Por qué tendríamos, en tal caso, que sentir celos si parte de nuestro trabajo ya ha sido hecho y queda, por tanto, menos por hacer?"

La ilusión del "yo"

"Todas las emociones básicas están íntimamente asociadas a la noción del "yo". Si imaginamos, por un momento, que nos acercamos a alguien y le decimos: "¿Sería usted tan amable de enfadarse?", todos estaremos de acuerdo en que es muy probable que nadie acepte la invitación, exceptuando tal vez a los actores consumados que sean capaces de imitar a voluntad el enfado durante un período de tiempo relativamente corto.

"Pero si, por el contrario, nos acercamos a alguien y le decimos: "Eres un sinvergüenza y un ser detestable", es muy probable que no tarde en enojarse. Esa diferencia se debe a que, en este caso, hemos apuntado directamente al "yo". De un modo u otro, todas las emociones parecen derivarse de la noción de "yo". Y de ello se sigue que, si queremos trabajar las emociones, deberemos investigar en profundidad esta noción. ¿Acaso resiste el menor análisis como entidad verdaderamente existente?

"El budismo posee un abordaje filosófico y práctico muy profundo para investigar lo ilusorio del "yo", el nombre que asignamos a una mera corriente o flujo que se halla en continua transformación. No podemos ubicar al "yo" en ningún lugar del cuerpo y tampoco podemos concluir que ocupe la totalidad de éste. Tal vez pensemos que el "yo" es la conciencia, pero no debemos olvidar que ésta también es un flujo en continua transformación. El pensamiento pasado ya se ha ido, y el futuro todavía no se ha presentado. ¿Cómo podría existir "yo" alguno a mitad de camino entre algo que ya se ha ido y algo que todavía no ha llegado?

"Y, puesto que el yo no puede ser identificado con la mente ni con el cuerpo ni con ambos conjuntamente ni tampoco como algo distinto de ellos, es evidente que no existe nada que pueda justificar la conclusión de que exista un "yo" que no es, en suma, más que el nombre que asignamos a un flujo, como llamamos a un río Ganges o Mississippi. Eso es todo.

"Pero, cuando nos aferramos a ese nombre, cuando pensamos que existe un bote en el río y consideramos la noción del "yo" como algo realmente existente que deba ser protegido y complacido, aparecen la atracción y la repulsión y, con ellas, todos los problemas, las cinco emociones aflictivas, las veinte secundarias... y, a la postre, las ochenta y cuatro mil emociones."

Continuará…

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