3 de julio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 11

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

31.- EL HUERTO CERRADO DE JUAN

Pocos momentos después llegaba el buen tío Jaime, con su hijo Jaime también, pero que, para distinguirle de su padre, le llamaron familiarmente con el diminutivo Jaimín. Con ellos venía Dina, esposa de Jaime, y Juan, hijo de Zebedeo y Salomé que, según ya dijimos, vivía en la Casa de Myriam desde la muerte de su madre.

Los cuatro traían consigo un cansancio que se advertía a primera vista. Se dejaron caer sobre el gran estrado cubierto de esteras de esparto, que aparecía a todo lo largo de la gran sala del fuego. —Tenemos visitas —les dijo Myriam. —Perdón —dijo el tío Jaime— Casi nos quedamos a dormir en el camino y no sé si soy yo o es mi ánima la que vuelve a tu casa Myriam.

Ahmed se acercó a saludarles. —Ya lo comprendemos —dijo—, habréis corrido por toda Galilea. Este amigo viene desde Alejandría en nombre de Zebeo —añadió presentando a Leandro, que estrechó las manos de todos. —Por epístolas del maestro Filón a Nicodemus, tuvimos noticias de él — contestó el tío Jaime—. Creíamos que nos había olvidado. —El no olvida a ninguno —repuso Leandro— y tan es así, que yo vengo sabiendo la historia de vuestras vidas casi como si hubiera vivido siempre aquí. Y todo lo encuentro tal como el maestro Zebeo me lo había referido, ¡Tú eres Juan, el íntimo suyo! —dijo Leandro mirando al joven apóstol, en cuya faz se leía a primera vista una infinita tristeza.

—Has acertado —respondió Juan. —Para ti traigo de tu amigo ausente una larga epístola —y Leandro se la entregó… —Estoy enterado del dolor que te acompaña, por la muerte de tu hermano Santiago y de todos los compañeros que fueron sacrificados con él. Si es para ti un consuelo el saber que soy un hermano en el dolor, aquí estoy a tu lado.

—Gracias —contestó Juan con la voz que temblaba de emoción… Myriam sentada en su silloncito de madera y junco hecho por Joseph, escuchaba en silencio hilando un blanco velloncito de lana, mientras Dina daba los últimos toques al arreglo de la mesa, que estaba hacia el ángulo opuesto de la cocina-comedor.

En el fuego hervían las marmitas y Jaimín vertía un rojo licor en tantos vasos como personas había. —Es nuestro vino de uvas nazarenas —dijo sirviendo a Leandro y Ahmed primeramente. Pero éste se levantó con su copa y fue a ofrecerla a Myriam, que la recibió sonriendo. —Haces honor a la abuela —dijo dulcemente.

—A la santa madre de todos —contestó el árabe tomando la segunda copa que le ofrecía Jaimín. Y comenzaron las preguntas y las respuestas, las confidencias, breves y concisas al principio, pero en las cuales se adivinaba esa sincera cordialidad, que hacía presentir la confianza absoluta que vendría después.

—El maestro Zebeo me habló de la ciudad de Tiberias donde vive un amigo suyo de nombre Hanani, y de un Castillo de Mágdalo habitado por una mujer, que Zebeo cree que habrá muerto, porque antes de partir al África tuvo noticias de que estaba muy enferma.

Me pidió también, que tratara de averiguar si un joven trovador de nombre Boanerges, vivía aún en las orillas del Mar de Galilea. Me ha mencionado a otras personas con mucho interés, pero creo que no habitan en esta comarca, sino en las cercanías de Jerusalén. —Será en Bethania —dijo Juan.

—Justamente; creo que es un matrimonio y una doncella hermana del esposo.

—Están muy cerca de aquí —dijo el tío Jaime—.

Se vieron obligados a dejar su vieja casa solariega, encomendada a parientes y amigos. Lázaro, el jefe de la familia, se vio perseguido para obligarle a desmentir un hecho que causó revuelo en el Sanhedrín hace años… Es una historia larga. Ya te la referiré.

—Creo que la sé —dijo Leandro—. ¿No es Lázaro el resucitado?

—El mismo. Veo que nuestro hermano te ha enterado de todo.

—Somos buenos compañeros —contestó Leandro— y una gran comprensión hay entre nosotros.

La cena fue servida, y durante ella se habló poco. La tristeza de Juan era tan honda, que se transmitía a todos los comensales… Se iniciaba una conversación y apenas comenzada, se esfumaba en el triste silencio.

Así que la comida hubo terminado, Juan se levantó para retirarse a su alcoba.

—Hijo... espera un momento —le dijo dulcemente Myriam—. También yo he recibido epístola de nuestro Zebeo y creo que debemos compartir las impresiones que nos vienen de tan lejos y de un corazón amigo. Juan la miró con sus azules ojos llenos de ternura y de lágrimas, y fue a sentarse cerca de ella.

—Aun no leí la mía —añadió Myriam— pero creo que siendo todos una sola familia..., la familia de mi amado ausente, podemos permitirnos la confianza que nos acerca más unos a otros.

—Ciertamente —afirmó Leandro— y es en las horas de dolor donde los amigos son necesarios. Dicho esto tomó asiento en el estrado al lado de Juan.

Las epístolas de Zebeo fueron leídas en voz alta por el tío Jaime, que en ellas se veía mencionado con cariño varias veces. El amor del apóstol ausente se desbordaba como una ola cálida de afecto, y llamándose siempre a sí mismo el "montoncito de tierra" de su Divino Maestro, les ofrecía a todos cuanto tenía en la Aldea de los esclavos y terminaba diciéndoles:

"Creo que no nos está mal este nombre, pues vosotros y yo somos esclavos voluntarios del amor eterno de Él, que nos dejó la promesa de hacer su morada en nuestro corazón, si somos capaces de amar como Él nos ama."

Como posdata de la epístola a Juan decía: "Confiad en el portador de estas epístolas, porque aparte de todas sus nobles cualidades morales, es el padre de la esposa que el Maestro me ha confiado en tutela espiritual para toda mi vida."

Debido a estas palabras… Leandro deshojó como pétalos de rosas blancas, cuantas noticias conocía de la lejana Aldea de los Esclavos, que fueron bálsamo suave de consolación y de esperanza para los corazones heridos que encontraba en su camino.

Cuando el sacerdote de Osiris terminaba su relato, Juan le dijo: —Puesto que vienes en nombre de Zebeo, que fue el más íntimo de mis compañeros, te ruego me des oportunidad de tener una confidencia contigo. —Estoy a tu disposición —le contestó Leandro afectuosamente.

Pocos momentos después se retiraban todos al descanso de la noche y Juan y Leandro pasaban al Cenáculo-Oratorio, donde debían penetrar juntos al huerto cerrado de Juan.

Ante aquel sencillo altar de las Tablas de la Ley y de los libros de los Profetas, entre el perfume de rosas y de lirios que desde el ánfora de arcilla se difundía por el ambiente dorado por la suave claridad de la lámpara, ¡cuán fácil era abrir el alma dolorida a las confidencias más intimas y lacerantes...!

Juan comenzó a desgranar las perlas de sus recuerdos...

—Hace apenas dos horas que conozco tu rostro, y no sé qué fuerza de simpatía me impulsa a vaciar mi alma en la tuya. —Puedes estar cierto de que yo te comprenderé —contestó Leandro.

—Mientras el Maestro vivió como hombre cerca de mí, no supe de nada, absolutamente de nada más que de amarle, de servirle, de vivir pendiente de su mirada, de su palabra... |Era como un abrojillo que se hubiera prendido en su túnica blanca y que no pudiera desprenderse más! ¡Viví la vida de un niño que va siguiendo una estrella, sin pensar nada más que en seguirla y seguirla! ¡Y tenía ya veintiún años!... Era un hombre, pero yo no lo sabía ni lo sentía, ni me interesaba saberlo… ¡Creía que aquella vida de serena inconsciencia la viviría siempre!

¡Era tan dulce, tan bello, tan inefable vivir sólo para amarle y servirle! Pero cuando llegó la hora tremenda de que la estrella que yo seguía desapareció de mi horizonte, sentí como hundirme en un abismo de tinieblas, que se fue haciendo más y más hondo… Han pasado diez años largos… He visto desaparecer de mi lado a mi madre; los amigos y compañeros han ido alejándose uno en pos de otros, todos siguiendo las rutas que les ha marcado su deber de discípulos del excelso Maestro... ¡Sólo yo pareciera que he perdido el camino!...,¡y aún no puedo encontrarlo! ¡Se apagó aquella lámpara maravillosa, que alumbró veintiún años de mi vida!... ¡Y no ha vuelto a encenderse jamás! Si no hubiera sido por el amor santo de la augusta Madre de Él, yo me hubiera arrojado al mar con una piedra atada a mis pies... ¿Para qué serviría mi vida?... Ella me salvó de esa catástrofe… pero no de mi terrible soledad interior.

Juan guardó silencio y Leandro lo guardó también. La voz sin ruido de la meditación se puso entre ambos acaso para dar lugar a que se hiciera la luz.

Y la luz fue encendiendo sus cendales de oro, tan suave y lentamente como para no herir a aquel corazón lacerado, hecho ya a vivir entre tinieblas.

—Juan, mi nuevo amigo —dijo Leandro con la mayor suavidad que pudo hallar en su alma, que por tanto tiempo vivió como una piedra—. ¡Juan!... tienes treinta y un años. Yo tengo cuarenta y seis, pero siento como si tuviera setenta, porque más que tú, mucho más, he sabido de tinieblas, de soledad, de abandono, de helada sepultura en que estaba como enterrado vivo. Creo, pues, estar capacitado para comprenderte.

En el hondo vacío de tu corazón, hubieras necesitado un amor, un ser que precisara de ti para vivir, que necesitara el calor de tu juventud, de tu fuerza, el fuego de tus ojos, la vibración de tu palabra para reanimar su agotamiento, su agonía... ¡Entonces todo tú hubieras revivido para transmitir vida, energía, fortaleza a ese otro ser!

Tú te pareces a Zebeo como una gota de agua a otra gota. A él le hubiera pasado igual, si la Bondad Divina no hubiera hecho brotar en su camino, humildes flores silvestres que sin el riego de su ternura hubieran perecido irremediablemente. Es tremenda y difícil la encrucijada de la soledad en tinieblas, después de haber andado largo tiempo con el deslumbramiento de un astro maravilloso.

Aún estás a tiempo de encender una luz nueva en tu camino. Encendámosla juntos para ti, amigo mío y yo te aseguro que tu alma batirá sus alas nuevamente y te remontarás a la cumbre...

—Está esa luz, pero mi alma se niega a verla —dijo Juan tristemente y a media voz como si su alma, avecilla entumecida de frío en las tinieblas, temiera dejar escapar un débil gorjeo—. ¡Mi alma se niega a verla y hasta huye de ella!... ¿No sería traicionar el dulce recuerdo de la radiosa estrella que alumbró veintiún años de mi vida?

— ¡No, y mil veces no! —Exclamó Leandro con vehemente energía—. ¡No dejes por Dios!, de mirar la luz nueva que Él te enciende, para que encuentres de nuevo el camino… ¡Es la tabla de salvación en tu naufragio!... ¡Es el hilo de oro, tendido desde el Corazón del Maestro a tu corazón!... ¡Es el perfume del místico narciso, abierto en tu huerto interior, para curar tu herida profunda y devolverte a la vida sano, optimista y feliz! ¿Me comprendes, Juan?

—Te he comprendido Leandro, enviado a mi lado por Zebeo, para esclarecer el tenebroso laberinto de mi mundo interior. ¡Te he comprendido! No sé si será demasiado tarde. ¿Querrás acompañarme mañana, a una aldea cercana donde puede ser que tú clara visión, perciba esa estrellita moribunda de la cual he huido todos estos años? Y si tú la encuentras sin yo decírtelo, te prometo dejarla entrar en mi templo y encenderse sobre mi altar.

Cuando salieron para buscar cada uno su diván de reposo, vieron adosada a la sombra del muro, ese humilde arbusto que han llamado galán de la noche, o flor de la luna, porque su flor, como una blanca copa de marfil, sólo abre sus pétalos, cuando las sombras extienden sus negros cendales en la pradera dormida.

Brillaba esplendorosa y blanquísima a la luz de la luna menguante. Y Leandro, a quien el dolor de tantos años de vivir amurallado en un sepulcro, le hacía comprender el dolor de la soledad, se detuvo ante la sugestiva aparición de la flor misteriosa... — ¿Ves Juan? Tu alma es como esta flor. Se abrirá tímida y medrosa en la noche de misterio y esta misma luna menguante alumbrará la flor blanca de una nueva esperanza. Que Dios acompañe tu sueño.

—Que la paz sea contigo. Y… se separaron.

Leandro se tiró en su diván y durmió tranquilo hasta el amanecer.

Juan no tenía sueño… a pesar de su cansancio.

Sacó el silloncito de junco de Myriam y se sentó a la sombra del muro junto a la flor de la luna.

Sólo… consigo mismo, con sus pensamientos y sus recuerdos, tenía necesidad de deshilachar hebra por hebra, la enredada madeja que iba oprimiendo cada vez más su corazón.

Ella me ha buscado siempre para consolarme, para asociar su dolor a mi dolor, para ensayar a volar juntos, tras del gran amor que se esfumó en nuestro horizonte... Y he tenido miedo de que en mí se despertara otro amor... En mi Santuario estaba Él..., ¡sólo Él!... ¿Cómo era posible que otra imagen se pusiera ante la suya?... ¿Que la mirada divina suya, aquella última de sus ojos garzos, se perdiera tras de otra mirada? ¿Qué el roce de sus brazos alrededor de mi cuello en su última despedida, se borrase con el roce de otro abrazo?... ¡Oh nunca!..., ¡nunca podría ser!...

¡Ay de mí!... ¡Soy muy ignorante!... No veo más allá de la sombra que proyecta mi cuerpo y todo lo materializo, lo empequeñezco, lo reduzco a granos de polvo, ¡menos aún!..., ¡a imperceptible ceniza! ¡Cuán necio soy! ¿Qué amor, qué mirada, qué abrazo podrá borrar el amor, la mirada y el abrazo del Hijo de Dios, que al mirarme por última vez con sus ojos de carne, me enloquecí de ternura y de dolor y salí del Huerto de los Olivos, corriendo como un loco que no sabe de dónde viene ni adónde va? ¡María!..., ¡pequeña María!... ¡En esta noche tormentosa y oscura de mi vida, serás una estrellita misteriosa, blanca y pura como esta flor de la luna, que marcarás de nuevo mi senda con menudas chispitas de claridad y de luz!...

¡Perdona a este infeliz ciego y egoísta que inconsciente de lo que es y de lo que tú eres, ha vivido sin vivir, acercándome y huyendo, temeroso de un fantasma irreal, midiendo el amor excelso del Hijo de Dios por mi propio amor pequeño, egoísta, incapaz de darse y pensando siempre en recibir!... ¡Oh, Maestro mío!... ¡Mi luz, mi guía, mi estrella polar, en el mar desconocido de la vida!... ¡Tuviste para mí, amor de preferencia, y era de verdad el que menos lo merecía!.. ¡Han pasado diez años y aún no encontré el camino!... ¡Oh, Señor!... ¡Llévame de la mano hacia él… y dame la fuerza necesaria para seguirlo sin miedo y sin vacilación!...

La luna menguante, asomaba y se escondía entre las ramas rumorosas de los nogales y castaños… Y por fin desapareció tras del cedro gigantesco, que poblaba de sombras el tranquilo huerto de la Casa de Nazareth… Juan miró por última vez, la blanca flor silenciosa que tomaba relieves de nácar en la delicada penumbra que dejó la luna menguante, al esconderse en el horizonte. Y en profundo silencio, desapareció por la puerta entornada de su alcoba solitaria.

A la segunda hora de la mañana siguiente, Juan y Leandro se encaminaban hacia aquella casa de campo de Eleazar el fariseo, donde años atrás fuera invitado el Divino Maestro a una reunión de hombres de letras y de leyes, rabinos ilustres en el país, que por diversas causas se hallaban de paso en aquel lugar de descanso.

El Maestro había concurrido con sus Doce íntimos, y Juan lo recordaba muy bien. Nuestros lectores de Arpas Eternas, lo recordarán también, porque los discursos, las polémicas filosóficas, morales o teológicas, fueron interrumpidos por la aparición de una mujer velada, que llevaba un pebetero encendido quemando incienso y una redoma de esencias con que ungió reverente al Señor.

En esta casa de campo, se hallaban hospedados desde hacía tiempo, la familia de Bethania, o sea Lázaro con su esposa Martha y su joven hermana María. Las inquietudes y los terroríficos aires de Judea, que ardían como un volcán, les habían obligado a tal determinación… La esposa de Eleazar era hermana de Martha y coheredera con ella del hermoso dominio, que en las cercanías de lo que fue la ciudad de Lazaron, se hallaba encerrado, como un nido apacible, entre cedros gigantescos, nogales y cerezos.

Eleazar no era ya más el rigorista fariseo de antaño. La lección del Cristo Ungido de Jehová, recibida aquel día de santa memoria, lo había transformado en ferviente discípulo suyo. Sus tres hijas habían ingresado al grado primero de la fraternidad Esenia, y con la "pequeña María" al lado, hicieron grandes progresos, en la suave doctrina de amor del Divino Maestro.

Esbozado ligeramente el escenario y los personajes, sigamos a Leandro y Juan, cuando entran a la casa de campo por la gran avenida de nogales y cerezos, que terminaba en una glorieta o kiosco de rosas té, de exuberancia maravillosa, donde las cuatro doncellas se entretenían en confeccionar ropas de abrigo para ancianos y niños pobres, que las esperaban seguramente en el próximo invierno.

— ¡Joanín!... ¡Joanín!... —resonó como una nota de clarín, repetida cuatro veces. —Creí que no te veríamos más —dijo una de ellas,… la más pequeña de estatura, la de los ojos oscuros y de dulce mirar, la que tenía en su frente transparencia de lirio y en su palabra, suavidades de arrullo. Era María, llamada la pequeña María para distinguirla de todas las que llevaban su mismo nombre.

Leandro, el psicólogo Leandro, iba decidido a observar, con el solo fin de poder ser útil a Juan en la transformación que deseaba. Su pesimismo, su desaliento, su lenta agonía,… el ex sacerdote de Osiris, quería transformarlos en iluminado optimismo, en actividad, en vida, en florecimiento de fe, de esperanza y de amor.

¿No había florecido como un rosal en primavera, su propia alma hecha piedra, por largos años de vivir ahogando todas las emociones; acallando todas las voces íntimas de la naturaleza afectiva, estrujándose el corazón y quemándolo, como se quema una raíz viva y lozana hasta convertirla en ceniza?

Y,… ¿cómo y por qué había florecido?... Porque un apóstol del Cristo del amor, le hizo sentir su amor; porque encontró en su camino a Thabita, un retoño del gran amor de su juventud, porque huérfana y sola rodando por el mundo como un guijarro en una cantera, había encontrado el amor de un extranjero que cobijara su desamparada soledad. Y su dormido, pero no muerto corazón, se despertó lentamente y vio que había alguien en el mundo a quien debía amor, solicitud, protección y ternura.

¿No había florecido el corazón del apóstol Zebeo, helado como las arenas de las orillas del Nilo, por donde vagaba con inciertos pasos, cuando encontró a Petiko, el niño mendigo que le ofreció su botecillo, porque hacía dos días que no comía?

¡Oh!.. Leandro conocía fibra por fibra el corazón humano, a través de su propio corazón, y sabía muy bien, que un corazón casi muerto, revive al contacto de otro corazón que sufre, que espera, que vive en la desolada agonía, de no tener quién le ame ni a quién amar.

Y esperaba hacer revivir en el corazón de Juan, en el cual adivinaba tesoros maravillosos, manantiales inagotables de inteligencia, de amor, de desinterés, de extraordinaria sensibilidad,… cualidades todas que harían de él un arpa eólica de la Suprema Inteligencia.

Juan hizo las presentaciones usuales del amigo de Zebeo, que venía a Palestina como portador de afectos, de ofrecimientos, de todo cuanto guardaba de grande y bello el alma noble del hermano ausente.

Y Leandro hizo un relato conciso de la obra del Apóstol, en los diez años que había pasado en las tierras del Nilo… Martha y Lázaro acudieron a escucharle; Eleazar y su esposa, llegaron después. Todos conocían y recordaban a Zebeo y todos repetían lo mismo: — ¡Quién hubiera sospechado en Zebeo tal capacidad, decisión y energía! ¡Él, que elegía siempre el último lugar y las pequeñas ocupaciones!... Todos escuchaban atentos, pero sólo la pequeña María, dijo al final con la vocecita dulce que temblaba de emoción: — ¡Qué buenos serán Petiko y Thabita, cuando nuestro Divino Maestro les ha elegido para hacer florecer los corazones muertos!... Yo le pedía el poder de hacer revivir un corazón muerto también, ¡pero hasta hoy no lo he conseguido! —y sus dulces ojos… cristalizados de llanto, miraron largamente a Juan.

Leandro le miró también, y debió ir un dardo de fuego en su mirada, envolviendo a los dos en una cálida onda, que hubiera podido quemar las piedras.

Juan, que estaba cerca de María, le dijo, casi alegremente: — ¡Lo has dicho por mí y lo he comprendido bien!… Pero creo que anoche he vuelto a la vida, desde el país de las sombras, en el cual has ido tú como Petiko y Thabita a la vez.

—Si lo que dices es verdad, doy gracias mil al Maestro… porque quiso escuchar mi ruego —respondió la joven bajando los ojos a su labor, para disimular las gotas de llanto que habían humedecido la palidez de su rostro.

— ¿Has visto algo Leandro, bajo esta glorieta de rosas té? —preguntóle Juan a media voz, entre el murmullo de comentarios que todos hacían. —Sí, amigo mío..., he visto una estrellita radiante, que el Cristo del amor encendió hace tiempo para ti, y que tus ojos cerrados no vieron nunca hasta hoy.

Hubo de ser un poema grandioso y sublime, la afinidad de las almas de Juan y de la pequeña María. ¡Qué explosiones de luz, de amor y de armonías divinas, se hubieran producido desde años atrás, si Juan hubiera escuchado el cantar de la alondra en su huerto interior!

—Las palabras iluminadas del Profeta Isaías, que tanto usaba en sus discursos el Divino Maestro, se cumplen casi sin excepción, en todas las almas que buscan la vida espiritual —dijo Eleazar—. "Los caminos de los hombres —dice Jehová— no son mis caminos, ni sus pensamientos son mis pensamientos." Y así no debe extrañarnos, que Juan haya tardado en encontrar el camino de Jehová y en sentir su pensamiento.

Allí mismo se leyeron las epístolas de Zebeo, que levantaron un revuelo como si un centenar de palomas hubieran aleteado bajo el rosal en flor que sombrea la glorieta. — ¡Nos pide que vayamos a su lado, que allí florece el amor y la paz! —decía Martha entusiasmada, pensando en la hosca tempestad de sangre y odios, de espionaje y delaciones, que tronaba en Judea de donde tuvieron ellos que huir, para no morir de terror y de angustia. Todos exponían sus puntos de vista, esperanzados en aquel lejano país donde Matheo y Zebeo llevaban en alto su divino ideal, como un glorioso pabellón de fe, de esperanza y de amor.

La única que callaba, era la pequeña María, que continuaba haciendo pasar la aguja en la blanca camisita para niño que atentamente cosía… Juan se acercó a su lado y le preguntó: — ¿Qué dices tú a todo esto? ¿Te gustaría que fuéramos a la tierra del Príncipe Melchor y del Maestro Filón..., donde vive Zebeo con Petiko y Thabita?

Ella prendió la aguja en su costura y se quedó pensativa. —Yo soy endeble y delicada —dijo— y no sé si el cambio de clima apresuraría lo que creo que debe suceder pronto. Leandro que no la perdía de vista, se acercó también, y todos los demás que conocían el temperamento neurótico de la joven y su permanente deseo de morir, se alejaron con un pretexto u otro para dejarla a solas con Juan y con Leandro.

Habían comprendido, que el visitante sabía mucho, y María y Juan eran dos claveles del aire que habían desfallecido en la furia del huracán que les azotaba a todos desde la muerte del Justo.

Aquel hombre sabio, conocedor de todas las enfermedades del alma, podría curar aquellos dos corazones agonizantes… Ambos vivían pensando y deseando terminar la vida, que para ellos no tenía razón de ser. Suprasensibles… Juan y María, habían soportado un dolor mucho mayor que su capacidad de sufrimiento… y una inmensa desesperanza, como un otoño prematuro y áspero, les había sacudido cruelmente, arrebatándoles hasta la última flor de esperanza y de fe en el porvenir.

Si el Maestro… con todos los poderes y la grandeza divina de Mesías Ungido de Dios, no había establecido su Reino a la faz de todo el mundo, ¿qué podían hacer ellos, aunque llenos de amor por El, desprovistos de todo aquello que superabundaba en el Verbo Eterno de Dios?

Tal era el pensamiento de Juan, en el cual se habían estrellado todos los optimismos que los amigos y compañeros quisieron despertar en él.

32.- LAS ROSAS SE VAN...

Leandro se sentó junto a la joven, mientras Juan levantaba algunas lacias ramas del rosal que, demasiado bajas, interceptaban el paso. Eran las últimas rosas, que al despedirse de su efímera vida de solo una breve temporada, parecían esforzarse en dar de sí, en belleza y perfumes cuanto era capaz su débil y fugaz existencia.

—Las rosas se van —pensó Juan —y las espinas quedan. Habría que encontrar el modo, de que las rosas se quedaran siempre, y que las espinas no fueran tan agudas —y mientras así pensaba, cortó algunas que empezaban a abrirse y las dejó en silencio sobre la costura que estaba en las rodillas de María. —Las rosas —dijo— se parecen a la vida... Tienen prisa de vivir y se van, mientras nos dejan las espinas, que no se van nunca. ¿Por qué ha de ser esto así?

—Amigo mío, todas las vidas, ya sean vegetales, animales o humanas, tienen el mismo camino para recorrer. Las rosas se van cuando han cumplido su etapa de existencia, pero ellas volverán en la próxima primavera y en este mismo lugar, si no viene una mano criminal, que corte el rosal a ras de tierra y queme luego sus raíces. Tal como la Psiquis humana, la divina chispa que se enciende y se apaga, para aparecer de nuevo, acaso en el mismo lugar donde se extinguió la vez anterior o en otro elegido a su gusto u ordenado por un designio superior.

Leandro, al hablar así, pensaba intensamente en que María comprendiera que tanto él como Juan, estaban haciendo un símil entre la vida fugaz de las rosas y la vida de ella misma, que sólo por un esfuerzo grande de su voluntad podía hacerse más duradera.

El joven apóstol, se sentó también junto a la joven y Leandro inició la conversación suavemente, buscando hacer vibrar las cuerdas sutiles de la simpatía entre los tres, como medio de hacer reaccionar a Juan y de despertar en María el deseo de vivir.

— ¿Se puede saber, niña, por qué has dicho que el clima de África podría apresurar lo que según tu creencia debe suceder pronto?... Si merezco tu confianza, te pregunto de nuevo ¿qué es lo que debe suceder?

—Desde que se fue el Señor a su Reino, tengo la idea de que lo seguiré pronto y así se lo ruego todos los días— contestó dulcemente María.

—Y, ¿por qué tú deseo de abandonar la vida física, en la cual puedes tener su augusta presencia en cada momento que tu amor le llame? —volvió a preguntar Leandro.

— ¡Oh, Señor! —Exclamó la joven—, ¡tu pregunta es difícil de contestar y además muy larga! ¿Qué interés hay en ello?

— ¡Mucho interés, María! —Intervino Juan—. ¿Yo no valgo nada para ti? —Vales mucho Joanín, pero si ves que en diez años nada he podido hacer por ti… ¿se puede esperar que lo haré en adelante?

— ¿Y por qué no? —Preguntó Leandro—. ¿Acaso hay un plazo fijo para realizar nuestras obras en beneficio de nuestro prójimo?

Juan se ha encerrado, a mi modo de ver, en un círculo estrecho y equivocado: su incapacidad para realizar ninguna obra digna de su Maestro. ¿Es así amigo mío? —Es así —contestó Juan— y sigue siendo así.

—Según eso —observó Leandro— tendremos que convenir en que el excelso Maestro, Instructor de la Humanidad, Enviado del Altísimo, se equivocó al elegirte como su apóstol y así mismo, al elegir a los demás.

¿Te parece que en buena lógica, podemos aceptar esa idea? ¿Podemos pensar ni por un momento que sea posible una equivocación semejante, en una Inteligencia llegada a la perfección y ya en la antesala de la Divinidad misma?

— ¡Es verdad! —dijo Juan—. No había pensado el asunto bajo ese aspecto. Y no sé cómo hermanar la elección hecha por el Maestro, con la completa nulidad que encuentro en mí mismo.

—Trataré de explicártelo yo —dijo Leandro—. Estoy enterado por Zebeo, que el Maestro les repetía en los últimos días de su vida: "Velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu pronto está, pero la materia es débil y produce oscuridad."

El Maestro no hablaba seguramente, de que la tentación se os presentara como incitación al homicidio, al robo, a la lujuria, a la blasfemia, porque conociéndoos como os conocía, no podía temer nada de eso en vosotros… Entonces. ¿Cuál podía ser la tentación de que Él quería prevenirnos? Seguramente la que ha hecho presa de ti, Juan, amigo mío: el desaliento, el pesimismo, la falta absoluta de fe en ti mismo que, al desaparecer de tu horizonte la estrella radiante que deslumbrado seguías, te hundiste en la sombra y nada hiciste para salir de ella.

Creíste que tu vida había perdido su objeto y su fin con su partida. El dolor de perderlo, de no tenerlo a tu lado, de no oír su palabra, de no convivir con él, anuló en ti todo razonamiento lógico y hasta borró el recuerdo de sus enseñanzas y de las promesas solemnes pedidas por El y otorgadas por vosotros, para los veinte siglos que os esperaban y en los cuales y mediante vuestra capacidad y vuestro esfuerzo, quedaría establecido su reinado de amor fraterno sobre la tierra.

Tu amor hacia El, demasiado humano, tenía mucho de egoísmo como todo amor humano, en el cual entra por mitad o más aún, el vivo deseo de posesión. Lo querías y considerabas tuyo al Divino Maestro; tuyo para amarlo, para servirlo, para correr tras de él como el niño que habiendo encontrado en sus andanzas por la pradera un ave del paraíso, la cree suya, completamente suya y pone su esfuerzo, su vida toda en complacerle, en agradarle, en hacerse indispensable, digámoslo así, para aquel ser cuya posesión completa es la suprema aspiración que le mueve. Esta era la tentación de la que os prevenía el Divino Maestro.

¡Pobre amigo mío! No solo tú caíste vencido por ella. Zebeo hubo de caer también, pero él tuvo la suerte de encontrar en las orillas del Nilo, un pobrecito niño mendigo que vestía de harapos, que estaba solo en el mundo y tenía hambre!... ¡Y Zebeo, creyendo como tú, que su vida era inútil y que no tenía capacidad alguna, sintió en su alma y en su carne el dolor desesperado de aquel abandono, de aquella orfandad y reaccionó, y quiso vivir para el niño mendigo, solo, desnudo y hambriento! Aún estás a tiempo de anudar el hilo de tu vida y devanar de nuevo la madeja, si en verdad quieres cumplir noblemente los pactos con el Ungido de Dios, para esta etapa de tu vida terrestre.

¿Quieres partir conmigo hacia Alejandría?...

Se hizo un breve silencio, durante el cual Juan buscó los ojos de María.

Pero ella no recibió esa mirada, porque la tenía fija en las rosas a medio abrir que estaban entre sus manos… Parecían absorberle toda su atención, aunque en realidad era el pretexto para ocultar más fácilmente sus emociones y sus pensamientos.

Leandro comprendió el silencio de ambos jóvenes y añadió: —Todo se puede arreglar maravillosamente. María podía venir también, y si quieren sus familiares, lo mismo, pues el anciano Simónides me ha dicho que pondrá uno de los barcos de la flota que administra a disposición de los súbditos del Rey de Israel, que por una causa u otra quieran alejarse del país.

— ¿Iremos, María? —preguntó Juan tímidamente.

—Si yo no voy, ¿tú no vas? —preguntó ella levantando por fin sus ojos de las rosas que acariciaba. —Creo que no —dijo Juan… — ¿Por qué?... —No sabría de cierto por qué. Me asalta el temor de que te vayas como se van las rosas en el otoño y que cuando yo vuelva, sólo encuentre las espinas punzantes y resecas.

— ¡Señor!... —dijo ella prontamente dirigiéndose a Leandro—, ¿crees que en aquel país el alma de Juan revivirá de nuevo para ser un verdadero Apóstol del Divino Maestro? —Sí, niña, lo creo. —Entonces iré —dijo ella con gran firmeza.

— ¡Oh! —Exclamó Leandro con una mirada de triunfo—. Las rosas se van en el otoño, pero vuelven en la primavera. Las almas tienen su triste otoño que las deshoja, y su helado invierno que las consume y las seca, pero reviven de nuevo cuando el agua clara de la esperanza y el calor suave del amor, hace circular savia desde el fondo de la tierra, que sepulta su raíz hasta la más grácil ramilla que se balancea en el espacio.

— ¿Y ya no temes que te haga daño aquel clima? —volvió a preguntar Juan.

—Yo no pienso en mí, sino en ti Juan —dijo la niña—. El Apóstol de Cristo eres tú y no yo. Y siempre he creído que el objeto de mi vida era ayudarte a cumplir tu deber como Apóstol del Maestro, y si acompañándote a ese viaje, he de servir a ese fin, iré, ¡claro que iré!... Será una pequeña colaboración mía en su obra de Salvador de los hombres.

Juan y Leandro estrecharon con efusión aquellas manos pequeñas y lacias que acariciaban las rosas a medio abrir, y cosían ropas de abrigo para los niños huérfanos y los ancianos desamparados. ¡Qué bella les aparecía la pequeña María, débil, neurótica, transparente y capaz de aquella grande y firme resolución!

Leandro quiso hablar de inmediato con los jefes de familia, y viendo a Lázaro y Eleazar en la columnata que rodeaba la casa, fue hacia ellos a exponerles la situación.

Quedémonos, lector amigo, junto a Juan y María y estudiemos en los corazones de ellos nuestro propio corazón, que de seguro encontraremos puntos de contacto, que nos harán ver cómo obra el amor verdadero, y la enorme diferencia que hay entre un amor pasional, grosero y rudo; llamarada que se enciende como un volcán y se apaga en cenizas, y un amor radiante y soberano como el lucero de la mañana, que nunca se extingue en nuestro cielo, y que viene a ser estrella polar en la vida, en la muerte y más allá de la muerte!...

— ¡María!... Tú tienes un alma grande y fuerte en ese cuerpo tan débil y pequeño, y te creo capaz de perdonar. ¿Es así? —Si mi alma es grande o pequeña, no lo sé Juan, ni me he detenido nunca a pensarlo; pero capaz de perdonar sí sé que soy. Y me adelanto a decirte que ya sé quién es el que debe ser perdonado... —Y al decir así, la joven miró a Juan con una larga y tierna mirada...

—Sí, María, soy yo. ¿Quién otro podría ser? Yo soy el único que he sido capaz de hacerte sufrir con mi desaliento, con mi pesimismo y desgano de todas las cosas. No tenía más con quien desahogar mi pena que contigo, María, y fuiste tú sola la que bebiste toda la hiel que había en mi corazón.

No podía dársela a beber a mi madre, cuyo corazón estaba herido de muerte. No puedo tampoco dársela a beber a la augusta Madre de mi Maestro, porque si soy incapaz de consolarla, no debo aumentar su angustia más grande que todos nuestros dolores juntos. Y vivo disimulando ante ella el veneno que me roe el corazón.

—Pero a Ella no la engañas ni la has engañado nunca; tenlo por seguro, Juan. ¡Cuántas veces ella me ha dicho!: "Entre las tres Marías, la de Mágdalo, la de Bethania y la de Nazareth, tenemos que curar la pobre alma de nuestro Joanín, que amenaza volar antes de su hora"... No una sola vez... varias veces.

— ¿Eso te dijo la Madre?... ¿Eso te dijo?... —preguntó Juan alarmado… Creí que ella no se daba cuenta de mi estado interior, aunque muchas veces me sorprendió llorando en mi alcoba...

—¡Juan! tú olvidas que estuviste con fiebre, con delirios, con una terrible crisis que hacía temer a todos la pérdida de la razón y hasta la vida... Tu pobre madre que descansa en paz lo refería a todos.

Sabíamos que te querías arrojar al mar, con una piedra atada a los pies, y cuando te ibas a pescar, nunca te dejaban solo... ¡Oh Juan!... nos has hecho padecer a todos, pero yo sé que todos te perdonamos porque el motivo de tu incurable dolor, lo llevamos todos como una herida que no se puede curar.

—Me avergüenza pensarlo —dijo él a media voz—. ¿Por qué María, por qué he sido yo el más débil e incapaz de todos? Hasta tú, que eres endeble y delicada como un clavel del aire, has tenido fuerzas para soportar la suprema angustia de verle morir...

—Oye Juan: En los dolores irreparables, siempre hay un rayito de luz que alumbra nuestras tinieblas...

—Para mí no hubo rayito alguno —interrumpió Juan.

— ¡Déjame hablar!... No lo quisiste encontrar… debes decir, pues el rayo de luz vino para todos, seguramente porque nuestro Maestro no podía hacer injusticia alguna. Si hasta vino el rayo de luz para Judas que estaba enloquecido de horror y de espanto de él mismo ¿cómo no había de venir para ti?

Lo que pasó en ti fue lo siguiente: te encerraste en un aislamiento y soledad sin querer hablar con nadie, ni recibir consuelo de nadie. Recién ahora empiezas a ocuparte de aliviar el dolor del prójimo, y debido a eso comienzas a reaccionar. ¿No recuerdas la despedida del Maestro y lo que nos dijo y prometió esa noche fatal y gloriosa al mismo tiempo? “Si amáis como yo os amo, el Padre y Yo vendremos a vosotros y haremos nuestra morada en vuestro corazón”. ¿Cómo podría cumplirse en ti esa divina promesa, si te encerraste en ti mismo y no querías saber nada de nadie, ni te importaba nadie más que tu propio dolor?

Lázaro y Martha se ocuparon tanto y tanto de mí, que me hicieron revivir en los tres años que viví en agonía, porque mi corazón no quería seguir latiendo. Estuve como muerta dos días, hasta que el dolor de Lázaro y Martha, conmovió al Señor que me mandó de vuelta a la vida por otros años más. Y la clara visión de esos dos días, ¡no se me olvidará nunca! Es por eso Juan... querido Juan que tengo prisa de que tu alma reaccione, tienda de nuevo sus alas, y vuele por el mundo, despertando a todas aquellas almas que fueron encomendadas al Maestro y que El debe salvar.

¿No nos dijo Él, que a cada uno le dejaba una porción de almas para salvar? Y la porción tuya Juan ¿dónde está? ¡Ni siquiera te has ocupado de encontrarla!...

—Tus palabras María, van cayendo en mi espíritu como los pétalos de estas rosas que se van, y aunque caen suaves y sin ruido, pareciera que me obligan a despertar para recogerlas y guardarlas... ¡No sabes cuánto bien me hace escucharte!... Estás pensando que antes no deseaba escucharte.

—Hace rato que he pensado en eso Juan y ¡lo pensé tantas veces!...

—Déjame decirte toda la historia de mi tragedia íntima, y verás María, como en el fondo de un pozo de agua, donde había lodo y sangre en vez de agua. Y así estaba mi alma sin poder salir de ese abismo. ¿Cómo caí en él?... Ya lo verás.

La noche de la tragedia en el Huerto de Getsemaní, sufrí la más horrible sorpresa. El ver a Judas, guiando a los que venían a prender al Maestro, fue una espantosa revelación que me aturdió, casi hasta hacerme perder el sentido... ¡Cielos! ¡Tal infamia en uno de sus Doce! ¡No podía creerlo!...

Sentí a Pedro y Tomás gritar coléricos, choque de espadas y de lanzas, el Maestro atado y llevado rápidamente. Y nosotros como un montón de corderos asustados, mirando su blanca silueta que se perdía a lo lejos. Después el correr enloquecidos, sin saber a dónde, sin rumbo fijo, como infelices chicuelos sorprendidos por una piara de lobos... Nos perdimos de vista unos a otros, nos buscábamos y ninguno se encontraba... ¿qué se hizo de la gran unión y compañerismo que habíamos tenido durante más de tres años de convivir en torno al Maestro? Éramos doce hombres robustos, sanos, fuertes, algunos jóvenes y ninguno viejo incapacitado para la defensa.

¡Y los doce fuimos cobardes, incapaces, inútiles!... i y le dejamos maniatar y llevar al presidio, y cargar con su propio patíbulo, y levantarle sobre él, y morir como un malhechor!... Vi como el Príncipe Judá y el Hach- Ben-Faqui, le defendieron de la turba de esclavos y bandoleros soeces, que querían escupirle y apedrearle en el camino hacia el Calvario... y que ¡el africano cargaba con la cruz, para aliviarle a Él, que se doblaba bajo su peso!... ¡Ellos no eran de los Doce! ¡Y nosotros!... ¿qué hacíamos nosotros?...

María ¿qué hacíamos? ¡Mirarle de lejos, como embrutecidos por el miedo, por el susto, por el espanto!... ¡Hasta vosotras las mujeres llorando, desmayándose, agonizando de angustia, llegasteis hasta el pié de su patíbulo, y recibisteis las lágrimas que caían de sus ojos y la sangre que manaba de sus manos y pies!... El Scheiff Ilderín, desbandaba al populacho a empellones con su caballo; la Druidesa gala les aterrorizaba con las llamaradas rojas de cien fuegos que encendía en los barrancos... y sus Doce... sus íntimos, sus elegidos para continuar su obra redentora del mundo... ¿qué hacíamos... dónde estábamos? ¡Santo cielo! ¡Judas le había entregado!... ¡Pedro le había negado!... y todos por fin, entre los barrancos y abrojales del monte, como gamos asustados,… ¡no fuimos capaces de hacer nada por Él en aquella hora suprema de su dolor!...

¿Cómo no había de aplastarme, María… la convicción profunda de mi incapacidad, de mi nulidad, de mi torpeza, de mi absoluta nada, puesto que nada era capaz de hacer?

Cuando Él era ya muerto y el monte quedó vacío... aparecimos para ayudar a sepultarle... a gemir sobre su cadáver, a transportarle a la gruta que sería su sepulcro... Todo este desfile trágico de escenas, de sucesos, de personajes, fue pasando lentamente como las "perlas Negras engarzadas en mi collar de recuerdos”, y fue agrandándose día a día el negro abismo de la propia miseria y debilidad, hasta el punto de dejarme reducido a un muerto que anda... Si a todo esto, añadimos el terrible interrogante que me hice, la misma noche en que sepultaron al Señor: ¿Es esto el glorioso Reino de Dios que se iba a establecer en el mundo? ¡Creo que hay causa más que suficiente para que un corazón de veinte años se destrozara a pedazos, y el más negro pesimismo hiciera presa de mí!...

Se hizo entre ambos un penoso silencio… María lo rompió por fin. — ¡Comprendo bien todo esto Juan! Y… desde el principio lo había comprendido, a través de mi propio corazón. Y estoy segura que todos, quién más quién menos, hemos pasado por parecidas luchas, dudas y terribles estados de ánimo en general. Pero todos los demás han reaccionado, hasta encontrar el camino elegido, para desenvolver sus actividades como misioneros de Cristo... Hasta Judas... ¡pobre Judas!... "ha encontrado el modo de castigar su delito de ambición y deseos de grandeza, haciéndoles de criado a los leprosos de las grutas, y disputándoles a los perros hambrientos, los cadáveres de los ajusticiados, recogiéndoles del muladar para darles tranquila sepultura!...

— ¿Cómo has llegado a conocer eso María ?... —Pedro nos lo dijo en Bethania. Ha hecho más todavía: ha excavado debajo de su cabaña de piedra en Haceldama y ha formado una cripta con salida a unos barrancos inaccesibles, y en ella alimenta y oculta a los perseguidos y condenados a muerte, en memoria de su Maestro al cual entregó a la muerte, creyendo que lo entregaba para hacerlo Rey de Israel.

También para Judas, las rosas se van y sólo quedan las espinas… Para Zebeo lo mismo. Para Matheo igual... Santiago tu hermano, regó con su propia sangre el rosal del Maestro. Breve fue su camino y trágico y sangriento su fin... pero lo había encontrado y lo seguía valientemente...

—Solo falta que me digas María, que soy yo solo el retardado, que solo yo no trato de borrar mi nulidad de ayer, con mi capacidad presente...

—Te lo digo Juan,… es cierto. ¡No te ofendas por mi franqueza!... Dime ¿te importa que yo viva unos años más?... —Y los dulces ojos oscuros de la joven se clavaron fijos en el rostro de Juan.

—Sí... María... ¡me importa mucho!... ¡no quiero que te vayas detrás del Maestro y me dejes solo!... ¡Nos iremos juntos cuando suene la hora! ¡Ahora no por favor!... ¡Tengo que encontrar mi camino antes que las últimas rosas se vayan!...

María contempló un momento el frondoso rosal que cubría la glorieta y llegaba hasta el suelo cubierto de césped... — ¡Aún hay muchos capullos sin abrir!... —murmuró como hablando consigo misma—. Tienes tiempo Juan ¡si comienzas hoy mismo!...

— ¡Pues ya comienzo!... ¿Quieres ir conmigo junto a Zebeo?...

—Si la Madre te deja partir y Lázaro me lo permite a mí, ¡quiero ir a aquel país donde espero que dejes de ser cobarde!...

— ¡María! ... ¡qué dura es tu palabra y que merecida la tengo!...

—El conocer lo poco que somos, es el primer paso para llegar a ser algo —dijo Leandro presentándose de improviso en la glorieta—. He conseguido arreglar magníficamente vuestra excursión al país del Nilo… Conformidad absoluta en todos… Lázaro, Martha y María. Eleazar con su esposa y sus tres hijas. Y como aún me falta visitar al tapicero Hanani y al Castillo de Mágdalo, acaso se aumenten los viajeros, y las golondrinas galileas emigren juntas en bandada a la tierra de los Faraones.

Aquí ya lo has dicho Juan, las rosas se van con el otoño, pero en el Lago Merik las rosas de Estambul viven hasta en el invierno...

Juan comprendió el símil que hacía Leandro, entre la vida de las rosas y la vida de María, y contestó con tristeza: —Iremos allá, donde las rosas viven más largo tiempo.

María lo había comprendido también, y para ocultar sus pensamientos miraba fijamente las rosas a medio abrir que tenía entre sus manos... Por fin dijo con su vocecita apagada: —Que las rosas se vayan o se queden, no es de gran importancia. Lo que sí importa mucho Juan, es que el rosal interior de un Apóstol de Cristo, florezca siempre... ¡siempre... sin marchitarse jamás!...

33.- GOLONDRINAS GALILEAS EMIGRAN

En la apacible tarde de aquel otoño de Nazareth, Juan se acercó a Myriam, que a la sombra de los nogales tejía calzas de lana hilada y teñida por ella. Se sentó a su lado y le dijo: —Madre buena... ¿me permites ir por un tiempo a Alejandría con nuestro hermano Zebeo?

Ella le miró sonriente, antes de contestarle. —La avecilla agonizante revive y quiere tender el vuelo —dijo dejando en sus rodillas el tejido, dispuesta a la conversación iniciada por Juan.

— ¡Sí Madre!... Parece que mi alma revive, como si nuestro Señor estuviera haciendo conmigo, igual que con los inválidos a los que decía: "¡Levántate y anda!"

— ¡No lo dudes hijo mío! Él estará haciendo contigo tal como dices. Y no sé Juan como tardaste tanto, en sentir la fuerza de su amor impulsándote a vivir. Has pasado diez años como en un sepulcro, y no sabes cuánto he rogado a Él para que te volviera a la vida, como hizo con el hijo de Mirrina la viuda de Naim. Y si este viaje que proyectas, ha de ser para una reacción completa, claro está que mi corazón te deja partir, pues me imagino que ha sonado para ti el "Levántate y anda" con que mi Hijo hacía andar a los que vivían tendidos en una piel de cabra o en una silla de ruedas.

—Irá también Lázaro con Martha y María, y no sé si algunos más... Esperamos ver allí también a Matheo, que hay noticia de que vuelve de Etiopía y se ha detenido en Estambul, desde donde subirá hasta Alejandría.

¡Madre!...; ¿Tú no querrías ir también allá?... El viaje es corto y no ofrece peligro alguno. Nuestro gran amigo Simónides nos pone un barco a disposición.

— ¡Oh no, Juan... eso no! Os veo contenta correr a vosotros por todo el mundo, pues Él lo quería así; pero yo hijo mío... yo soy como la vieja lámpara de este hogar que fue su hogar, y donde El me dejó; quiero vivir y apagarme aquí mismo, como se apaga una luz que ha consumido todo el aceite. Podéis ir todos muy tranquilos que cuando volváis, aquí mismo me encontraréis. Mi Jhosep me ha dicho en sueños que él está encargado de avisarme cuando se acerque la hora de la partida, para que tornéis todos a mi lado a despedirme... No es todavía hijo, no te alarmes... Aún encenderé muchas veces la lámpara que alumbra el camino por donde siempre le espera mi corazón, aún sabiendo que no vendrá... Mi gozo es hacerle ver que le espero... ¡que le espero siempre!

—Aunque es verdad que he estado como un muerto que anda, no olvido Madre mi promesa de vivir en tu hogar, hasta el último día de tu vida en la tierra. Es lo único que estoy seguro de cumplir. Iré a Alejandría y volveré a tu lado, no para aumentar tu pena como hasta ahora, sino para ser tu fortaleza y tu alegría en los últimos años de tu vida. Y cuando vueles al Reino de Dios... ¡Oh Madre!...

—No me iré Jhoanin... pequeño Jhoanin… hasta que te vea fuerte y seguro en tu camino de Apóstol del Verbo de Dios... Me parece verte aún, el día que llegaste a la vida en el ruinoso Santuario de Silos hace treinta y un años. ¡Quién nos había de decir Jhoanin en aquel entonces, que todos los que estaban con nosotros, habían de partir al eterno descanso, dejándonos en soledad a ti y a mí a llorar juntos la larga ausencia de los amados!

¿Cómo había yo de pensar que ese chiquitín rubio que nacía en las ruinas del viejo Santuario de las glorias de Samuel, sería un día mi compañero de soledad?

Te doy pues mi permiso y mandaré contigo grandes bendiciones para los hijos ausentes tan amados de El... y también de mi corazón, Matheo y Zebeo, a quienes mi Hijo gustaba de llamarles Leví y Nataniel, rememorando los nombres de sus padres que fueron tan siervos de Dios y del prójimo. Ambos habían sido Terapeutas Esenios del Tabor, hasta que ya en la edad madura tomaron esposas elegidas entre las doncellas coristas del Santuario.

—Parece que en el país del Nilo les conocen por Zebeo y Matheo de Palestina simplemente y los creen hermanos consanguíneos— añadió Juan.

La aparición de Jaime y Leandro acompañados de Lázaro interrumpió la conversación. —La paz sea con vosotros —dijo Lázaro—. Madre Myriam parece que volamos lejos... —Ya lo sé y estoy contenta de ello; ¿sabes por qué?

—Todos sabemos por qué —contestó Jaime—. Los pajarillos débiles se agostan en nuestra tierra y bueno es que busquen climas serenos. —Es verdad —afirmó Lázaro—. Nuestra pequeña María no recobra fuerzas… Este hermano extranjero cree que viendo otros horizontes volvería a ella el deseo de vivir, con lo cual ganaría mucho su organismo físico. Y vamos a probar.

—Está bien pensado —dijo Myriam—. Es indudable que hay un penoso ambiente de tristeza en nuestra tierra, que se hace más y más notorio cada día. Las llamas del odio encendido en el Templo que fue siempre Santuario de consolación y de paz para todo buen israelita, no puede menos que extender sus reflejos por todo país.

Nuestro santo Templo se ha convertido en cámara de torturas y de muerte. Es espantoso pensarlo, las santas viudas y las vírgenes han huido espantadas desde la retirada de los Sacerdotes que eran Esenios. Una de ellas originaria de Nazareth, ya anciana y que fue compañera mía en mi juventud lejana, vino a verme de paso a la Cabaña de las Abuelas en el Tabor donde se ha refugiado.

Ya no es sólo sangre de animales la que corre en el Santo Templo sino también de seres humanos. Los sagrados claustros han sido manchados con sangre de hermanos.

El odio ha separado a los que antes comían a la misma mesa. Desde que un vástago del viejo Heredes se apoderó del trono, estamos peor que con los gobernadores romanos. No sé, hacia que desventurado abismo corre este país.

—Nuestra Tierra de Promisión —añadió Jaime— se ha tornado en tierra de maldición.

—Hay una inexorable Ley de transformación evolutiva —dijo Leandro— y ella se cumple en los pueblos, en los países, en los continentes y en los mundos, como igualmente en los seres que los habitan.

A mi modo de ver, vuestro país está pasando por uno de esos estados. De aquí a tres días venerable señora, partimos de vuestro país a las riberas del Nilo, donde por hoy se puede vivir en paz.

Nos detendremos sólo un día en Jerusalén de visita de despedida; y otro viajando a Joppe, donde nos espera el barco que nos llevará al país de los Faraones.

—Todos estos que tú llevas de mi lado, son mis hijos —continuó Myriam— y me fueron dejados en herencia por ese gran Hijo que desapareció de nuestro horizonte, como el sol se esfuma en el ocaso. Espero que me los devolváis sanos y salvos, con las almas llenas de esperanza y de fe.

—Vuestras palabras son santas, y han de cumplirse en todo su alcance —le contestó Leandro… Tenía él un documento firmado por el Albacea de Egipto, representante del Gobierno Romano y que estaba en buenas relaciones diplomáticas con Herodes Agripa. Esto y la secreta amistad que el oro de Simónides alimentaba con los funcionarios romanos de Jerusalén, daría a los viajeros todas las facilidades necesarias para salir del país sin que nadie les molestara.

En esta reunión familiar estaban, cuando llegó Boanerges, el joven trovador del Castillo de Mágdalo donde estuvieran Leandro y Ahmed el día anterior.

María les había recibido afablemente, aunque el psicólogo Leandro descubrió en ella una angustiosa desolación interior, que se transmitía viva y cortante como un puñal agudo que llevara clavado en el corazón. En nombre de Zebeo, le había manifestado su invitación para ir a Egipto, si había de encontrar placer en ello; pero ella había rehusado salir de su retiro de Mágdalo.

—Aún es demasiado pronto para buscar una nueva vida en el olvido —había contestado ella—. Diríase que los grandes dolores, celebran con el alma que los sufre, un desposorio eterno que la sigue hasta más allá de la muerte…El alma se resiste a todo consuelo, y si alguno hay para ella, es el de seguir padeciendo ese mismo dolor.

Un viaje a países desconocidos acaso me traería el olvido. Y mi corazón no quiere olvidar. Buscando menguar ese dolor, que a Leandro le hacía daño, le había dicho que su gran amor a un ser que era un resplandor de la divinidad misma, debía hacerle sentir su presencia en todo cuanto le rodeaba.

—"Esa divina presencia está en vos misma y encontrándola allí, como perpetua posesión vuestra, el alma se aquieta y no la busca más en el mundo exterior".

Pero aquella mujer había encontrado el supremo ideal de su amor en el Profeta Nazareno al que había ungido con perfumes y ofrecido el incienso ardiente de su adoración profunda, no había subido aún el sagrado altar de todas las renunciaciones, y no podía sentir en el fondo de su alma la invisible presencia de su amor Divinizado. Era demasiado pronto aún, para que ella comprendiera y sintiera, eternamente vivo, al ideal divino que la había hechizado.

Leandro comprendió perfectamente el estado de alma de aquella mujer y le dijo al despedirse de ella: —"Las heridas de amor, solo las cura el amor… Seguid amándole señora y el amor le hará vivir para vos". —Gracias —le contestó ella—, es eso lo único que comprendo.

Leandro había visitado también la casa de Hanani el tapicero y encontró duelo en la familia. Había fallecido su esposa y esto le traía complicaciones y problemas que hacían allí indispensable su presencia y que sólo él podía solucionar.

Dijimos, que la reunión familiar en el huerto de Nazareth, fue interrumpida por la llegada de Boanerges, el trovador del Castillo de Mágdalo, que solicitó hablar con el mensajero de Zebeo, Leandro de Caria. Este se levantó enseguida y le guió a la glorieta del rosal té, que era como un santuario pequeño, con suaves penumbras y un cálido ambiente propicio a las confidencias.

—Yo parto contigo —fue la frase inicial del joven poeta y músico que durante tantos años hiciera con su lira y con sus versos el encanto espiritual del viejo castillo.

— ¡Muy bien amigo! Me place tu resolución —le contestó Leandro—. ¿Puedo saber a qué se debe el cambio de resolución? Ayer no estabas dispuesto a partir.

—Me dispuse anoche —contestó Boanerges—. La señora del Castillo ha tenido grandes bondades conmigo en los diez y seis años que he vivido allí, tal como si hubiera sido un hermano menor, al cual debía ella protección y amparo. No podía dejarla sola con el inmenso dolor que va consumiendo su vida lentamente.

Es verdad que tiene amistades y servidumbre que la rodean con amor, pero mi laúd y mis canciones formaban parte de su vida solitaria, y no creí justo privarla de ese pobre consuelo, por el placer mío de viajar al extranjero.

Y me había resignado a seguir sufriendo la agonía de vivir tan cerca, viéndola todos los días y retorciendo mi corazón que se quejaba en lo hondo de mi pecho... Pero ella misma me aconseja que parta contigo...

Leandro oyó, pensó y guardó un rato de silencio.

— ¿Puedo saber la edad que tienes?

—Veintinueve años, ¿qué falta hace saber la edad para viajar contigo?

—Para viajar, no hace falta, pero sí necesito saberlo para comprender lo que me acabas de decir — contestó Leandro-. Me has explicado las grandes bondades que tuvo para ti la castellana de Mágdalo, dándote el trato de un hermano, siendo que sólo eras un servidor... Luego añades que estabas resignado a continuar sufriendo el tormento de vivir a su lado, viéndola y debiendo retorcer tu corazón...

—Si ignorando tú mi tragedia interior, puedes aceptarme como compañero de viaje, lo agradeceré inmensamente... Acaso un día... allá en tierra extranjera pueda confiarme a ti. En catorce años de guardar un secreto, se ha hecho carne en mi corazón y no sale de allí con facilidad… Perdóname...

—Lo comprendo muy bien amigo, síguelo guardando hasta que tu joven corazón necesite descargarse de él; en mí tienes un amigo verdadero, y más aún; me atrevo a decir un hermano mayor. Voy viendo que en esta tierra las almas son silenciosas, concentradas y calientes... muy valientes para la inmolación de sí mismas, para la renunciación, para el sacrificio... Acaso por esto, el Avatar Divino eligió esta tierra para vivir su vida de hombre.

—Traigo aquí el dinero para mi viaje —y alargó a Leandro un bolso pequeño de seda púrpura. —Guárdate tu dinero, que el viaje de los súbditos del Rey de Israel, según el anciano Simónides, se carga al tesoro del Rey...

—La señora ofrece la carroza grande del Castillo, porque sabe que viajan mujeres y entre ellas la pequeña María que es muy delicada —dijo Boanerges.

—Es verdad y te ruego darle las gracias de mi parte y en nombre de todos los viajeros.

—Así lo haré ¿cuándo partimos de aquí?

—Mañana a la segunda hora, o sea antes del mediodía. Se unieron a los demás viajeros bajo la sombra de los nogales y Boanerges dijo en alta voz:

—También yo doy un vuelo hacia el país del Nilo.

— ¿Tú ?... —interrogó la pequeña María—. ¡Y lo dices casi llorando!

—Es otra golondrina enferma que busca curarse en lejanos climas — dijo el tío Jaime, mirando afectuosamente al joven.

— ¿Qué hará el Castillo de Mágdalo sin trovador? —preguntó tiernamente la venerable señora, como la llamaba Leandro, y al mismo tiempo hacía ella señal de que se acercase Boanerges. El se acercó y dobló una rodilla en tierra, para quedar a la altura de ella, sentada en su silloncito de junco.

—Dirás a María que también yo quedo sin mi Jhoanin y que quiero que unamos nuestras soledades, que se van haciendo cada día más grandes. La mano maternal de Myriam acarició la cabeza castaña de Boanerges diciéndole como siempre—: Te bendigo en su Nombre hijo mío. El joven besó aquella suave mano que le bendecía y antes de alejarse dijo: —La señora se despide por intermedio mío de los viajeros, porque no se encuentra con ánimo de hacerlo personalmente. —Y dicho así se alejó.

—Ya lo suponía —observó Lázaro—, cuando no contestó a mi anuncio de visitarla. —Así pasan los años —observó Myriam—, ¡ese corazón no revive más!

—Desde hace diez años, esta es la tierra de los corazones muertos —dijo el tío Jaime—. ¡Oh Jeshua... Jeshua!... ¡Seguramente nunca pensaste dejar tras de ti un surco de dolor tan profundo! —Se hizo un gran silencio.

Un pálido sol de otoño se hundía detrás de las colinas lejanas y un ruiseñor desgranaba las perlas de cristal de su gorjeo melancólico, desde lo alto del cedro, mientras las bulliciosas alondras buscaban en los nogales el tibio refugio de los nidos.

A la mañana siguiente, a la segunda hora, salían de Nazareth nuestros viajeros, con rumbo al sur por el trillado camino de las caravanas. Lázaro y las mujeres viajaban en carroza; de las pesadas y grandes carrozas usadas en aquel tiempo para largos viajes de ancianos, mujeres y niños; y Leandro, Juan, Boanerges y Ahmed a caballo, le hacían escolta.

Cuando vieron de lejos los formidables muros de Jerusalén, Juan perdió el aspecto de infantil alegría que le había animado desde la salida de Nazareth. — ¡Cuanto daría —dijo deteniendo su caballo—, por no traspasar la puerta de esa ciudad de muertes y de odio!...

—No entres —le contestó de inmediato Leandro—. ¿Qué necesidad tienes de atormentarte así?

—Puedes esperarnos en la posada "Domus Áurea" que está en el Valle del Hinon y que guarda la salida de los almacenes de la Santa Alianza, en el subterráneo de la Fortaleza del Rey Jebuz. ¿No lo recuerdas Juan? —Y al decir así Ahmed, acercó su caballo al de Juan, que se había puesto intensamente pálido. — ¿Qué he de saber de posada "Domus Áurea” si desde que se fue el Maestro no volví a Jerusalén?

—Pues hace varios años que nuestro Jefe Simónides instaló esta posada, que en sus bodegas oculta la salida de la fortaleza subterránea. Fue mi primer hogar en esta tierra, mi segunda patria, cuando el Señor nos trajo del Monte Hor y nos distribuyó como pajarillos huérfanos entre sus amigos de Jerusalén.

—Empiezo a vivir ahora, y no debe sorprenderte mi ignorancia sobre este particular —le contestó Juan. Ahmed dio las órdenes al mayoral de la carroza para que con Leandro y Boanerges entraran a la ciudad por la puerta de Sión y fueran directamente al palacio Ithamar y él y Juan se apartaron por el camino de las canteras al norte de la ciudad, dirigiéndose al Valle Hinon profundo y sombrío al pié del Monte Sión que sostenía como ciclópeo pedestal a la ciudad de David y Salomón. Al llegar a un pintoresco cerro cubierto de higueras, de encinas enanas y de amarillentas vides, Ahmed hizo alto para señalarle a Juan un punto determinado.

—Allí está la Gruta de Jeremías donde el Señor nuestro, acudía algunas veces y donde habitó tu hermano Santiago los diez años de su apostolado en Jerusalén... ¿Quieres que lleguemos allí a orar un momento? —Sí —dijo Juan—. Vamos... Y dejando el trillado camino se desviaron un poco hacia el sur. Conservaba el aspecto de un sitio salvaje y poco frecuentado en los alrededores.

—Todo este cerro y la campiña que le rodea —dijo Ahmed, es propiedad de Helena de Adiabenes, la viuda del rey Abenerig, que tiene ahora su palacio en Jerusalén y ha restaurado las Tumbas de los Reyes que están dentro de sus tierras administradas por nosotros, bajo las órdenes de Simónides. Yo vengo por aquí con frecuencia y más allá por los olivares del príncipe Jeshua, en la época de la cosecha. También Simónides administra a su viuda y a sus hijos, que hoy residen en el golfo de Nápoles, en Gaeta.

—Este buen Simónides, es el genio del comercio honrado, como decía nuestro Maestro —observó Juan—, y me asombra su energía a los noventa años de vida.

—Efectivamente es admirable. Me ha tomado gran confianza, por lo cual me obliga a venir de Joppe dos veces al mes para ponerme al tanto de toda su vasta red de los negocios a su cargo, a fin de que cuando él falte de este mundo, podamos sucederle con ventaja entre los diez muchachos que el Señor puso bajo sus órdenes, cuando el Príncipe Melchor nos entregó bajo su tutela en Monte Hor. Después de la tragedia del

Gólgota fuimos bautizados por el apóstol Pedro y adoptamos nombres romanos, cuando el príncipe Judá consiguió para nosotros carta de ciudadanía romana. Mi nombre romano es Marció de Astrea. A todos nos ha sido dado como apellido el nombre de las Villas que están entre las posesiones del príncipe Judá en el Lacio.

—Antes —dijo Juan— éramos tan enemigos de Roma y de todo lo que fuera romano y la triste realidad de hoy nos lleva a buscar seguridad y protección en Roma, porque los enemigos están en casa. ¡Cuán triste es todo esto Ahmed!

—Es así para ti, que no has salido aún de tu tierra natal, pero para los que hemos recorrido un poco de mundo la cuestión cambia mucho. Para los que recibimos la educación espiritual del Príncipe Melchor y después del Cristo Ungido de Dios no hay ni debe haber preferencias para ningún país.

—Es verdad —dijo Juan— y es también lógico, puesto que la eterna ley de las existencias múltiples nos hace habitantes de diversas regiones de la Tierra ¡Oh!... el Maestro cambió para nosotros la faz de la tierra, trazó nuevos caminos, enderezó los viejos, y abrió uno breve y luminoso desde la tierra a su Reino Eterno.

Se desmontaron en la espesura del bosque de higueras y encinas que escondían la Gruta de Jeremías. Al penetrar en ella por la rústica puertecilla de troncos que ya conoce el lector de "Arpas Eternas" la emoción de los recuerdos asaltó a Juan, tan intensamente, que a un paso de la entrada cayó de rodillas y se dobló con la frente sobre el pavimento de tosca piedra.

¡Las veces que había estado allí mismo con su Maestro, con Pedro, Zebeo, Andrés y Matheo, o todos juntos los Doce, después de haber asistido a las ceremonias del Templo, en las fiestas reglamentarias! ¡Y ahora, sólo con un extranjero y en momentos que huía de la patria ensangrentada por los odios y ardiendo en discordias y tiranías, su alma sensitiva en extremo, sentía como si algo muy profundo se arrancara de su pecho!...

Ahmed fue abriendo puertecitas interiores, que daban paso a compartimientos que Juan no conocía. —Esta fue la habitación de tu hermano Santiago —díjole el árabe abriendo otra puerta más interior—. Está como él la dejó. Desde la puerta Juan la recorrió con la mirada. Una túnica roja estaba sobre el lecho y el libro de los salmos.

—Dejo el mío y tomo el suyo —dijo Juan— cambiando su libro por el de su hermano. Así tendré un recuerdo suyo. —Esto fue transformado poco después de la muerte del Señor.

Nuestro Jefe Simónides no se deja sorprender por los acontecimientos y allí donde él puede poner la mano y preparar refugios seguros para los que se vean perseguidos, no lo retarda un momento. Y antes de cumplirse un año de aquella gran tragedia, hizo ampliar estas grutas y en distintos lugares alrededor de Jerusalén hizo refugios como éste, que son ocultas y cómodas viviendas hasta para familias enteras.

Llegaron al pequeño Santuario, donde años antes había orado el Maestro, los ancianos Esenios que solían acompañarle en su juventud, los Doce íntimos suyos, cuando convivía con ellos, y por fin su propio hermano el mártir Santiago que habitó aquellas grutas durante diez años consecutivos.

Las flores de las ánforas estaban marchitas, los pebeteros apagados, los cirios a mitad consumidos. Sólo ardía una gran lámpara de aceite colgada de la techumbre ante las Tablas de la Ley y los Libros de los Profetas.

— ¡He aquí lo único que vive! —Exclamó Juan—. ;. Quién la enciende?

—Un terapeuta esenio que cuida de los leprosos y que viene aquí cada tres días a renovar el aceite. Se hizo un profundo silencio, que pareció poblarse de suaves presencias invisibles que acompañasen a los vivos en la melodía sin notas de la adoración y la plegaria.

—Parece que me despido de todos estos lugares que tan amados me fueron —dijo Juan cuando salían de las grutas. —Apresuremos la marcha —dijo el árabe— porque nuestros compañeros ya estarán en el palacio Ithamar.

Sus buenas cabalgaduras les llevaron en breve tiempo a través del bosque de sicómoros que sombreaban, el profundo valle del Hinon, a la posada Doinus Áurea que daba entrada a la Sede Central de la Santa Alianza en Jerusalén.

En aquella gran sala subterránea que parecía la sala hipóstila de un templo egipcio, según la calificara el Maestro en aquella gran Asamblea de su inauguración, Juan encontró a dos antiguos amigos: a aquel Santiaguito de los años adolescentes del Maestro, y a Helio el ex-giboso curado por Él en un arrabal de

Antioquía, quienes eran los guardianes y escribas de aquel gran local donde los mendigos de Jerusalén dejaron de ser mendigos, desde que el Soberano Rey de Israel fundara la Santa Alianza… esa vasta Institución de socorros y ayuda mutua.

A mitad de la tarde llegó el anciano Simónides, llevado en litera para economizar fuerzas según él decía. ¡Oh pajarillo enfermo! — Le dijo a Juan abrazándolo con ternura de padre—. No quería que partieras sin verte y a eso he venido. ¡No quieres ver Jerusalén, porque el recuerdo te consume la vida! ¡No tienes, pobrecillo, la corteza dura de este viejo que resiste todas las tempestades!

Seguramente estás apenado porque te faltan tus padres y ahora también tú hermano mayor; pero yo te haré ver que nuestro Rey Inmortal te ha dado tanto como has perdido. Te ha dado por madre a su propia madre, y si quieres, un padre inamovible y duro como un cedro viejo arraigado en la peña, aquí me tienes a mí a quien no arrastran ni veinte yuntas de bueyes, cuando yo no quiero moverme.

Juan estaba tan conmovido que no podía pronunciar palabra.

—Es grande mi agradecimiento al Maestro —dijo por fin cuando pudo hablar— por los padres que pone junto a mí en la soledad; pero valgo tan poco que mucho temo defraudar a los que así me aman sin merecerlo.

— ¡Hombre! eres el Benjamín de nuestro Soberano Rey—dijo el anciano— y tal como es hijo del Patriarca Jacob, podemos pensar que tu papel en la vida sea dejarte amar hasta que el amor te haga fuerte y Vigoroso, para honra y gloria del Maestro que te eligió. ¡No te apesadumbres por eso!,… que cuando sea la hora ya te crecerán las alas y ¡quién sabe si no volarás más alto que los demás!...

Como ya sabes… que yo soy el administrador de los tesoros de nuestro Rey, aquí tienes lo que Él te asigna como renta anual, para tus necesidades en tierra extranjera. Y le alargó un bolsillo de seda azul con monedas de oro. Es moneda romana que te sirve en todos los países donde reina la loba,… ¡Oh la loba romana! ¡me la comería cruda con su César y sus legiones, si pudiera comer carne de animal inmundo!..., pero el amor de mi Rey Eterno me obliga a morderme yo mismo, a fin de proteger a los que El ama y ha dejado a mi cuidado!...

¡Toma hijo… toma! ¡Que no soy yo quien te lo da sino El! ¿Vas a despreciar su don? Juan ya no resistió más y ahogando un hondo sollozo se abrazó del anciano y rompió a llorar como un niño.

El viejo se sintió de verdad padre y abuelo, y estrechó la rubia cabeza de Juan sobre su viejo corazón que creyó abrazar en ese instante la adorada cabeza de su Rey de Israel.

Dos días después, el hermoso velero blanco Quintus Arrius soltaba amarras en el puerto de Joppe y se hacía a la vela rumbo al occidente. Se habían aunado a los viajeros galileos, los diáconos Felipe, Nicanor con Odín o Policarpo que era ya un apuesto jovenzuelo y la pobrecita Rhoda, otra avecilla enferma de tristeza que buscaba paz y consuelo en las tierras que baña el Nilo.

Continuará…

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