21 de mayo de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 5

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

Nebai entró al final… llevando de la mano a Diana, cubierta con los blancos velos ordenados por la costumbre y coronada de mirtos y de rosas.

En el guardarropa de la mansión del celebrado Duunviro Quintus Arrius, que había entregado a Roma los trofeos de cien victorias sobre los piratas del Mar Egeo, había lujosas vestiduras para los actos solemnes en la vida de un romano ilustre.

Y Judá había obsequiado espléndidos trajes de ceremonia a Marcelo, Demetrio, Gimel su Escriba y

Aquiles, Capitán del Fidelis. Y… cuando todo resplandecía como un cortejo real, Judá con honda emoción que quebraba su voz en un sollozo, les dijo: —Más que un príncipe judío y un Tribuno Romano, jefe de esta casa, soy un sacerdote del amor del Cristo Hijo de Dios, y vosotros me vais a permitir, vestir la túnica azul de Jeshua de Nazareth, para consagrar el desposorio del Tribuno Lucio Marcelo Galion con Diana de Paozuoli.

Nebai dio las primeras palmadas, de un aplauso que resonó jubilosamente bajo el artesonado de plata y ébano del Tablinum de la Villa Astrea.

Y el mago del recuerdo, esbozó en todas las mentes y en el éter sereno de aquel ambiente empapado de amor, la dulce imagen de Jeshua, tan fuertemente evocado, mientras dos hilos de lágrimas corrían por el hermoso rostro de Judá… cuando uniendo las manos de Diana y Marcelo, decía:

"Tribuno Lucio Marcelo Galion: En nombre de la Justicia, de la Ley Romana y del Amor de Jeshua de

Nazareth, Hijo de Dios Vivo, te entrego como esposa única, para toda la vida a Diana de Paozuoli; hija del General Livio Galo y de Paula de Capua."

¡Un hosanna jubiloso resonó como una clarinada! Marcelo se abrazó a Judá y los sollozos de aquellos dos hombres jóvenes y fuertes conmovieron hondamente a toda aquella multitud. Marcelo creía abrazar al mismo Profeta Mártir, al cual había visto por primera y última vez, de pié sobre el Gólgota, cuando le quitaban aquella misma túnica para tenderle sobre la cruz.

Entre sollozos y con frases entrecortadas… Nebai explicaba a Diana lo que significaba para ellos aquella túnica azul, que el día de su muerte había vestido aquel Hombre de Dios, al cual el esclavo Demetrio le había hecho amar sin conocerlo, nada más que por las obras de amor realizadas por Él en todos los días de su vida y en todos los pueblos por donde había pasado.

Y… mientras que en la Villa Astrea se celebraba el fastuoso acontecimiento, la Emperatriz Julia y su nieto Calígula, presas de terrible cólera por haber sido burlados en sus delictuosos deseos, soltaban sus lebreles de caza en busca de la fugitiva.

El fuerte cordel tejido pacientemente por Demetrio, que había estudiado y medido día por día al pié del acantilado, aparecía allí fuertemente atado al último pino, lo cual demostraba que por esa costa del mar había huido Diana de su cautiverio.

Se interrogó a los pescadores, juzgando que ellos por dinero hubieran cooperado a la fuga; pero allí estaban todos los botes y todos sus dueños recogiendo sus redes a la primera luz de la madrugada.

Primeramente, les ofrecieron azotes a todos cuantos pescaban en esa costa de la Isla. Los infelices, temblando de miedo, juraban por todos los dioses del Imperio que nada habían visto ni sentido, puesto que al caer la noche tendían sus redes y se retiraban a sus chozas, situadas en la bahía sur de la Isla, donde la costa bajaba al nivel del mar…

Después, les ofrecieron dinero si delataban a los autores de la fuga de Diana. Por fin, un grumete declaró que un esclavo griego que pescaba con anzuelo, muchas veces le había comprado cáñamo a cambio de ricos manjares y cintas que una esclava le arrojaba desde la avenida de los pinos. Y que el cordel que aparecía pendiendo sobre el mar había sido tejido por él.

Las esclavas del servicio inmediato de Diana fueron interrogadas y amenazadas. Se vio que faltaba una de ellas, Rhode la griega. Ella debía ser la culpable y habría huido con Diana.

Calígula… quería desahogar su ira de leopardo burlado en las infelices esclavas, en los centinelas, en los pescadores y hasta en los flamencos y garzas de los jardines, que no habían dado graznidos de alarma, cuando así se burlaba la suprema autoridad imperial.

Pero su augusta abuela, que estaba muy a gusto con su servidumbre y que no gustaba oír gritos de dolor, le convenció de que la joven doncella no valía ni la más ligera de sus rabietas y que ya le traería ella la más hermosa princesa del mundo, que le llevara en dote, tanto oro, como para hacerle un establo del precioso metal a su caballo Cincinato, al cual su primer acto de Emperador había sido darle el título de cónsul.

Volvió de este modo la calma en la residencia imperial, pero Rhode, la infeliz esclava que por amor a

Demetrio protegió la fuga de Diana, se hallaba oculta en una estrecha gruta de la costa norte de la Isla, a donde Demetrio le había aconsejado huir, en caso de verse en peligro. Había acompañado a Diana hasta el momento de comenzar el descenso por el cordel, y con un pequeño fardo de ropa a la espalda y un saquillo de pan y frutas, había huido a esconderse en el refugio a donde estaba segura que Demetrio la buscaría.

Y éste cuando vio que su amo estaba seguro y feliz, se le acercó al día siguiente y le dijo: -Señor, he cumplido con mi deber, velando por la honra de tu prometida que ahora es tu esposa. Tu esclavo tiene también un corazón dentro del pecho y ha dejado su amor en la Isla de Capri. Si ella ha logrado escapar del castigo, que seguramente habrán dado a toda la servidumbre, estará oculta en una gruta que yo he descubierto y le he señalado. Te pido tres días para ir en su busca y cuando haya vuelto con ella aceptaré la libertad que me tienes prometida

Marcelo… conmovido le tendió su mano y le dijo: — Sí, amigo mío, tienes mi permiso y cuanto necesites para salvar a tu novia. —Iré por tierra desde aquí hasta Arpiño, donde alquilaré un asno que me lleve hasta Nápoles.

— ¿Y una vez allí qué harás? —preguntó Marcelo. —Cualquier pescador me cruzará hasta la costa norte de la Isla, donde creo que encontraré a Rhode.

Marcelo le entrego un bolso con monedas y después de despedirse de Diana y demás compañeros de tragedia, quiso apretar en su pecho la túnica azul, en la cual él había encontrado la extraordinaria lucidez, serenidad y fuerza con que obraba en todo momento.

—A mi vuelta te recogeré —le había dicho al Príncipe Judá. Por ahora sois vosotros los dueños de mi tesoro.

12.- JUNTO AL FUEGO DE NAZARETH

Con la misma velocidad con que va el pensamiento en un instante a enormes distancias, podemos ir nosotros, amigo lector, desde la riente costa de Italia, hasta la orilla oriental del Mediterráneo, a las tierras de larga historia donde cantó Salomón a Zulemita la pastora y amó a Saba, la heroína, Reina de Etiopía.

¡Oh! el pensamiento,… ala blanca ultra poderosa, con que el Eterno Creador, dotó a la divina Psiquis de la criatura humana, cautiva en la materia, del inestimable tesoro que a veinte siglos de la iniciación de la Era Cristiana, aún no aprendió a utilizarlo en beneficio propio y de toda la humanidad.

Y en aquellas tierras, que desde la hora de Moisés habían sido escenario de sangrientas luchas fratricidas, y de incontables infamias y delitos, buscamos una dulce fontana de serenas aguas, un tranquilo huerto donde se arrullan las palomas y gorjean las alondras al amanecer.

"Nazareth de los mirlos azules,

"De dulce trinar...

"De las tardes posadas qué inundan

"¡Las almas de paz!"...

- ¡Estrofa cantada por un místico bardo del siglo II y que describe en breves frases llenas de suaves armonías, lo que era la tranquila ciudad nazarena, designada por la Ley Divina para morada hogareña del Mesías anunciado por los profetas.

Allí continuaba residiendo Myriam… la madre heroica,… la Mater Admirábilius…, cantada tan fervorosamente por sus amadores latinos. El soberano amor del Hijo excelso, había dejado sobre ella y alrededor de ella, ese maravilloso resplandor de oro y luz que invisible e impalpable, rodea y envuelve a las grandes almas que han atesorado en sí mismas, por una larga evolución, cuanta belleza puede conquistar el espíritu humano, en el transcurso de los siglos y de las edades.

Diríase… que todos los grandes amores, conquistados por el Hijo, fueron como absorbidos por aquella dulce y silenciosa mujer, la de los ojos de avellanas mojados de rocío, la de las manos de tórtolas corriendo sobre el telar, la que llevaba en el alma tesoros inagotables de paz, de ternura, de abnegación sin límite ni medida...

Un medio siglo de vida había pasado sobre ella, y a esa edad, en el oriente, de ordinario la mujer aparece agotada, marchita, con una energía pobre que apenas si le da fuerzas para soportar su propia vida.

Pero,… como encierra una gran verdad, que el físico es un claro reflejo del alma que lo anima, podría decirse que los años no se atrevieron a grabar en aquel cuerpo de santa, las duras señales de su paso por ella. ¿Quién no hubiera pensado, que los enormes padecimientos sufridos, destrozarían hasta aniquilarla, aquella endeble materia física en que realizaba Myriam esa etapa de su vida eterna?

Su infancia feliz y dichosa, entre los rosales de Jericó, fue bien breve por cierto, pues en plena adolescencia, vio deshecho el nido paterno por la muerte prematura de Ana, su madre, cuya endeble naturaleza hizo quizá un esfuerzo supremo, para dar a este mundo otra vida a cambio de la suya, que pronto debía extinguirse.

Fue sin duda, el primer dolor que sorprendió el alma de Myriam, niña todavía, que en los umbrales desconocidos de la vida, se vio de pronto sin aquella sombra dulce y fiel que viera siempre a su lado desde el despertar en la cuna.

La austera y taciturna personalidad de su padre, no podía nunca llenar el vacío dejado en su horizonte por aquella estrella serena de su niñez, la madre dulce y buena que le había enseñado todo cuanto sabía con inaudita premura, como si su corazón maternal presintiera que pronto dejaría sola en la vida aquella blanca flor exótica aparecida en su jardín, aquella silenciosa ave del paraíso que Jehová dejó bajar a su tejado...

Y también Joaquín…su anciano padre, dejó vacío su lugar en el hogar y ya eran dos, las sepulturas que guardaba Myriam en una gruta de las verdeantes colinas de Jericó.

La desolada tristeza del nido deshecho, pudo llenar de helado pesimismo el alma pura de la adolescente y romper de un golpe, las cuerdas doradas de su cítara creadora de armonías y de salmos... los místicos salmos de Myriam que entrelazaron su ritmo al rumor de las palmeras y los rosales de Jericó.

Del solitario nido deshecho, la huérfana avecilla voló a las austeras penumbras del claustro sagrado, donde otras aves solitarias, las viudas de Israel, servían de amparo a su doliente orfandad.

Y… cuando unas nupcias no buscadas… sino, inesperadamente encontradas, cubrieron de azahares y rosas blancas su frente casta, la virgen de Jericó, pulsaba su laúd de acentos jubilosos y su alma se transformaba en un himno cálido y tierno, ante la belleza del nido nuevo que la vida brindaba a la ternura de su corazón.

La gloria de un hijo ciñó su frente con la aureola augusta de la maternidad y algo así como un desbordamiento de estrellas, fue para Myriam su nido de Nazareth. Pero ella había venido para los grandes martirios del alma; y el dolor, ese incansable hachador que va echando a tierra uno por uno los árboles de nuestro camino, tronchó también los que daban sombra y frescura a los pasos serenos y callados de Myriam sobre la tierra.

Primero, el místico y dulce Jhosuelín… para quien su alma había tenido los más tiernos mimos de madre; luego Jhosep… el gran compañero que adivinaba sus pensamientos y era hábil piloto para llevar su barquilla por suaves corrientes y…por fin…aquel hijo, su gloria, su luz, y su amor... ¡su grande y único amor!

¡Oh cielos!... también ese joven árbol de su huerto solitario había sido tronchado cruelmente, inhumanamente, dejando su corazón deshecho, su vida sin vida... su pobre alma sin luz, sin calor, sin una mísera flor en su senda de guijarros y de espinas... sin una sola estrella que diera luz al árido y hosco camino de su vida.

¡Ella… había venido para los grandes martirios del alma!... ¡para ver secarse todos los rincones de su huerto, secarse todas las fuentes y apagarse en sollozos todas las armonías del hogar, de la familia, de la vida! ¡Había venido para los grandes martirios del alma!, y abrazada heroicamente a esa cruz interior tan pesada y cruel, como aquella en que vio morir a su único Hijo… Allí estaba… en su vieja casa de Nazareth, secando su llanto silencioso, con los blancos velloncitos de lana que sus manos de tórtola seguían tejiendo, para abrigar a los niños indigentes, que el dolor había dejado también como aves sin nido, deshechos y míseros, tirados a lo largo de los caminos de la vida...

Y cuando la noche caía con su sombra y su misterio, Myriam guardaba su cestilla de lana mojada de lágrimas para dar a su alma herida el consuelo de recordar...

¡Oh las perlas blancas del recuerdo!...

"Místicas, suaves, calladas”,

Rodando del corazón,

Ya como gotas de fuego

O ya, como el dejo amargo

¡De una doliente oración!"

Y… como una sombra… se deslizaba por su vieja alcoba y sus manos palpaban la cunita de cerezo en la que el Hijo-Niño descansaba de sus risueñas correrías tras de sus corderitos y de sus palomas...

La pequeña alcoba de Ana su hijastra, la más amada, que allá lejos a la orilla del mar, en la lejana Joppe vivía feliz al lado de Marcos su marido... Más allá, el viejo diván de Jhosuelín, con su libro de los Salmos, las Escrituras Sagradas, el último manto que lo había cubierto... El libro de cuentas y detalles del justo Jhosep, el viejo llavero de cobre cargado de llaves de las distintas dependencias de los talleres...

Y las silenciosas perlas del recuerdo… seguían rodando del corazón doliente de Myriam que se sentaba por fin extenuada sobre su viejo diván de reposo, y apretándose el pecho con ambas manos murmuraba su oración de la tarde:

— “¡Oh Señor fortaleza mía! ¡Roca en que se apoyan mis manos: castillo en que se refugia mi soledad! ¡Escudo que me defiende en mi desamparo! ¡Atiende el clamor de mi alma, sumida en angustias de muerte!

¡Los dolores del sepulcro me rodean y torrentes de perversidad, llenaron mi alma de espanto! ¡En mi angustia suprema te invoco y te llamo, Dios de mis padres, de mi esposo, de mi hijo! ¡Oye mi voz, que te clama desde la hondura de mi abismo y que mi clamor llegue a Tí Señor como el piar de esta avecilla tuya herida en los caminos largos y oscuros que ha recorrido! ¡Señor, ten misericordia de mí y envuélveme en el manto sagrado de tu piedad y de tu amor!”

El tío Jaime y Dina, le esperaban junto al hogar que ardía amorosamente y la dulce Myriam, la madre heroica, la mujer del silencio, de la infinita paciencia y de la ternura inagotable, tenía aún el valor de sonreír diciéndoles:

— ¡Perdonadme si os hice esperar mucho para venir a compartir con vosotros el pan de cada día! Me es a veces tan duro y difícil, arrancarme a los recuerdos que reviven con más vigor cada día, que olvido a menudo que me estáis esperando.

Y el viejo nido deshecho, luchaba por tomar de nuevo el aspecto de reconstruido, aunque las ramas que lo sostenían, crujían resecas con el rodar silencioso de los recuerdos que pasaban y pasaban, como una larga caravana silenciosa en el anchuroso desierto, donde en vano buscaban los ojos un oasis para descansar.

Un discreto llamado al portalón de entrada, llamó la atención de los mustios comensales. El tío Jaime salió para abrir y al poco rato volvió seguido de Juan, Felipe y Boanerges. Los tres se acercaron a Myriam y besaron su frente con filial devoción. Ella... al punto les hizo lugar alrededor de la mesa, mientras Dina añadía leche y miel a las fuentes y pan a la cestilla.

Como los visitantes no hablasen palabra, Myriam les interrogó: — ¿Traéis en el corazón una tristeza nueva? — ¡Acaba de morir mi madre! —respondió Juan con su voz temblorosa… próxima al llanto. — ¡Cómo! ¡Estuvo tan contenta hace dos días aquí!... exclamó Jaime asombrado. —Estaba hoy muy de mañana haciendo el pan, y cayó de pronto junto al hogar y no se levantó más.

— ¡Feliz de ella! ¡Que ya no tendrá el tormento de los recuerdos, porque ha llegado al Reino de Dios!... dijo Myriam con admirable serenidad. Así diréis vosotros cuando yo termine mi vida sobre la tierra.

Esa noche comenzarían las preces funerarias que duraban siete o nueve días. A la mañana siguiente, la llevarían al sepulcro familiar y deseaban ser acompañados por los parientes y amigos.

Y Myriam la madre mártir, tuvo el valor de decir a Juan… que lloraba silenciosamente: —Llévame hoy contigo, Jhoanin… para orar junto al féretro de Salomé, y no te creas tan solo hijo mío, porque aún te queda mi corazón para refugio de tu orfandad. Y le abrió sus brazos llena de piadosa ternura. Juan se arrodilló ante ella y ocultó su rubia cabeza en aquel seno materno que su Maestro le deparaba, como supremo consuelo en la hora de su dolor.

Anochecía… y una pequeña luna nueva esparcía su mortecina luz, cuando salió de la vieja casa de Jhosep el artesano la pequeña caravana familiar del tío Jaime, Dina y los tres mensajeros, conduciendo a Myriam montada en un asnillo, que Juan llevaba de la brida, a la oración funeraria de la que había partido al Reino de Dios. Y diez días después, Juan ocupaba en la casa de Nazareth, la alcoba que había sido de Jeshua y Jhosuelín, sintiendo que su orfandad estaba acompañada siempre por suaves ternuras maternales, y grandes compensaciones de orden espiritual.

¡Su Maestro le acogía en su hogar nazareno y le daba por madre… a su propia madre!

Zebedeo, no se sintió con valor de continuar su vida en el hogar de la orilla del Lago, sin las abnegaciones y las solicitudes de su vieja compañera, y fue a refugiar sus últimos años en el Santuario del Monte Carmelo, donde era Servidor un hermano de Salomé y en la Cabaña de las Abuelas, al pié del célebre Monte, aún vivía la anciana Saba, hermana suya, con su hija viuda Bethsabé, y ambas ofrecerían solicitudes y cuidados a su quebrantada salud.

Hanani… el tapicero de Tiberias, se encargó de la vieja casa de Zebedeo y Salomé a las orillas del mar de Galilea, donde pronto se estableció un oratorio y refugio de huérfanos, ancianos y viudas que se encontrasen sin techo y sin pan.

La irradiación divina del Cristo del Amor y de la Esperanza… continuaba esparciéndose por las márgenes del viejo Lago de Genezareth o Mar de Galilea, donde cada mata de césped y cada rama de árbol, debían conservar el irresistible influjo de aquellos pensamientos ultra poderosos, que habían obrado allí mismo tan maravillosas transformaciones en las almas y en los cuerpos de las multitudes que le escucharon.

13.- EN ÁFRICA DEL NORTE

Con las alas sutiles y ligeras de la imaginación, nos trasladamos, lector amigo, a la antiquísima Cirene o Cirenaica patria de Buyaben y de Faqui y de la dulce reina Selene, último retoño de la célebre Cleopatra y de la gloriosa dinastía de los Ptolomeos que fue el eslabón final de la inmensa cadena de Faraones del Nilo… Pero antes… hagamos escala en Alejandría.

El Hach-Ben-Faqui con Thirza y sus dos hijitos Selene y Abu-Jeshua, la dulce abuela Noemí con su fiel

Amram, desembarcaron en dicha ciudad una radiante mañana del tibio invierno africano, luego de una travesía de seis días, desde el puerto de Gaza en Palestina.

Dos viejos amigos les esperaban amorosamente, como a golondrinas hermanas que venían a colgar su nido en el norte africano: El Príncipe Melchor y Filón de Alejandría. ¡Alejandría edificada sobre las ruinas de la Neghadá de los Robdas de la Prehistoria donde el recuerdo, ese mago rebelde al tiempo, diseñaba escenarios y siluetas y hasta desgranaba como interminable collar de perlas, las muchísimas vibraciones de un divino ruiseñor, que bajo las palmeras y a la sombra de las Pirámides había prendido las melodías inefables de su alma, hecha de piedad y de amor: Jeshua de Nazareth, huésped de la ciudad de los obeliscos, catorce años atrás!

Todo este mundo de radiantes y gloriosos recuerdos, invadieron la mente de Faqui al desembarcar en el puerto de Alejandría y sentirse estrechado por los brazos del austero filósofo alejandrino y del anciano Príncipe Melchor de Orbe… Ninguno de los tres necesitó de palabras para vibrar al mismo tono, y acariciar el mismo pensamiento.

¡Jeshua estaba en medio de los tres, como un astro sereno llenándoles de claridad, de paz y de infinito amor!

¿No había dicho El: "Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"? ¡Oh! Qué grande y excelso es el Amor, que así une las almas y enlaza los corazones por encima del tiempo y la distancia, por encima de las tristezas, de la muerte y del sepulcro!

El luminoso recuerdo de Jeshua, resplandecía en el iris de los ojos cristalizados de llanto, en el brillo de lágrimas que corrían en silencio, en las miradas que se encontraban en el éter y que en mudo lenguaje expresaban la misma idea: "Desde su gloriosa inmortalidad está con nosotros".

Juntamente con el Hach-ben-Faqui, llegaban también al África Norte, dos de los Doce íntimos del Divino Maestro, Zebeo y Mateo, que en las silenciosas noches del desierto, a la sombra de las palmeras del Oasis de Baharijeh, escribiría este último el relato de la vida apostólica del Profeta Nazareno; y Zebeo venía directamente a colaborar en la obra idealista que desarrollaban en conjunto Filón y el Príncipe Melchor.

Ambos habían oído de labios de su Maestro, la grandeza que encerraban en sus muros silenciosos la

Escuela de Filón en Alejandría y en el Lago Mariotis y las que Melchor tenía en Tebas, en el Monte Sinaí y sobre la cima del Monte Hor, donde el Maestro mismo los había visitado juntamente con Gaspar de Srínaghar y Abas de Pasagarda, sucesor de Baltasar.

Venían también, aquellos dos humildes esclavos Eliacín y Sipro, que el Príncipe Melchor dio a Jeshua como auxiliares en la reconstrucción de la noble familia del Príncipe Ithamar de Ur, padre de Judá. Ya no eran esclavos, sino hombres libres, libertos como se les llamaba en aquel entonces, porque tanto Melchor como Judá les habían otorgado la Carta de Manumisión que les devolvían todos los derechos que da la libertad en los países civilizados.

Querían continuar voluntariamente entre los servidores de la familia de Ithamar cuyo jefe era el Príncipe Judá, el cual les había dado una licencia de seis meses para visitar su tierra nativa, Sinah, perdida entre las montañas y el oasis del mismo nombre, situada al pié de la meseta norte del Desierto de Libia.

Terminado ese plazo, debían volver a Jerusalén, pues Eliacín era el mayordomo del Palacio de Ithamar y Sipro el Notario, encargados ambos de prestar auxilio y amparo en toda circunstancia, a los discípulos del Profeta Nazareno, que por una causa u otra se vieran en una situación difícil.

Y como un resguardo y escudo de defensa ante el Sanhedrín judío, su propietario había mandado colocar en el frontispicio de dicho palacio, estas frases latinas que era la lengua de Roma: "Nolo bellum sed pacen"… que traducida al castellano dice: "No quiero guerra sino paz". Y el nombre en grandes letras doradas sobre fondo de ébano: Quintus Arrias…Y en el pórtico de entrada en una placa de cobre, estas otras: "Quisquís es hoc adis justa ac si trater meus, esset", que traducidas dicen: "Ven acá quien quiera que seas lo mismo que si fueras hermano mío". Y otra vez el nombre: Quintus Arrius… Y los nobles ex-esclavos se sabían con la fuerza necesaria, para sostener en todo momento lo que esas inscripciones significaban en aquella gran casa encomendada a su custodia.

Hechas estas aclaraciones, respecto de los cinco hombres que habían desembarcado en Alejandría y de los cuales allí quedaban Mateo, Zebeo, Eliacín y Sipro, seguiremos pasados dos días al velero "Albatros", de la flota marina administrada por nuestro viejo amigo Simónides.

El final de la ruta sería la ciudad puerto del país de Barca, en cuya capital Cirene les esperaría el Chej-Buya-ben con una lucida escolta de lanceros, tal como correspondía a su hijo el Hach-ben-Faqui, a quien la Reina Selene había ascendido a primer ministro de su gobierno.

Situada Cirene en la parte más elevada de aquella cabeza enorme de gigante que avanza sobre el mar, o sea muy próxima a lo que es hoy Derna, uno de los mejores puertos de aquella región, goza de tan hermosos panoramas, que para nuestros viajeros, acostumbrados a los pobres puertos de Palestina, aquello debía resultar de una magnificencia extraordinaria.

Entramos, con el lector, a la opulenta Alejandría de las palmeras y los obeliscos, de los Templos enormes llenos de silencio y de penumbras, donde los austeros hierofantes se deslizan como sombras mudas, con pasos que no hacen ruido.

Zebeo y Mateo, se inclinaban a explorar esos sitios de historia milenaria, de igual manera que las Escuelas de Filón, la una en el centro de la gran Capital y la otra entre las palmeras y los platanares del Lago Mariotis. Saben ellos de cierto que no encontrarán bajo aquellas naves, que han soportado el peso de muchos siglos, nada más grande, más bello y puro que lo que bebieron del corazón del Divino Maestro; pero es verdad también, que para los espíritus inclinados a la investigación, al descubrimiento de bellezas más y más grandiosas que el Divino Conocimiento puede aportar a su insaciable archivo, es casi una necesidad el remover ruinas y escombros de un lejano pasado, para descubrir las borrosas huellas de la inteligencia humana, abriéndose paso con inauditos esfuerzos hacia un futuro ignorado, para lo cual le sirve acaso de poderoso impulso el bagaje recogido entre las ruinas de un pasado remoto.

Dejémosles pues, buscar, observar, inquirir, averiguar, y cuando cada uno de los discípulos de Jeshua haya llenado hasta el borde su ánfora interna, les volveremos a encontrar.

El más humilde de los viajeros, interesa a nuestro lector amigo… y seguiremos sus pasos, antes que a los demás: Sipro el ex-esclavo, el que Jeshua de 20 años consoló en el desierto, en el valle de las Pirámides... en "una noche de luna que abrillantaba las arenas de las orillas del Nilo y hacía proyectar sobre ellas la sombra oscura de las tiendas”.

Vemos a Sipro, hombre ya de treinta y tres años que ha desembarcado en el puerto de Alejandría, y llevando su pequeño equipaje a la casa de Filón, vuelve al Albatros anclado allí por dos días, para ayudar a desembarcar a la familia de su amo… que es como su propia familia y a su anciana madre, la Amram fiel que no ha querido aceptar su carta de manumisión, y que solo pide servir a su señora hasta el último día de su vida.

Y en sillas de manos o literas descubiertas, alquiladas en el puerto, entre él y Faqui las llevaron a un alegre recorrido por los sitios más pintorescos de la ciudad de Ptolomeos. Entre el laberinto de obeliscos, de monumentos, templos y jardines, encuentran kioscos de venta de frutas deliciosas y delicados manjares propios de la región. Y en un ameno compañerismo, como solo en los viajes es posible encontrar, se sientan en plena avenida de Alejandro Magno, ante las clásicas mesillas griegas rodantes, a comer las incitantes viandas y frutas que les ofrece una mujer originaria de Tebas que, aparte de los mejores dátiles, y las más llamativas pastas de huevos de avestruz entre dorado almíbar, tiene hermosos ejemplares de los grandes y perfumados lotos de Tebas, cuyas relucientes hojas sirven de abanico a las señoras excursionistas y dan sombra suave y fresca a lo más hermoso que los viajeros encontraron en la pintoresca tienda de la vendedora de Tebas,… Era su hija, jovencita de 17 años, que cuando se acercaban clientes a la tienda de su madre, ejecutaba dulces melodías en su pequeña guzla de ébano y marfil, para amenizar la comida de los que favorecían su pequeño comercio, mientras varios tordos de reluciente plumón negro con pecho de oro, la acompañaban desde su jaula con sus maravillosos gorjeos.

(1) Es el ave que en los países orientales se conoce por “rey del bosque”)

Aquella linda criatura… cuya dulce fisonomía se confundía con el blanco mate de los lotos, que casi la cubrían, era ciega, pero sus ojos de un castaño claro como sus cabellos, aparecían limpios y brillantes, a pesar de no percibir nada del mundo que la rodeaba.

Noemí… fue la primera en sentirse atraída hacia la dulce cieguita con quien de inmediato entabló conversación. Supo que se llamaba Ninofre; que había quedado ciega por efecto de la caída a un precipicio, lo cual casi le costó la vida; su padre había muerto hacía tres años, y sola con su madre, la ayudaba con la atracción de su música a ganar para ambas el sustento diario. Vivían en el establo de un palacio en ruinas, en un suburbio de Alejandría, en el cual se cobijaban muchos, que como ellas, se sentían abandonados a sus propias fuerzas.

El ingenio y el hábito de una vida mejor, les habían dado fuerzas para transformar el establo de adobe y madera, en una limpia y confortable habitación en la cual nadie les había molestado en los tres años que llevaban de habitarlo.

Noemí, piadosa de corazón, como la conoce el lector, quiso ver aquella pobre vivienda, y cuando llegó la hora de cerrar la tiendecilla del kiosco, la cieguita misma les sirvió de guía mientras su madre recogía los enseres y guardaba todo bajo llave. Caminaron unos doscientos pasos por la avenida de Alejandro hasta llegar a una gran balaustrada de mármol, que cerraba los jardines de una mansión señorial. La cieguita palpó el grueso pilar esquinero y dobló por la callejuela en que se abría y al término de la cual estaba la imponente mole del palacio en ruinas, sobre la cual había innumerables leyendas de un pasado nebuloso y de trágicos recuerdos… Pero para los desamparados y huérfanos, todo eso es de segundo término, pues les basta con tener un techo que los cobije de la intemperie.

Faqui y Sipro seguían de buena voluntad a la piadosa Noemí, que recordando lo que el Hombre Santo hizo por ellas en la terrible hora de sus angustias, no podía ver el dolor de los demás, sin que su corazón la forzara a remediarlos.

La madre de la cieguita…cuyo nombre era Thames, no sabía cómo atender y obsequiar a las distinguidas damas, que honraban con su presencia su mísera vivienda, en la cual, el único lujo estaba en la limpieza y en las exuberantes plantas de lotos, de begonias y gardenias, que cual lacias colgaduras de esmeralda, embellecían todos los rincones. Y la linda cieguita, la dulce Ninofre, iba recogiendo a tientas las flores bien abiertas y los capullos prematuros, para ofrecerlos a las visitantes, mientras Noemí abstraída en sí misma oraba sin palabras:

"¡Señor Dios de mis padres!... ¡Mesías ungido de Jehová!... ¡haced que me sea concedida la dicha inefable, de hacer felices a estas criaturas vuestras!”...

¡Y se lo concedió la Bondad Divina!, seguramente por intermedio del Hombre del Amor, de la Esperanza y de la Paz, Jeshua de Nazareth.

Parecióle oír… que en el fondo de su alma resonaba la dulce voz de Jeshua, diciéndole una de sus habituales frases: "Espera y confía, que la hora de Dios llega para todo el que con fe la pide".

Cuando las visitantes quisieron retirarse, Thames y Ninofre las acompañaron hasta el barco, sobre cuya cubierta los niñitos de Thirza jugaban alegremente bajo la vigilancia de su haya.

Noemí obsequió a la madre y a la hija, con un pequeño bolso de seda que contenía monedas de oro y plata, como para sustentarlas un año y les prometió en nombre de Dios, que no las olvidaría nunca.

Y al caer de esa misma tarde Eliacín y Sipro se despidieron de la familia, que debía continuar viaje a Cirene, y se encaminaron como distraídamente hacia extramuros de la populosa capital. Las amarillentas arenas del valle de las Pirámides comenzaban al pié mismo de las imponentes murallas. Y en el alma buena y sencilla de aquellos dos hombres, comenzó a levantarse, como una bruma lejana, el recuerdo de otros días, de otro tiempo... de 14 años atrás cuando un doncel rubio de claros ojos, de túnica blanca y manto azulado, les prendía el alma de su adorable persona… hasta el punto de no poder explicarse ellos mismos, la irresistible fascinación.

Y… en silencio seguían caminando. La noche descendía sobre las tibias arenas del Nilo, murmuraba canciones, como un suave romperse de cristales cuando los remos de algún botelero castigaban sus aguas, la claridad de la luna diseñaba en sombras sus dos siluetas sobre la arena, y ellos no detenían la lenta y silenciosa marcha.

— ¡Era aquí! —dijeron los dos al mismo tiempo.

— ¡Sí, era aquí! —añadió Sipro, con la voz temblorosa por la intensa emoción que lo sacudía fuertemente. Y sin poder contenerse cayó de rodillas y doblando su esbelto cuerpo, hundió su frente en la arena. Un profundo sollozar agitaba dolorosamente aquel cuerpo doblado sobre la arena, mientras Eliacín le miraba con sus ojos húmedos de llanto que no dejaba correr.

El no conocía… ni nunca supo… la escena aquella de Jeshua y Sipro, que lloraba abrazado al cuello de su camello. Pero comprendía muy bien, que la emoción de su sobrino tenía por única causa el recuerdo imborrable del Profeta Nazareno, que… 14 años atrás y en una noche como esa, había abierto la tienda del Príncipe Melchor donde Él se cobijaría; que sobre ese mudo mar de amarillenta arena, Él silenciosamente había paseado en una noche de insomnio, dejando flotar sus pensamientos como alas de luz que subían y bajaban, desde las tibias arenas a la azul inmensidad infinita.

De pronto vio a Sipro levantarse y mirar con azoramiento hacia atrás, tal como si hubiera sentido que una invisible mano lo alzaba del suelo. — ¡Qué alucinación la mía! exclamó. ¡Creí que el mismo Príncipe de David, me mandaba levantar!...

— ¡Cuán lejos está de nosotros! dijo Eliacín. Y tú siempre niño sentimental, te das a alimentar ilusiones que nunca pueden llegar a la realidad. Ya has pasado de las tres decenas de años y debes pensar seriamente en el porvenir. Tu madre no vivirá siempre, ni tampoco yo, y cuando no tenemos ya la atadura de seda de unos amos. ¿Qué harás de tu vida solitaria en adelante?

— ¿Acaso no estamos destinados a cuidar y conservar el palacio de Ithamar en Jerusalén? Allí es nuestra casa —respondió Sipro.

Hubo un silencio de meditación… en que ambos interlocutores huían de mirarse el uno al otro. Un mismo pensamiento se les había clavado en la mente, pero ninguno tenía el valor de expresarlo con palabras… Era el recuerdo y la imagen de la dulce cieguita del kiosco de Alejandría tocando la guzla y de su madre Thames, que la contemplaba con tristeza y con amor. ¿Por qué les venía como un rayo de luz aquel pensamiento? ¿Quién diseñó en esos momentos, en su horizonte mental, aquellas dulces y a la vez austeras imágenes?

Y Sipro, de gran imaginación y de viva sensibilidad, seguía recordando escenas emotivas y tiernas, en que el Príncipe de David, como él llamaba a Jeshua, había actuado como un arcángel de amor y de luz, reuniendo corazones y vidas... Allá en Antioquía… donde vio celebrar en el suntuoso comedor de un palacio de Ephifanes, convertido en la hospedería "Buena Esperanza", los esponsales del Príncipe Judá con Nebai; del Hach-ben-Faqui con la amita Thirza.

Saliendo de pronto de su meditación silenciosa y como si hablara embelesado con alguien que sólo él veía, clamó con una voz que lloraba: — ¡También para mí tienes señor, rosas y mirtos de Antioquía!... también has encontrado un amor para mí!... — ¿Qué estás diciendo Sipro y con quién hablas si no es conmigo? — ¡Yo solo me entiendo, tío Eliacín! ¡Acabo de pensar, en que debo pedir a Thames la mano de su hija Ninofre para compañera mía! — ¡Pero hijo mío... esa pobre cieguita!... — ¿Y qué hay?... Desde que Él subió a los cielos, yo estoy llorando mi soledad y no encontré nunca nada que pudiera suavizarla, hasta este momento en que parece que este lugar, estas arenas mudas, este rumor del río, la sombra de las pirámides, hubieran traído aquí mismo, de nuevo, al Príncipe de David ¡que contesta a mis amargas quejas, con la imagen de la dulce niña ciega, sola y desamparada en la vida!... ¿No estás de acuerdo tío Eliacín?

— ¡Sipro...Sipro!... —la vida es larga y es dura para vivirla en soledad. Si ese es el único camino que has encontrado para defenderte de la soledad... échate a andar por él, y que Dios sea contigo.

Ya… adivinará el lector, la feliz terminación de este romance, iniciado en la soledad de una noche en el desierto del valle de las Pirámides, entre las arenas silenciosas, plateadas por la luna y la nostalgia de amor de un joven que fue un doliente esclavo y, que en la plenitud de su vida, pedía a los cielos un mendrugo de dicha y de amor para su vida humillada y solitaria.

Las bodas de Sipro con la dulce cieguita Ninofre, las bendijo el anciano Príncipe Melchor, en el gran recinto de oración que Filón había instalado en su propia morada, anexa al Museo y Biblioteca de Alejandría. Y cumplido el plazo concedido por el Príncipe Judá, tío y sobrino con su esposa y Thames su madre, regresaron a Jerusalén, donde la frase aquella grabada en bronce por el Príncipe Judá en el pórtico de su palacio, adquiría resplandores de claridad divina: "Ven acá, quien quiera que seas, lo mismo que si fueras un hermano mío"...

¿Quién sino el divino amor de Jeshua, podía decir esas frases al oído, a aquellas dos mujeres abandonadas a sus propias fuerzas?... - Las palabras del Hijo de Dios, dirigidas a una doliente muchedumbre desde una colina galilea, se cumplían una vez más. "Si amáis a vuestro Padre Celestial y camináis por su Ley, de los guijarros del camino sacará el pan… si faltase en vuestra mesa".

Sigamos a Hach-ben-Faqui dos días más tarde hasta Cirene, donde según ya dijimos, le esperaría el Chej-Buya-ben su padre y una escolta de Lanceros, de aquellos mismos que un año antes estuvieron en Palestina para subir al Trono de David y Salomón, al Profeta Nazareno que quiso ir a la muerte, para sellar con su sangre la doctrina del amor fraterno, que había predicado con su verbo de fuego y con sus obras maravillosas.

La capital del país de Barca o Cirenaica, era en aquel tiempo una ciudad pequeña y pobre en monumentos, comparada con la Alejandría que los viajeros acababan de visitar; pero la exuberancia de la vegetación que corona sus montañas y dan sombra suave a sus honduras y valles, suple en gran parte la escasez de monumentos grandiosos, obra del hombre. Las casitas blancas escalonadas en montañas y colinas, hasta perderse de vista a lo lejos, daban risueño aspecto a Cirene, que por entonces era la ciudad-puerto de la brava raza Tuareg y la puerta, digámoslo así, por donde esa nación perdida entre las arenas del gran desierto del Sahara, se comunica con el mundo exterior.

Todo su poderío, estaba concentrado en el Desierto. Más allá de la meseta de Cirenaica, nadie sabía lo que había, entre el impenetrable laberinto de rocas gigantescas que se levantan entre las ondulantes dunas, como ciclópeos monumentos que una raza de gigantes hubiera levantado al solo capricho de su voluntad y por arte de magia. Ya eran promontorios negros cortados a pico, como si fueran recortes de un misterioso templo abandonado o de fortalezas erigidas en la noche de los tiempos, y que cataclismos desconocidos por la historia, los hubiera resquebrajado sin conseguir destruirles por completo.

Para los que contemplamos estos panoramas, desde otro punto de vista y con otros lentes, la imaginación nos lleva de inmediato a las lejanas edades prehistóricas, cuando el continente africano aún no había emergido por completo del seno de mares ilimitados, en cuyas profundidades se gestaron aquellas moles gigantescas, que miles de años después formarían el anchuroso e impenetrable Sahara, donde se refugiaron los sobrevivientes de la destrucción de Cartago.

En estas ásperas regiones de arenales interminables y de ciclópeos peñascales, pretendía el Hach-ben-Faqui sembrar los místicos rosales de amor de Jeshua, a quien él llamaba lirio de Jarica.

¿Qué maravillosos prodigios, debería realizar el amor de los que quisieron empuñar el arado para abrir los primeros surcos? ¿Con qué contaba Faqui para realizar esa obra estupenda?

Soñaba sin duda con que la Hija del Sol, la mujer blanca y rubia de vestido azul, aparecida sobre el peñón de Corta-agua, en edades que el tiempo había borrado de la memoria de los hombres, volvería sin duda a su llamado, para plasmar en las arenas y en los peñascos de esa tierra, el sueño genial del Profeta Nazareno: El amor fraterno que hará la dicha de la humanidad.

Y la mujer de túnica azul, Solania… la Matriarca de Corta-Agua se acercó a Faqui, instrumento de la Eterna Ley de esa hora, para la iluminación del Continente Africano. Y los místicos rosales del Cristo fueron sembrados y cultivados hasta su florescencia maravillosa, entre las arenas interminables y los monstruosos peñascos que formaban aquel impenetrable laberinto de rocas.

Apenas llegado el Hach-ben-Faqui a su tierra natal… contemplando desde la terraza de su casa-fortaleza, la vasta extensión del desierto que se extendía al pie de la meseta roqueña en que se asienta Cirene, en un suave y dulce anochecer… se sintió como transportado fuera de su cuerpo, a un sereno ambiente que trascendía a cielos de amor y de claridad deslumbrantes. Le pareció que soñaba y que su sueño estaba iluminado por dos presencias ultra estelares, supra terrenas; Jeshua de Nazareth y Solania... La Hija del Sol, como los Tuaregs la llamaban… ambos en el desierto y los peñascos, y ante sí veía un arado negro de hierro y un voluminoso saco de semillas prontas para la siembra.

Cuando salió de su meditación… ¡quién sabe cuánto tiempo había pasado!... la luna estaba en el cénit y su luz diseñaba claramente la amarillenta sábana del desierto sin fin, salpicada de puntos negros como fantasmas tétricos con el capuchón calado.

Eran los peñascales monstruosos que, en las futuras edades, servirían de refugios y fortalezas donde los primeros ermitaños de Cristo se esconderían de los lobos voraces, que despedazando cuerpos y segando vidas, creían matar la idea divina de Cristo: La igualdad, la fraternidad, el amor sobre todas las cosas de la tierra.

Algo más encontró Faqui al despertarse de su sueño: A su hijita Selene que le seguía a todas partes y que no quiso dormir sin dar a su padre el beso de la noche. Y habiéndole encontrado en el kiosco de la terraza, tendido a medias en un canapé, se tendió a sus pies y se quedó dormida. —He aquí la primera conquista —dijo Faqui a media voz—, al ver a la niña. Y ella sin despertarse le contestó: —Sí, la primera que abrirá la puerta de un Templo cristiano y formará discípulos capaces de morir por la fe de Cristo.

Faqui se arrodilló ante el canapé y le tomó las manitas que estaban muy frías. — ¡Selene! —le dijo muy bajito, casi en un susurro— ¿Quién te hace hablar así? —Esos dos que viste en tus sueños. ¡Tú… que sentiste sobre tu espalda el peso de la cruz de Cristo!... ¿no tendrás la fuerza para soportar la carga del sembrador… entre las arenas y los peñascos? —El príncipe africano abrazó llorando a su hija, mientras le decía suavemente al oído: —Sí Selene, tendré fuerzas... mucha fuerza porque tú, ángel mío, irás guiando mi arado…

La niña se despertó y ambos bajaron al primer piso donde estaban las alcobas. Después de dejar a Selene en su lecho, Faqui continuó su paseo solitario por la galería, cuyos arcos bajos y gruesos pilares cortaban con anchas franjas de sombra el pavimento de losas blancas. No podía apartar de su mente la visión de su sueño… El sueño había huido de sus ojos y viendo luz en el pabellón que ocupaba su padre, se dirigió hacia allí. Le encontró sentado ante la enorme mesa de su despacho, en la que tenía extendidos algunos mapas, en los cuales hacía señales con un punzón. —Vienes a punto hijo, para darme luz, tú que vienes de ver al que trajo la Luz a este mundo —le dijo Buya-ben. — ¿Qué pasa? —preguntó Faqui inclinándose sobre los mapas que su padre revisaba. —Tengo aviso, de que una caravana de Nubios de la tercera Catarata avanza sobre el desierto, después de una sangrienta riña entre varias tribus que se disputan la supremacía de esa región.

La tribu vencida es la que avanza hacia nosotros. Son de Dóngola y traen un buen contingente de lanceros y abundante rebaño, por lo cual es de suponer que pensarán acampar junto al Oasis de Cufra, pues no hay otro lugar para beber agua.

Faqui… miraba y callaba. — ¿Nada dices tú? —le preguntó su padre, viendo que el silencio se prolongaba. —Pienso —dijo Faqui— en que para llegar al Oasis de Cufra, deben pasar por nuestra zona de unión en el Desierto del Sahara. ¿No es así? — ¡Justamente! — ¡Y piensas mandar un escuadrón de nuestros lanceros para que les impidan la entrada! — ¡No un escuadrón: diez escuadrones y otros tantos de arqueros! —respondió enérgicamente Buya-ben levantándose nervioso ante la pasividad de su hijo, que parecía no dar mayor importancia al asunto.

— ¡Padre!... ¿Irás tú al mando de ellos? — ¡Si tú no quieres ir, iré yo! Sabes que la nación Tuareg ha confiado a nosotros la vigilancia de la entrada al Desierto… que es la única patria que nos ha quedado y el Oasis de Cufra, es la segunda puerta de entrada. La primera, Audjila, está bien guardada, pero la de Cufra está casi desguarnecida, pues estando tan adentro, no se esperaba invasión de los vecinos. Es urgente proceder.

—Iré yo al mando de las tropas —dijo sencillamente Faqui. ¿Cuándo hay que salir?

—Mañana al salir el sol.

—Estaré listo. Creo que puedes descansar en mí. No quedarás descontento. —¡Gracias hijo!. Nuestros jefes confían más en ti… que eres joven, que en mí… que ya me blanquea la cabeza. Y ellos esperan que tú vayas al frente. Todo está preparado para el amanecer. —Bien padre. Hasta la vuelta. — No hijo; hasta luego, porque yo les despediré en los cuarteles. —Hasta luego padre —respondió Faqui saliendo de la habitación.

—Creí que su corazón se había vuelto de miel con el acercamiento al Príncipe de David —murmuró. ¡Jeshua, Jeshua!... ¡Los lobos te devoraron… porque eras un vaso de miel!... ¡Los lobos precisan la flecha, el hacha y la lanza, porque si sangre quieren… beberán la suya propia!... ¡Arcángel de Ama-nai!... ¡Hija del sol, invencible como las rocas de nuestro desierto!... ¡Sed con mi hijo… para exterminar a todos los lobos de la faz de la tierra! Y exhalando un gran suspiro Buya-ben apagó los cirios de su despacho y entró a su alcoba de reposo.

Faqui penetró en la suya… y sin desvestirse se tiró en su diván. Sentía la suave respiración de Thirza y de sus hijitos dormidos. Ellos ignoraban, que a la madrugada siguiente él saldría a marchas forzadas rumbo al desierto, al frente de veinte escuadrones de arqueros y lanceros, a enfrentarse con otros tantos guerreros, que sin pedir licencia de pasaje, pretendían penetrar en sus dominios de arenales y peñascos.

Sólo eso habían dejado a los Tuaregs los invasores de la civilizada Europa, y ahora hasta eso les disputaban hombres de su propio continente. Pero este pensamiento no alteró la tranquilidad de Faqui. Pensó en el sueño que había tenido esa misma noche y le pareció que aquél negro arado de hierro y aquel gran saco de simiente eran un presagio del trabajo que debía realizar dentro de pocos días.

De Cirene al Oasis de Audjila, tenía cinco días de marcha y de allí a Cufra, siete días más. Dentro de doce días estaría frente a las tribus dongolesas, que expulsadas de su tierra nativa, en las cataratas del Nilo, pretendían establecer sus tiendas en los dominios Tuaregs. Y… no obstante la tenacidad dura de estos pensamientos… Faqui se quedó dormido.

Y la visión de la primera hora de esa noche volvió a presentársele, aunque con detalles diferentes... Vio de nuevo a Jeshua de Nazareth… tal como le vio a la orilla del Mar de Galilea, cuando se despidió de todos para entregarse al seno del Infinito… al Reino de Dios… Estaba de pie, con la mano luminosa puesta sobre el negro arado de hierro, mientras la mujer blanca y rubia del vestido azul… tenía en su diestra una antorcha de luz dorada… ¡ambos en actitud de emprender la marcha!... Y Faqui comprendió que le decían: —"¡Vamos contigo!".

Se despertó y de un salto se puso en pie… porque la gran claridad le anunciaba que era ya muy entrado el día. ¡Pero era sólo el reflejo de su sueño!... el resplandor dejado en el subconsciente por la antorcha de Solania, pues aún la noche luchaba con los primeros albores de la madrugada.

Apresuradamente vistió su ropa de campaña y mirando un momento a los suyos que dormían, salió hacia los cuarteles sin hacer ruido. En el trayecto encontró a su padre, que con sus dos más fieles asistentes, caminaba también hacia los cuarteles.

Los guerreros en alegres corrillos, comían apresuradamente junto a las hogueras y Faqui compartió con ellos el sustancioso desayuno: carneros asados y huevos de avestruz cocidos al rescoldo, con buen vino de Creta que el viejo Buya-ben reservaba para estas ocasiones culminantes, en que según él, se jugaba la vida de la nación y de la patria.

Y comenzó la partida de dromedarios y camellos, cargados con pan y carnes saladas, quesos y frutas secas, lo bastante hasta llegar a Audjila y Tai-serbo, únicos sitios en que podían renovar la provisión. Faqui, los asistentes y oficiales hacían las travesías en caballos de Arabia pequeños, veloces y resistentes, y el resto de la tropa en mulas, asnos y camellos, según el rol que desempeñaban en la campaña.

— ¡Hijo mío! —le dijo Buya-ben a Faqui… al abrazarle en el gran portalón de la Fortaleza. ¡No sé si te mando a la muerte o a la vida, pero sé de cierto que te mando a la gloria! A tu ingenio están confiadas las puertas de nuestra patria: El desierto… ¡Si sabes guardarlas, Amaina, la Reina y la Nación te cubrirán de gloria!... ¡Que Amaina sea contigo! Faqui… sin hablar, besó la frente de su padre y saltó sobre su caballo, que salió a carrera tendida por el camino del sur.

Muchos siglos antes, la Maga de los cielos… la Luz Divina, había recogido esa misma visión, pero arrancando desde las murallas que rodeaban el Santuario de Mujeres Kobdas, en Neghadá sobre el Delta del

Nilo… Muchos siglos separarán esos dos escenarios, pero el personaje central era el mismo Mar van, caudillo de Artimón y Faqui, de Cirene.

— ¡Oh! la divina Psiquis, eterna viviente, ante quien resbalan los siglos como bolillas de cristal que dejan en ella apenas un leve rastro, tal como las arenas del desierto en la Esfinge de Giseh.

Cuando Faqui calculó que ya no se percibían los torreones de la fortaleza donde quedaba su nido hogareño, detuvo la marcha de su caballo y se apeó, para tomar un breve descanso. Los dos asistentes de su padre le doblaban la edad y comprendían el esfuerzo de aquel joven muchacho para dejar cuanto de halagüeño tenía en su vida y lanzarse a una peligrosa campaña en pleno desierto. Se extrañaban grandemente de verlo alegre y confiado.

— ¿Tienes el augurio de triunfo? —le preguntaban. —Sí, y el más completo que puedo tener en mi vida —contestaba él.

Al llegar a la montaña de Djarabu, rica en cacería, los arqueros hicieron buena provisión de cabras salvajes, codornices y gallinetas, y ya no debían detenerse sino para comer y dormir hasta llegar al Oasis de Audjila, uno de los más grandes y hermosos a la entrada del desierto. Era la primera puerta, donde una buena guarnición ocupaba el fortín.

Allí tuvieron la noticia, de que las tribus nómadas estaban acampadas a la altura de la segunda Catarata, a cuarenta millas al sudeste de Cebabo, población situada al sur del oasis de Cufra, formada por elementos dispersos de varias razas y tribus. Dicha población era amiga de los Tuaregs, que la defendían de posibles agresiones de los vecinos y que vivían de la cacería en las montañas vecinas.

Continuaron la marcha hacia el sur, seis días más hasta Cufra. Encontraron que una tercera parte de la población, estaba atacada de una epidemia que allí se llamaba cólico negro, que seguramente provenía de ingerir carnes de animales salvajes, mal condimentadas o en estado de descomposición.

Faqui… recordó en el acto, su estadía con Judá al otro lado del Jordán, donde se albergaban los fugitivos de Judea y pensó, como entonces había pensado: "¡Si estuviera aquí Jeshua, el hijo de Dios, qué maravillas obraría, entre estos infelices que se van muriendo uno a uno, sin que nadie detenga su mal!"… Se sentó sobre una piedra y apoyó la cabeza entre sus manos. De pronto percibió esta idea, que parecía tener alma y voz: — ¡Cúrales tú, que bien puedes hacerlo en nombre mío!... Se levantó prontamente y miró a su alrededor… No vio a nadie, pero una oleada poderosa de amor lo hizo estremecer en una conmoción profunda, hasta el punto de que abundantes lágrimas corrían de sus ojos.

—"¡Él está aquí! —pensó— ¡y me dará el poder de salvar a todos estos infelices!"… Y sin detenerse ni un momento más, mandó llenar odres y cántaros con agua del oasis y ayudado por sus guerreros, fue haciéndoles beber a todos los atacados por la epidemia, a los cuales decía: -“Ha bajado a la tierra que acabo de visitar, un arcángel de Amaina que alivia todos los males. Creed en él y amadle, y yo os juro por Amaina que seréis todos curados". Al siguiente día, los enfermos no se quejaban de dolor alguno y su salud hacía que volviera la alegría a todos los corazones.

Los guerreros de Faqui, estaban tan maravillados como los pobladores de Cebabo y decían: —"Este hijo de Buya-ben, aprendió la sabiduría de un antiguo rey de Palestina que se llamó Salomón, que fue amado por la más grande reina del África, Saba, la heroica".

Los más íntimos, o sea los oficiales Tuaregs, decían a su vez: "¡Qué necesitamos nosotros de la sabiduría de un rey extranjero, si tenemos a la Hija del Sol, que convirtió en Oasis los peñascos del desierto!" Sólo Faqui callaba, porque era el único que sabía la verdad: “El amor del Cristo, hijo de Dios, se extiende lo mismo en las doradas ciudades que en las míseras aldeas, y ha visitado Cebabo, con su piedad infinita y les ha salvado a todos, porque ha comenzado la siembra en los peñascales del desierto”.

Todos querían saber, cómo deberían hacer para establecer relaciones con ese arcángel de Amaina, que tan piadoso se mostraba con ellos. Y Faqui tuvo la feliz idea, de colocar en el mismo Oasis de Cufra, una gran piedra plana sobre dos soportes de granito, a la sombra de la más grande palmera, cercana a la fuente de dulces aguas. Y con dos troncos de árboles, formó una cruz como recordatorio del sacrificio de amor que el Salvador de los oprimidos había ofrecido a Amaina, en defensa de la fraternidad entre los hombres. Y dijo a la población: "Aquí vendréis a resolver vuestras cuestiones… sin sangre…, a elegir vuestros jefes y a orar para que vuestros muertos entren en la luz de Amaina. A ese precio pagáis el beneficio de la salud y la vida que acabáis de recibir".

Había llegado Faqui al término de su viaje y el Oasis de Cufra se pobló de tiendas, de lanzas, de mástiles, en que ondeaban gloriosamente las banderas de los veinte escuadrones de caballería que le seguían. Tres días y tres noches llevaban entre los ardientes arenales y los peñascos mudos, cuando uno de los centinelas avanzados, llegó con la noticia de que las tribus dongolesas ya se habían puesto en marcha hacia el oeste y que una delegación de ellas se acercaba a toda carrera levantando nubes de arena.

Faqui dio las órdenes del caso, y sus dos mil guerreros formaron una muralla viva, al pie del laberinto de peñascos, que marcaban el lindero a media milla al este del Oasis de Cufra. Faqui… como una estatua de bronce, envuelto en su manto azul, esperaba sentado bajo su dosel de campaña. Sus pensamientos, rememoraban sus sueños de aquella última noche en Cirene y pensaba sin palabras: "Jeshua, hijo de Dios, has grabado a fuego en mi corazón tu mandato: "No matarás". Acabas de devolver la vida a los apestados de Cebabo, para enseñarme lo que valen las vidas humanas.

¿Cómo pues, los acontecimientos me ponen en el caso de cortar vidas humanas, por unos estadios de arenas y peñascos? ¡Ante este terrible dilema, juro Jeshua, que haré como tú!:… ¡Me entregaré a la muerte, antes de ordenar la muerte para esos millares de seres que corren hacia mí!” Y su serenidad se hizo más profunda. Él mismo llegó a creerse, que se había convertido en un peñasco, como esos que le rodeaban.

¡Que se acercan!..., ¡que ya se les puede ver claro, que ya se les puede notar! —Le decían inquietos y bravíos los jefes de escuadrón—. Ordena cargar, por Amaina, que si no, nos arrollarán. — ¡Dejadles llegar!— decía Faqui tranquilamente.

Cuando estaban a trescientas brazas, vieron que la delegación delantera levantaba banderas blancas que el viento del desierto agitaba como cien oriflamas. Entonces… Faqui arrojó la lanza en que estaba apoyado y sin pensar que le rodeaban muchos centenares de hombres, cayó de rodillas sobre la arena y, levantando sus brazos al cielo, exclamó con la voz estremecida por la emoción: — ¡Jeshua, hijo de Dios! ¡Acabas de salvarme la vida que te había ofrecido, por cumplir tu mandato soberano y eterno!: ¡No matarás! Y sobreponiéndose a la profunda emoción que le embargaba, mandó levantar también bandera blanca y sentándose nuevamente bajo su dosel esperó.

Venia el Sfaz mayor de las tribus, con un centenar de guerreros, precedido de seis hombres trayendo un cofre de piedra blanca… que pusieron en tierra delante de Faqui. El Sfaz, joven aún, se acercó a Faqui y le tocó el pecho con la punta de su lanza. Era el saludo de amistad… Faqui le tendió sus dos manos y el apuesto guerrero dongolés se las besó con entusiasmo, diciéndole en su lengua nativa: — ¡Soy tu hermano!… A Faqui se le llenaron los ojos de lágrimas y le contestó también: — ¡Soy tu hermano!

Todas las lanzas cayeron a tierra y los dos Jefes deliberaron.

El dongolés abrió el cofre de piedra y Faqui y sus oficiales, vieron con asombro que estaba lleno de barras de oro y de piedras preciosas, que brillaban como ojillos inquietos a la luz radiante del sol.

—Es nuestro homenaje para la Reina Selene… a la cual pedimos nos acepte como pueblo amigo, que ocupará en el desierto, el lugar que ella nos marque… ¡En esta piedra firmamos la Paz!... y del fondo del cofre, sacó una delgada lámina de mármol y un punzón de hierro y estampó su nombre bajo unas frases que decían: "¡Súbditos de la Reina Selene, hasta la muerte!"… Faqui firmó también y… ¡un gran abrazo unió a las dos razas, bajo el sol del Desierto del Sahara!.

Sigamos, lector amigo, los pasos de Zebeo y Matheo…los dos discípulos íntimos del Divino Maestro, que quisieron, por libre voluntad, desenvolver sus actividades en el África Norte. Con el anciano Príncipe Melchor y Filón de Alejandría por guías más inmediatos, en el escenario en que se encontraban, podemos pensar que una buena orientación encaminó sus primeros pasos.

Ambos… sentían ese deseo incontenible de explorar campos ocultos, desconocidos, porque la palabra de fuego de su Maestro, les había hecho entrever maravillosos enigmas, en el vastísimo campo relacionado con el Infinito y con las almas emanadas de Él… ¡Y los países del Nilo eran ese campo!

En las palabras finales, pronunciadas al oído por el Maestro, la noche de su despedida, después de la última cena en el palacio Henadad, les había dicho a cada uno de ellos dos: "Yo os acompañaré a abrir surcos y sembrar mi doctrina, en la tierra en que nació la Civilización Kobdas, donde vosotros y yo la hemos sembrado en aquellas edades. Allí encontraréis los rastros de nuestra propia huella."

Estas palabras, que el Maestro les había dicho en secreto… cuando iba a entregarse a la muerte, tenían para ellos, la fuerza de un mandato supremo, al cual ellos no podían nunca dejar de obedecer. He ahí, porqué tenían para ellos, irresistible atracción los países que riega el Nilo, los Oasis y las arenas del desierto. La legendaria tierra de los templos como fortalezas y de los mausoleos monumentales que el tiempo ha respetado, y… millares de siglos se deslizaron sobre ellos sin herirlos, tal como el agua de las lluvias resbala suavemente por un plano inclinado de transparente cristal.

Melchor y Filón, sabían bien lo que significa para el discípulo la insinuación de un Maestro como aquél, que al oído, en secreto, y casi al borde de la tumba, les dejaba en recuerdo suyo esa dulce promesa: "Yo os acompañaré a abrir los surcos y sembrar mi doctrina en la tierra en que nació la Civilización Kobdas donde vosotros y yo la hemos sembrado en aquellas edades".

Y así encontraron ellos, en ambos maestros, el más firme apoyo para cumplir valerosamente la insinuación del Divino Maestro. Y podemos ver al príncipe Melchor, que llevado en litera, porque sus cansados pies se negaban a sostenerle, sirviéndoles de conductor a los milenarios templos de Menfis y Tebas, que ruinosos algunos y medianamente restaurados otros, aun podían ofrecer, entre las reminiscencias de pasados esplendores, los misterios y secretos de la más antigua Sabiduría. La misma Sabiduría que alumbró bajo las tiendas movibles, a los Patriarcas nómadas, allá en la noche remota de los tiempos que fueron, a la vera de los Oasis del desierto, o bajo la sombra de las palmeras, o en la cima de los montes, donde levantaban su ara de piedra para quemar incienso de adoración al Altísimo, a la luz del amanecer o al crepúsculo vespertino.

La misma Sabiduría, que alumbró las noches meditativas de Moisés, el hijo oculto de la princesa Thimetis, en la aurora de su vida misionera de la Verdad, de la Justicia y del Amor. La misma Sabiduría, que muchas edades atrás, hizo grabar a Hermes, primer maestro de la Escuela Egipcia, en frases que las piedras han conservado: "Escuchad en vuestro interior y fijaos en lo infinito del Espacio y del Tiempo. Allí resuena el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas".

La misma Sabiduría, que llenó de gloriosa luz la vida de Pitágoras el sabio, de Samos, que bebiera en los templos de Menfis y de Tebas la divina claridad con que iluminó a Grecia antigua, la desposada de Orfeo y de Apolo en los éxtasis radiantes, bajo las naves del Templo de Delfos.

El Árbol Genealógico del Príncipe Melchor, lo presentaba a los asombrados ojos de Matheo y de Zebeo, como una rama directa del Gran Sacerdote de Menfis, Mimbra, el que inició a Moisés en los caminos de la Divina Sabiduría. Mimbra, el Pontífice de Osiris, estuvo unido por amor, en su primera juventud, con una hermana de Ramsés I, lo cual le hacía tío político de Ramsés II, sobre el cual tuvo gran ascendiente. En la larga nómina de progenitores de Melchor aparecía al final este nombre: Petarme, Hierofante de Menfis, y como hijo único suyo Melchor Amáis de Heliópolis. Por la línea materna, su genealogía se remontaba más lejos, hasta los lindes nebulosos de la Prehistoria y había una mezcla en su sangre.

Descendía de una nieta de Beni-Abad el Kaudillo-Kobda, origen de la civilización de la Arabia de Piedra. Esta descendiente de la dinastía de los Abad del Arab prehistórico se llamaba Zurima, que tomada como esclava en una invasión de guerreros del Mediodía europeo, fue esposa del príncipe Elhizer de Ethea, descendiente de los Samoyedos del Ponto Euxino, que reinaron en Hissarlik, la opulenta capital de la antigua

Troya. Y al extremo de una ramilla de su árbol genealógico materno, aparecía entre un rojo capullo el nombre de su madre, hija tercera de Aramed, rey de Arabia Pétrea.

Del príncipe samoyedo Elhizer, traía Melchor sus ojos de ámbar de dulce mirada, que contrastaban con su piel trigueña mate, de viejo papiro antiguo. Era pues descendiente por línea materna, de una princesa árabe de la primera dinastía de los Abad y de un príncipe sardo de los Samoyedos fundadores de Hissarlik sobre el archipiélago Egeo. Tenía en su naturaleza física, la mística profundidad de los hierofantes egipcios, la vehemente emotividad de los árabes y la suave dulzura de los bardos de Hissarlik.

Esta disertación genealógica de Melchor de Heliópolis, viene para que el lector pueda comprender cómo podía ser él, un introductor fácil en los antiguos templos de Menfis y Tebas, para nuestros dos humildes discípulos de Jeshua de Nazareth. El había introducido también a Filón, cuando supo que éste soñaba con escribir, para el mundo futuro, la historia de Moisés desde los comienzos de su grandiosa misión de conductor de almas.

¿Dónde podía encontrar la huella luminosa del gran Taumaturgo, del iluminado Legislador, sino en los antiguos templos de Menfis y de Tebas donde él se había formado en su faz espiritual?

Y así, en calidad de visitantes, no de aspirantes a novicios, introdujo a Zebeo y a Matheo, hasta donde la ley del Templo permitía a los que no tenían la idea de permanecer allí, bajo las severas pruebas de los que aspiraban al Sacerdocio. —Vosotros sois ya sacerdotes del Cristo, triunfador eterno por encima de todas las religiones del más remoto pasado —decíales Melchor, mientras descansaban en los primeros pórticos, donde una estatua de Isis cubierta por el velo aislador del mundo externo y con el índice sobre los labios, era un símbolo de mármol, de la soledad y del silencio, primera prueba que debían aceptar los aspirantes a la iniciación en los misterios de la Antigua Sabiduría.

A pesar de tales palabras, no podía libertar por completo a los visitantes palestinos, de la fascinación poderosa que ejercían en su espíritu aquellos templos monumentales, aquellas naves de mármoles enmohecidos por el hálito de los siglos, aquellas columnas gigantescas, al lado de las cuales un hombre parecía una hormiga deslizándose sin ruido y sin que nadie percibiera su presencia entre aquellas penumbras silenciosas, como si fueran la emanación de tantos bloques de piedra fría y muda que les rodeaba por todas partes.

Grabados en columnas y galerías, hierofantes blancos encapuchados, de los cuales no aparecían ni rostros ni manos, símbolo de la anulación absoluta y completa; cariátides veladas, de ojos cerrados y coronadas de lotos, la flor de la castidad, todo, absolutamente todo les hablaba de silencio, de soledad, de renunciación, tan absoluta y profunda, que parecía querer llevarles al aniquilamiento, a la nada, a dejar de ser ¡El alma sentía frío, espanto y terror!

Todo tenía allí la rígida serenidad de las Pirámides, el enigma impenetrable de la Esfinge. Un hálito de misterio se cernía por todas partes y algo así como el roce imperceptible de alas que se agitaban en la sombra, iban produciendo en ambos visitantes, una soledad de agonía, de sepulcro, de muerte. Y Zebeo, más joven y más sensitivo, se arrodilló a los pies de Melchor-sentado en su sitial-, y posando la cabeza sobre sus rodillas lloró silenciosamente. — ¡Príncipe Melchor! —le dijo a su vez Matheo—. Esto no es la orilla del Mar de Galilea, ni las grutas del Tabor, ni el Cenáculo de Jeshua en Nazareth... Aquello era la vida glorificada por el amor del Maestro y esto es la muerte. Salgamos de aquí, porque creo que lloraré también como Zebeo ¿Y qué haríais con dos niños llorando?

El anciano príncipe, que había abrazado la cabeza de Zebeo y estrechaba la mano de Matheo, les dijo, lleno de emoción: —Sabía yo muy bien que esta tremenda impresión recibiríais aquí, pero accedí a vuestro deseo, para que vosotros, misioneros de Jeshua, el Cristo del Amor, de la Esperanza y de la Fraternidad, seáis capaces de comprender la infinita sabiduría de la Ley Divina, que da a cada etapa de la Evolución lo que puede asimilar y es adaptable a la humanidad de esa época.

Aquí no está la dulce vibración de Jeshua, el serafín del Séptimo Cielo de los Amadores. Aquí no está la vibración tiernísima del laúd de Myriam, cantando salmos como gorjeos de alondras... En esta espantable grandeza de piedra, templó Moisés su alma de hierro, que lo hizo más fuerte que los Faraones, y más duro que la dura cerviz del pueblo de Israel, que le sería entregado por la Ley Divina a su salida de este templo. Y aquí mismo solucionó él, los enigmas del Eterno Invisible, de cuyo hálito soberano emergieron como átomos vivos, todos los mundos que ruedan por el espacio infinito, y todos los seres que palpitan y viven en esos mundos… que no se pueden contar.

Continuará…

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