30 de abril de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 3

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

http://wayran.blogspot.com

TOMO 1

Bartolomé de Séphoris y Tomás de Tolemaida, que contaban con parentela en Persia, se habían unido para llevar a dicho país la enseñanza de Cristo hijo de Dios.

—Creo que todos los demás —observó Hanani, que hasta entonces solo había sido un silencioso espectador— tenemos trabas de familia que nos impiden movernos del sitio en que nos encontramos. Pero si hay otros designios de nuestro Rey sobre nosotros, el tiempo lo dirá y creo que todos sabremos obedecer y cumplir como fieles súbditos suyos.

—Es verdad, es verdad —se oyeron varias voces en distintos puntos del vasto recinto.

Gamaliel y Nicolás cuyo decaimiento era notorio, al ser interrogados manifestaron que aún no tenían resuelto nada definitivo. —Yo deberé retornar a mi ciudad natal —dijo Nicolás— aunque soy de Israel por la raza, pero la tierra de promisión se ha vuelto tierra de maldición y su repudio para nosotros no es fácil de soportar. Acaso podremos formar una Congregación que responda al pensamiento del Verbo de Dios.

—Lo que Nicolás desea realizar en Damasco, —dijo Gamaliel— desearía yo realizarlo en Siracusa, en cuya gran Escuela de conocimientos superiores, estuve años atrás acompañando a mi tío. Cuento allí con algunas buenas amistades que quizás respondan a nuestro ideal.

—Y vosotras, mujeres esenias que tan valerosamente habéis acompañado al Mesías hasta su último momento —interrogó el anciano Ezequías — ¿no exponéis vuestro programa a seguir?

Todas ellas se miraron unas a otras, con esa timidez e incertidumbre propia y natural, en quienes dependen de la voluntad de otro.

—Comprendo —añadió el anciano— que las esposas seguirán a sus maridos, las madres a sus hijos, las hijas a sus padres. Pero... ¿las demás?... Las griegas Polinia y Heraclea, madre e hija anunciaron que volverían a la Grecia lejana, a sus montañas de Argólida a donde llevarían el recuerdo del Hombre de Dios que había roto sus cadenas de esclavas en la ciudad de Damasco.

Varias miradas se fijaron en María de Mágdalo, que permanecía muda como una estatua, lo cual causaba cierta extrañeza, dado su temperamento tan decidido y vehemente. Sin duda alguna debió percibir el calor de aquellas miradas, pero no rompía su silencio. Boanerges, que esperaba ansiosamente su palabra para orientar su propia vida, se atrevió a decirle acercándose hasta ella.

— ¡Señora!... Si tú no hablas, tu ruiseñor cautivo no sabe a dónde tender su vuelo.

— ¡Perdón! —dijo como si despertara de su sueño. —Sabiéndome sola en el mundo, no pensé en que nadie esperase nada de mí. Tú no eres mi cautivo Boanerges, bien lo sabes; pero si quieres permanecer en mi Castillo, no pienso por el momento dejarlo. Es para mí como un cofre de grandes y tiernos recuerdos, que serán mi único horizonte mientras me dure la vida.

—Hija mía —le observó Myriam, muchas veces me has llamado madre, y tú eres para mí un relicario de recuerdos… que jamás apartaré de mi corazón. Nuestra amada Galilea, es todo un templo de recuerdos puros y santos, y en éste templo vive Él en todo el esplendor de su ternura y de su bondad. Su amor nos unió a ambas, como dos florecillas en una misma rama y ni tú estás sola en el mundo, porque estoy yo, ni yo estoy sola, porque nos rodean todos cuantos le amaron a Él. Llenemos con su amor nuestras vidas, y habremos traído el cielo a la tierra.

María se volvió hacia ella y puesta de rodillas la abrazó estrechamente, sintiéndose hija de la Madre augusta del Hombre-Dios que tanto y tanto había amado.

Boanerges seguro ya de su nido, confidenció con Jehiel y sus jóvenes amigos de las orillas del lago, a los que había ofrecido el calor de su alcoba y la ternura de su corazón.

Los cuatro amigos de Betlehen, que con Simónides formaban un quinteto de la más venerable antigüedad, anunciaron que en aquella lejana ciudad habían presenciado el nacimiento del Verbo de Dios y en ella esperarían sus últimos días, siendo siempre como libros vivos en que estaba escrito la grandeza y la gloria del Ungido de Dios. —Nuestro camino está marcado hace tantos años como los que tenemos de vida —dijo Jacobo, el mayor de los guardianes del Santuario de Quarantana. —Allí moriremos al pie de nuestra montaña —añadió Bartolomé, y cualquiera que necesite de nosotros, allí nos encontrará para servirlo.

—Yo soy el más joven de los Doce —dijo Juan, y no abandonaré la ribera del Mar de Galilea mientras vivan mis padres. Después... el Divino Maestro me conducirá a donde le plazca.

Que hablen los notarios —insinuó José de Arimathea —pues es de importancia que sepamos lo que ellos piensan.

—Solo faltamos Felipe y yo —contestó Esteban, y por mi parte me quedaré en Judea a la ribera del Jordán, en la misma gruta que habité mientras el Profeta Jhoanán fue mi maestro.

—Y yo —dijo Felipe, tengo estrechas vinculaciones con el Santuario del Monte Ebath en Samaria y en aquella provincia, trataré de hacer cuanto me sea posible en seguimiento del Ungido de Dios.

El anciano Esenio Eliezer dijo entonces la última palabra:

—Hermanos muy amados en el Cristo que acaba de ser glorificado por la Suprema Potencia Creadora. Animados todos de la mejor buena voluntad, hemos cumplido el sagrado deber de marcar el itinerario a seguir, sin que esto signifique una forzada obligación, que deba pasar por encima de las posibilidades de cada cual. Somos prisioneros de la materia y muchas veces nos servirá de impedimento a los vuelos ansiosos del espíritu. Pero estamos ciertos, de que si nuestra vida está encausada dentro de la Ley Divina, de ella misma nos vendrá la fuerza y la luz, para que nuestros pasos en la vida, sean como una prolongación de la senda seguida por el Hijo de Dios, en su vida de hombre encarnado en la Tierra.

No olvidéis nunca que vais a un mundo extraño a vosotros, cuyos ideales, costumbres y maneras de pensar y de sentir son muy diferentes a los vuestros, y que una gran prudencia y discreción deberán presidir todos vuestros actos. No olvidéis tampoco las palabras del Divino Ungido: "No será el discípulo mejor tratado que el Maestro”. No hagáis como los fariseos hipócritas que cuelan un mosquito y tragan un cangrejo. No miréis la paja en el ojo ajeno y dejéis una viga en el vuestro. No seáis como sepulcros de mármol y de jaspe por fuera, y dentro lleno de podredumbre, porque no con palabras y fórmulas exteriores se enseña y redime a las gentes, sino con las obras dignas de hijos de Dios. Que la mentira, la farsa, el engaño y el interés, no son la moneda con que se compra la salvación de las almas".

¡Avecillas errantes de Dios, que vais a tender el vuelo por ignorados caminos, valles y montañas! No olvidéis tampoco, que entre los montes fragosos de la Palestina, en humildes grutas escondidas de los hombres, quedan vuestros hermanos Esenios con el pensamiento tendido a los cielos, como un hilo de luz invocando a los grandes soles que dirigen la evolución de los mundos, para que seáis fieles mensajeros del Cristo de la Paz, de la Santidad y del Amor…¡Que la Luz Divina sea con vosotros y que nuestro excelso Maestro os bendiga y os guíe!

Un hondo silencio de evocación y de religioso fervor siguió a estas palabras y pasados unos momentos, una suave ola de alegría y de ternura se extendió por aquel cenáculo vibrante de esperanza y de fe. Al día siguiente y después de una comida en conjunto, se iniciaron las despedidas y comenzó la retirada de cada uno hacia su nido hogareño.

—No usemos nunca el adiós —dijo Ezequías, cuyo temperamento emotivo en extremo, aparecía siempre dispuesto a la ternura y al amor… Digamos solo: "Hasta luego hermanos". Y los pobrecitos muy ancianos, decían también hasta luego sabiendo de cierto que no se verían mas sobre la tierra.

Salomé, Zebedeo y sus dos hijos Juan y Santiago, María con tres de sus compañeras, Raquel, Clelia y

Fatmé acompañadas de Boanerges y Jehiel tornaron a la ribera del Mar de Galilea, lo mismo que Hanani con su familia. Los Esenios a sus respectivos Santuarios y los Doce entre su parentela, desde donde partirían a sus respectivos destinos.

Los de Betlehen tomaron rumbo al sur, por el trillado camino de las caravanas, mientras el Príncipe Judá, Faqui, Marcos y sus familiares, más los viajeros de la Galia tomaban el camino de Tolemaida, el puerto más cercano a Nazareth y desde el cual tenderían el vuelo definitivo.

— ¡Bien decía Jeshua!... exclamó el tío Jaime, cuando en el gran portalón de la casa de Nazareth los despedía a todos. Bien decía Jeshua: "¡Muerto el pastor se dispersarán las ovejas!"…"¡Tronchado el árbol que les daba sombra, las golondrinas tenderán su vuelo!"…¿Qué vientos soplarán para ellas en las regiones donde posen?...Y el buen tío Jaime, enjugó una lágrima furtiva que se había asomado sin su permiso, y cerrando el portal, tornó a la sala de la hoguera donde la pobre Dina, la huérfana que el amor del Cristo había adoptado en el hogar, ponía gruesas ramas en la hoguera que ardía de nuevo en vivas llamaradas.

7.- EL VUELO DE LAS GOLONDRINAS

La bandada era grande y no todas tomaban la misma ruta, por lo cual, Tactor amigo, tú y yo iremos buscándolas de una por una a fin de que no perdamos de vista a ninguna de ellas…"Que no se pierda ni una sola de las almas que me fueron confiadas”… – decía el Divino Maestro: y prendiéndonos del hilo de luz de su mirada que las alumbra a todas, sigámoslas sigilosamente a través de valles y montañas, de mares y desiertos, en las soledades y en medio de las muchedumbres. Vistamos la blanca túnica de los buscadores sinceros de la verdad, limpiemos la mente de viejos prejuicios, de ideas preconcebidas y de irrazonables fanatismos, para merecer que los sagrados Archivos de la Eterna Luz se abran para nosotros y nos entreguen sin reticencias sus secretos más ocultos... sus historias milenarias... sus poemas de inefable belleza, sus dramas y sus tragedias, que indudablemente las hubo, toda vez que el anuncio del Cristo Mártir no podía fallar: "No serán los discípulos mejor tratados que su Maestro".

Y siendo Judá y Faqui los primeros que tienden el vuelo hacia ultramar, los seguimos en primer término a ellos, que en dos grandes carrozas de viaje tomaron el camino de las caravanas hacia Tolemaida. Judá y Faqui dirigían las cuadrigas de robustos mulos que arrastraban los carros, mientras Isaías y Otoniel, Eliacín y Sipro, cabalgaban junto a las portezuelas, según la costumbre de la época en los viajes de familias de posición.

Un silencio de muerte, envolvía a los viajeros como un sudario frío, generador de imborrables recuerdos, pues cada uno llevaba en el fondo del alma un retazo del estupendo drama de amor heroico y de inaudita perversidad que habían presenciado en la patria de Israel, de la cual huían desesperadamente.

Simónides que había querido acompañarles hasta el puerto, rezagado en un rincón de la carroza guiada por Judá, dejaba hablar su pensamiento, no tan floreciente de optimismo como cuando tenía al lado a su soberano Rey de Israel. Y así que vio que la sombra negra de la tristeza quería apoderarse de él, tomó a su biznieto Jeshua Clemente para que la vivaz alegría del pequeño reanimara el fuego casi apagado de su corazón.

Nebai, con el pequeño Ithamar recostado en sus rodillas, recordaba que años atrás había viajado con los mismos compañeros de Antioquía a Tolemaida; pero ahora faltaba uno: Jeshua... aquel dulce y afable Jeshua de los 22 años, que la había consolado de la única angustia de su vida... la de saberse esclava del Príncipe Judá. Aquel tierno Jeshua que bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía, le había diseñado el camino de la paz y la dicha humana, como esposa de un hombre honorable y justo que no traicionaría sus esperanzas y su fe.

Vercia, silenciosa igualmente bajo sus velos, rememoraba su llegada a Tolemaida tres lunas antes, llena de esperanza en un triunfo cercano al amparo del Salvador de los oprimidos que había bajado a los valles de Palestina. Y en su grande alma luchadora infatigable por un ideal, se encendía de nuevo el fulgor de una lámpara eterna que no debía apagarse jamás; la Idea del Gran Hessus traída a la tierra por su hijo: el Amor Universal que reunirá un día a todos los hombres en el infinito seno de Dios.

Su tío el Bremen, en su hosco y tenaz silencio, saboreaba la indecible amargura del fracaso irremediable. Para él no resplandecía fulgor ninguno, porque en su horizonte solo se esbozaban sombras de muerte, más pavorosas aún que las que le habían envuelto hasta entonces. Parecíale sentir retumbar ya en su corazón, los pasos sigilosos de la loba romana que traspasaba las ondas azules del Bordona y las doradas del Loira, que ponían cerco a su Gergovia amada escondida entre montañas.

En la otra carroza guiada por Faqui reinaba también el silencio... ¡pero un silencio de recogimiento, de devoto fervor, casi de unción religiosa,… porque la dulce Noemí de los cabellos blancos y los ojos de gacela leía a media voz los salmos más emotivos y tiernos, aquellos que evocan la misericordia divina, como la única esperanza y consuelo único del alma sumida en tristezas de muerte! Leía para sí misma y para Amram, la amante sierva que sentada en un banquillo a sus pies, hilaba tranquilamente un suave velloncito de lana, pues sus laboriosas manos no sabían estarse quietas.

Thirza atendía su mimosa muñequita endeble, que aparentaba un año menos de los que en realidad tenía. Y Marcos se esforzaba en consolar a Ana, que había hecho un supremo esfuerzo sobre sí misma para decidirse a salir de la casa de Nazareth, dejando ese día a Myriam, su madre de tantos años… casi como los que tenía de vida, y dejándola sin Jhosep su padre, sin Jhosuelín su hermano... sin Jeshua... ¡el gran hijo que había sido la luz única de su vida!

—Yo no me opuse a que te quedaras Ana —decíale Marcos a media voz —bien lo sabes. —Ella es una santa heroica Marcos —contestaba Ana— y cuando le anuncié que me quedaría, ella me dijo: "— ¡No hija mía, no! Anda con tu marido, porque la esposa debe seguir al esposo aunque se le rompa el corazón en muchos pedazos. Dios llenará mi soledad con la presencia espiritual de mis amados del cielo. Estoy llena de la vida de ellos. Estoy llena de su recuerdo y de su amor que no puede morir jamás". Y recordando estas palabras con que la había despedido Myriam, Ana secaba sus lágrimas de ternura más que de dolor.

— ¡Es una santa heroica! repetía. Después de haber perdido a Jeshua, ¿qué pueden significar para ella estas otras pérdidas?

Cuando llegaron a Séphoris, casi anochecía, y el anciano Simónides, indicó la conveniencia de pernoctar en aquella ciudad donde el "soberano Rey de Israel" había instalado una sede de la Santa Alianza cuando la epidemia asoló esa región y allí podían pasar la noche.

—Ciertamente —dijo Marcos—. Es un prosélito romano quien está encargado de ella, y tiene además un recinto de oración consagrado al "Dios Invisible". Se llama Lucio Marcelo de Módena. Ha sido sacerdote de

Apolo, y ahora dice que es sacerdote del Profeta Nazareno.

— ¡Cómo! —exclamó Judá. ¿Un extranjero nos ha llevado la delantera abriendo un templo en homenaje a Jeshua, y nosotros aún no hemos hecho nada?

—Pero lo haremos y bien pronto niño —intervino Simónides.

—A eso vamos cada cual a su tierra —añadió Faqui. —Guíanos Marcos, y veamos tu prosélito romano —añadió de nuevo Simónides. Era una granja entre risueñas colinas al Noroeste de la ciudad y a la orilla misma del arroyo Tubarin, que atravesando gran parte de la provincia Galilea, corría impetuosamente a desembocar en el mar. El buen prosélito romano, como le habían llamado, vivía con un matrimonio de edad madura, y tres siervos jóvenes, todos esclavos suyos traídos desde su tierra lejana. Judá que dominaba a la perfección el latín se enfrentó con él. Cuando supo que los viajeros eran… puede decirse… la familia misma del Profeta Nazareno, que venían de la casa de su madre, y trayendo entre ellos una hermana del Profeta, el buen hombre creía que algo más que los dioses del Olimpo bajaban a su casa, y encontró pequeña la portada de su casa para darles entrada por ella. Y el buen viejo Simónides decía con íntima satisfacción: — ¡Ya se ve! ya se ve que nuestro Rey de Israel no ha muerto sino que vive y es El que nos hace abrir todas las puertas.

La casa modesta y sencilla pero de puro estilo romano, tenían su gran pórtico, su peristilo o galerías formando un cuadrado al gran patio con una fuente y un surtidor de agua. El tablinum u oficina del dueño de casa, era el templo o santuario del Dios Invisible del Profeta Nazareno. Las habitaciones se abrían bajo el peristilo o galerías y allí se instalaron las mujeres de inmediato. La pobre Noemí con su Amram inseparable se sentía terriblemente cansada. Thirza que parecía una convaleciente de larga enfermedad tomó posesión del primer diván que encontró a su alcance. Marcia la esclava, ama de casa, se multiplicaba para atender a aquellos viajeros y en su lengua mitad siria, y mitad latina les preguntaba si venían de más allá de los desiertos africanos.

Tres días permanecieron en Séphoris para complacer al buen prosélito romano, que no quería dejarles marchar sin que pasaran revista a todo cuanto había realizado la Santa Alianza, nombre que ya comenzaba a ceder ante otro que debía imponerse bien pronto: Congregación Cristiana.

El amor al Cristo Ungido de Dios, recientemente desaparecido de la tierra, reclamaba sus derechos en el corazón de los que le amaron; y a toda reunión de seres en su nombre parecíales que debía llamarse con su nombre. Y de esta necesidad del corazón, comenzaron a surgir los nombres de Congregación Cristiana, Hermandad Cristiana, Eclesia Cristiana. Y por eso Marcelo de Módena llamó siempre al Tablinum de su casaquinta: "Eclesia nostrum,… Nuestra Iglesia.

Este recinto era lo que luego fueron los pequeños oratorios cristianos del siglo I: Una sala grande o pequeña con una repisa al frente, con las Tablas de la Ley, las Escrituras Sagradas y un candelabro de siete luces. Con los estrados alrededor, y una mesa al centro rodeada de bancos para los lectores y comentaristas de las Escrituras.

Al día siguiente y cuando el sol se levantaba en todo su esplendor, Judá invitó a Faqui a salir al bosque que aparecía a las orillas del arroyo. — ¡Me ahogan los recuerdos Faqui! —le dijo cuando estuvieron solos. ¡No los resisto más!... ¡Me vuelvo loco!— ¡Pero hombre!... ¿Qué quieres hacer?

—¡Aquí!... aquí en este mismo sitio, sobre este peñasco en el que parece apoyarse el tronco de este cedro, se sentó Jeshua cuando hicimos un descanso en aquel viaje hacia Antioquía. ¿No lo recuerdas tú? Preguntaba Judá con su voz que temblaba, mientras daba con el puño cerrado sobre el peñasco, como si quisiera hacer surgir de él, aquella dulce imagen que vivía en su retina.

—Sé que estuvimos aquí, pero no conservaba en mi memoria ese detalle —le contestó Faqui.

—Tú estabas entonces lleno con tu naciente amor —dijo Judá. Pero yo que aún tenía abiertas en mi corazón todas las heridas que abrió en él la maldad de los hombres, lo recuerdo muy bien. Este peñasco es testigo de una profecía que me hizo aquí Jeshua y que aún espero parte de su cumplimiento.

—Yo sé —me dijo —que tú no llegarás a comprenderme en la misión que traigo a este mundo, hasta después de mi muerte. — ¿Hablas de morir cuando empiezas a vivir y tienes menos años que yo? —le dije. —"Tú ignoras el final de mi camino” —añadió; —pero como yo lo he visto, pido a mí Padre Celestial el poder de abrir tu camino en la vida con una felicidad tan completa, que colme todas tus aspiraciones de hombre terrestre…"Y una voz interna me lo ha prometido".

— ¿Y con todo esto quieres decirme —interrumpió Faqui— que Jeshua te anunció el encuentro con Nebai en Antioquía?

—Justamente; y todo eso se ha cumplido al pié de la letra. Pero mis aspiraciones de hombre de la raza de Abraham no se han cumplido aún. La patria sigue esclavizada y su Salvador ya se volvió a los cielos infinitos. Pienso que la voz interna que le habló a él, no puede fallar.

—Tú corres mucho amigo mío en la búsqueda de tus ideales; y a veces es necesario esperar años y aún siglos —contestó Faqui.

—Cuando estaba cautivo como esclavo en las galeras del César… ya esperaba —contestó Judá.

— ¡Y debes confesar que has conseguido mucho!... Además debemos comprender que el Cristo Ungido de Dios no puede ser sólo para salvar tu pueblo y tu raza, Judá. El Salvador del mundo debe ser para todos los seres de la Tierra; y creo que aún no podemos ver ni tú ni yo, hasta dónde podrán llegar los efectos y las consecuencias de la Obra que Él ha realizado y de la tremenda inmolación que ha aceptado por su ideal y por la salvación de los hombres que abracen ese ideal.

— ¡Faqui! antes de partir de este lugar, quiero inmortalizar en este peñasco el recuerdo de aquellas palabras de Jeshua. ¿Cómo podré hacerlo? Mil ideas bullen en mi mente causándome tan grande confusión interior, que no acierto con lo que sea mejor. El príncipe africano comenzó a observar todos los detalles de aquel peñasco sobresaliente de la colina.

—Podemos hacer aquí, bajo el espléndido dosel del cielo azul, el primer altar en homenaje al ideal divino de Jeshua —dijo Faqui reflexionando,— ¿De veras? Pues sería magnífico. ¿Cómo lo harías tú?

—Óyeme: cortamos el tronco de este joven cedro, a la altura donde comienzan las ramas. La más gruesa de ellas, despojada de hojas, la atravesamos en la parte superior. ¿No eligió Jeshua para el sacrificio por su ideal un madero con un travesaño en lo alto, que en el mundo se llama una cruz?

— ¿Y qué más? preguntó Judá —porque eso solo no basta. Manos criminales, piratas y bandoleros también murieron en una cruz. —Déjame concluir mi pensamiento, insistió Faqui. Sobre este peñasco y apoyada en el tronco del cedro que será la cruz, pongamos un bloque de piedra blanca con esta inscripción "Ama a tu prójimo como a ti mismo".

¿No es esto un verdadero jeroglífico, que en dos troncos cruzados y un bloque de piedra sintetiza el ideal del Cristo-Mártir?: El amor a sus semejantes como a sí mismo le llevó hasta la muerte sobre una cruz.

— ¡Magnífico Faqui! contestó Judá… Y sin esperar ni un segundo más, buscaron un picapedrero y un hachador que en el menor tiempo posible, echase abajo la copa frondosa del árbol elegido como víctima y le aplicase el travesaño en lo alto, mientras el artesano de la piedra grababa en el bloque elegido la sublime frase aquella que resumía en pocas palabras el gran ideal por el cual el Cristo había entregado su vida. Y cuando dos días después estuvo hecho a gusto de los dos amigos, todos los Compañeros de viaje más el romano Lucio Marcelo de Módena, vertían lágrimas de íntima emoción ante aquel peñasco mudo, en que estuvo sentado el Cristo vivo, y en el que aparecía vivo y eterno su ideal sublime por el que entregó su vida de hombre: “¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!”

Fue el primer altar levantado en homenaje al dulce profeta Nazareno, sembrador eterno del amor entre los hombres. Y cuando toda la población de Séphoris, pareció darse cita para ir a reverenciar aquel humilde y rústico altar de un peñasco sin pulir y el tronco de un árbol, Judá se abrazó a su gran amigo africano y entre sollozos le dijo:

— ¡Acabo de convencerme Faqui de que Jeshua será el Salvador de todo este mundo!

Y los viajeros partieron hacia Tolemaida cuando a la mañana siguiente se levantaba el sol en el horizonte. Aquel peñasco mudo en que nadie había parado su atención, aquel árbol mutilado y con un travesaño encima, aquellas palabras grabadas sobre una piedra, bastaron para calmar la febril ansiedad de Judá que sentía viva en su corazón la incurable herida: su Rey de Israel se había ido sin salvar su país del yugo extranjero.

La situación era la misma. ¿Qué fenómeno había pasado como un rayo de luz fugitivo por el alma de Judá decepcionado antes y ahora optimista? Hay instantes decisivos en el alma humana, en que una circunstancia cualquiera parece iluminar un vasto horizonte haciéndole entrever el triunfo definitivo en un futuro cercano o lejano, de un ideal perseguido con febril ansiedad.

— ¡Bendito peñasco y bendito mil veces ese joven cedro del bosque de Séphoris! —decía Nebai, viendo otra vez que el optimismo desarrugaba la frente de Judá y animaba sus ojos con el brillo de la juventud. Y ella que como ayudante de su padre en dibujar croquis y planos había adquirido mucha práctica, cuando estuvieron en su villa del Lacio dibujó un croquis del rústico altar del bosque de Séphoris y las copias se multiplicaron y repartieron entre los primeros amigos y discípulos del Cristo Mártir, que desde la gloria de su Cielo de los Amadores, vería aquel humilde altar no como un peñasco y un tronco de árbol sino como un monumento grandioso hecho de corazones que le amaban y que eran con toda verdad los legítimos herederos del legado eterno del Padre.

Llegados sin mayores incidentes al Puerto de Tolemaida, buscaron de inmediato la casa en que estaba establecida la Santa Alianza, y no fue pequeña la sorpresa de Isaías y Othoniel el encontrar como encargado de ella al tío Maneas admirablemente rejuvenecido y fuerte. Estaban con él su hija viuda y tres nietecitos que eran toda su gloria según él decía.

—No os asombréis tanto —les decía el buen hombre —que no he ascendido a doctor de la ley. Soy únicamente guardián de esta casa y de cuanto en ella se encierra. Aquí viene el amo de todo el comercio honrado de este país. Y el viejo Maneas se confundió en un gran abrazo con Simónides, mientras los demás se asombraban de tan estrecha amistad. Y era que nuestro amigo el gran comerciante, estaba siempre en acecho "para encontrar las perlas perdidas entre el rastrojo", y los pozos de agua dulce en los salobres desiertos.

Y habiendo tenido conocimiento años atrás por Judá del noble desinterés de Maneas al recoger sus dos sobrinos ciegos e inútiles, pensó con acierto que ese hombre era un excelente colaborador para la obra que realizaba por el Soberano Rey de Israel. ¿No había guardado durante once años bajo una losa del piso de su covacha, el tesoro dejado por su sobrino para el Mesías Ungido de Dios?

El dirigente principal de la Santa Alianza en Tolemaida, era aquel bardo Efraín que hemos conocido en Arquelais y que por conveniencias familiares debió trasladarse a la ciudad puerto donde acababan de llegar nuestros viajeros.

Dos días después, llegaba desde Antioquía un barco de la ya conocida flota marítima perteneciente al príncipe Judá y que administraba tan hábilmente Simónides. El velero Ithamar, uno de los mejores equipados y más perfectos de la época, era mandado por aquel Capitán al cual el Divino Maestro, el Jeshua salvador de todos los oprimidos, le había comprado en Tiro 168 esclavos para darles la libertad, hecho que recordará bien el lector de Arpas Eternas. Se llamaba Príamo de Páfos y estaba al servicio de Simónides desde aquel tiempo. El sagaz anciano que no perdía las oportunidades de hacer resplandecer ante todos las cualidades del Soberano Rey de Israel, lo llamó ante el grupo, de viajeros y le habló así:

— ¿Ves aquí este joven señor? El, es el Príncipe Judá hijo de Ithamar, el dueño de este barco y de todos los que lucen el pabellón amarillo con estrella azul. El buen marino se inclinó profundamente ante Judá, y éste se acercó a él y le estrechó la mano.

—“Ya sé toda aquella historia de cuando nuestro Rey-Mártir te pagó los esclavos que ibas a conducir a lejanos" puertos. Nosotros formamos parte de su numerosa familia y vas a llevarnos hasta las costas de Italia. El marino se sentía embargado de profunda emoción rememorando aquel hecho lejano y la mirada radiante del Genio salvador de los esclavos que nunca pudo olvidar. Recordaba bien sus palabras: "Yo te daré un amo que no comercia con carne humana viva y bajo su mando, tendrás el pan en abundancia y la dicha en tu corazón".

Y esas palabra se habían cumplido al pié de la letra. Había mejorado grandemente la situación de su hogar, formado años antes con una honrada doncella Siria; había logrado sacar de la cárcel a su hermano mayor preso por una deuda; podía tener sus ancianos padres a su lado; había recogido a la madre viuda de la que era su esposa. El buen Genio le había concedido salud y vida para sus niños que eran cuatro; y en un hermoso paraje de las afueras de Tiró se había comprado un solar de tierra, donde entre viñedos y plantaciones estaba su nido hogareño, lleno con todos los amores que pueden hacer dichoso a un hombre de bien. — ¡Oh el buen Genio!... —exclamaba aquel hombre de mar—… jamás podré olvidarle porque Él me hizo vivir una vida nueva que yo no conocía. Desde entonces he puesto el amor por encima del dinero, y es cuando tengo dinero de sobra para cubrir todas las necesidades de la familia y aun para socorrer a los necesitados que protege la Santa Alianza. ¿Cómo es que no pudo salvarse de las garras de los malvados, Él que salvaba a los demás?

Y el emocionado marino oyó muchas voces que contestaron a la vez: — ¡El quiso morir!...

—Por su ideal de Fraternidad, de Igualdad, de Justicia, de Libertad para todos los hombres —añadió a las voces de todos Vercia la Druidesa gala, para quién era tan claramente comprensible aquel divino Ideal, más sublime y grande que todas las cosas de la tierra.

El barco se hacía a la vela a la madrugada siguiente y esa noche, a la orilla del mar, y en la misma rinconada que formaba los grandes peñascos de la costa, donde en otra hora, el viejo Maneas encendía su fuego para hacer el pescado de la cena, la Druidesa preparó la piedra del fuego sagrado para encenderlo por última vez en la tierra bendita, en donde el Gran Hessus había hecho nacer en carne mortal a su hijo.

— ¡Porque esta vez es única en mi vida —les dijo— os dejaré asistir a todos cuantos habéis amado al Hombre Luz que vino a traerla a la Tierra, y que aún muerta su carne, la encenderá más viva aún para todos los que quieran verla! La llama perfumada se levantó en la oscuridad de la noche y el suave viento del mar la extendió por toda la pequeña ensenada en que se encontraba el fervoroso grupo de los amantes de Jeshua. Iba prendiendo en los cardales silvestres, en las espadañas hirsutas, en los juncales trémulos que sobresalían de las aguas tranquilas de la orilla...

Y Vercia… sumida en honda meditación, semejaba una estatua de mármol blanco, sentada sobre un peñasco tan inmóvil como ella misma.

Todos miraban con asombro y emoción que las llamitas doradas iban rodeando el peñasco en que la Druidesa continuaba inmóvil; pero la fuerza poderosa del estado psíquico en que todos se encontraban, parecía anudar la voz en la garganta y ninguno hablaba. La presencia divina se sentía tan profundamente, que cada cual llegó a imaginarse que estaba bajo las naves grandiosas de un templo, donde el fuego santo de los cielos consumía toda la escoria de la tierra.

¡Oh divina alma humana! divina Psiquis, cuán poderosa eres y cuán desconocido es tu poder soberano, por la mayoría de los hombres de esta tierra…

El solo pensamiento evocador de Vercia, la Druidesa Gala, había bastado para producir todo aquel conjunto de fervientes pensamientos; de sagrados recuerdos, de anhelos hondos y fuertes, que hacían latir aceleradamente los corazones de cuantos rodeaban el rústico altar del fuego sagrado, en que se plasmaban para ella, las divinas visiones que la ayudaban a vivir la vida terrestre con esperanza y con fe.

Por fin la vieron que abrió los ojos... que volvió a la vida… cuando las llamitas Adoradas iban apagándose lentamente. Y haciéndoles una señal de silencio, miraba fijamente la piedra del fuego.

¡Una blanca visión… se materializó sobre ella… en la cual todos reconocieron a Jeshua!... a través de los mil resplandores, que como iris sobrepuestos le envolvían, irradiando después hasta una larga distancia. Y a través de esos velos iridiados, que temblaban como agitados por el viento, vieron infinidad de cruces entre rosales rojos, que formaban un bosque que se perdía a lo lejos… a lo largo de la costa y sobre las olas del mar. Cuando todo aquello se esfumó en la niebla marina que empezaba a levantarse, Vercia habló con su voz quebrada por los sollozos:

— ¡Ya lo habéis visto todos:… El Hijo del gran Hessus sólo nos promete sacrificios y Amor!

Y cuando los arreboles de la aurora, daban al amanecer la impresión de que los rosales rojos de la nocturna visión se habían deshojado sobre los peñascos de la costa y sobre las aguas del mar, el barco soltaba amarras y desplegaba todas sus velas rumbo al occidente, mientras la tripulación cantaba el estribillo del himno del mar en lengua Siria, para no herir los oídos de los amigos de Roma:

"Mar que besas las orillas

De las tierras de Abraham,

Oye el clamor de sus hijos

Que piden la libertad"

Sólo tres personas quedaron en la costa… agitando los pañuelos blancos de la despedida: El anciano

Simónides, Othoniel, que de mayordomo había ascendido a Secretario del Príncipe Judá, y el viejo Maneas, cuyo tranquilo bienestar le había quitado al parecer veinte años de encima.

El viejo administrador de los tesoros del Rey de Israel, según él decía, quiso llegar una vez más a Antioquía de la cual estaba ausente desde hacía varios años. Era el centro de la vastísima red comercial que manejaba y quiso cerciorarse bien de su buena marcha. Othoniel había obtenido, por tres lunas, un permiso de su complaciente superior el príncipe Judá, pasadas las cuales se reuniría nuevamente con él en su Villa del Lacio.

El motivo expuesto era por asuntos familiares que debía resolver en ese tiempo, pero nosotros, lector amigo, podemos averiguar el motivo verdadero que le retenía en Galilea. Y ya que Simónides se embarca para Antioquía, y Maneas vuelve al local de la Santa Alianza en Tolemaida, sigamos los pasos de Othoniel que retorna a Séphoris, y de Séphoris a la orilla del Mar de Galilea, a la casa de Hanani con quien tenía una buena amistad.

Este… había manifestado en la gran Asamblea que, por el momento, no podía dejar su casa en los suburbios de la fastuosa ciudad de Tiberias, de donde sacaba los medios de vida para toda su familia; y había planeado la formación de una Congregación Cristiana… como las que empezaban a formarse en aquel entonces… Pero es necesario decir toda la verdad…. No era éste el pensamiento íntimo de Othoniel. Había en el fondo de su corazón otra idea más fuerte que la de constituir la Agrupación Cristiana. Él no pudo olvidar nunca a la castellana de Mágdalo, que no había puesto en él más atención que la que rige una buena amistad. Al único a quien había confiado, tiempo atrás su secreto, era al Príncipe Judá… que buscando elevarlo de posición para ponerlo a nivel del ideal que sustentaba, lo había hecho su Secretario particular y Jefe del personal adherido a su casa.

— ¿Cómo quieres que ella ponga su amor en ti,… si lo ha dado todo al Ungido de Dios? le había observado Judá, cuando le hacía Othoniel su confidencia.

—¡Ya lo sé! —le contestaba éste—, pero el Ungido de Dios es sólo un resplandor de su infinito poder y grandeza. Me has referido que fue él mismo quien te acercó a Nebai tu esposa, porque él no había venido para tomar una esposa. ¿No es esto una verdad?

-Sí que lo es Othoniel, tal como te lo he dicho.

— ¿Entonces?... Mientras Él estuvo con vida de hombre sobre la tierra, cualquier mujer de gustos delicados y de elevado mirar, tenía por fuerza de lógica que enamorarse de él. Esto lo comprendo muy bien y lo comprenderás tú también: ¿No podría suceder… que al igual que Nebai, tu esposa, aceptase María otro amor, habiendo desaparecido de la vida material el hombre superior y único que colmaba su anhelo?

— ¡Podría suceder, es cierto! Pero algo hay en mí mismo que me hace ponerlo en duda —le contestó Judá —. Hace tiempo, cuando yo adiviné tu inclinación hacia ella, fue que te propuse dejar la mayordomía de mi casa para que fueras mi Secretario-Gerente, y lo hice con la amplia aprobación de Simónides, que conserva un gran afecto a la hija del griego Hermisnes. Ya sabes que nuestro viejo Administrador, elige sus amigos y colaboradores con el mismo cuidado con que analiza el oro puro y el que está mezclado con otros metales de inferior calidad. Parece que el griego era oro puro por su honradez y generosidad.

Cuando te hice mi Secretario-Gerente, le confié a él tu secreto… ¿Y sabes lo que me contestó?...

— ¡Dímelo y lo sabré!…

—"¡Cuán difícil es, ponerle un reemplazante al Soberano Rey de Israel, en el corazón de una mujer como la hija de Hermisnes!

— ¿De veras te dijo así?

—De veras. ¿Qué interés puedo tener en desfigurar la verdad? Esto, no obstante, puede suceder que la abrume el pensamiento de la soledad. ¡Triste cosa es, para una mujer joven, el vivir de un recuerdo y llorando sobre una tumba,… como decía el mismo Jeshua! De todos modos, cuenta conmigo para realizar tu gran sueño de amor, si es que está en lo posible.

Después de este breve relato, comprenderá bien el lector por qué Othoniel tomó de nuevo el camino hacia la casa de Hanani en la ciudad de Tiberias. ¡La ilusión le prestaba sus alas doradas, y le parecía que el camino se alargaba indefinidamente ante el galope de su caballo comprado en Tolemaida, para acortar más y más la distancia!

¡Oh… el amor que inyecta potentes energías en el alma humana y la lleva con febriles delirios hacia el objeto de su ansiedad!... ¡Por amor hemos visto correr a Pedro con ansia suprema, las largas millas que separan el Mar de Galilea, de los suburbios de Jerusalén!... ¡Por amor, vemos correr a Othoniel desde Tolemaida a la ciudad de Tiberias asentada muellemente a la orilla del Mar galileo!

Y… por amor, sólo por amor, veremos correr a unos y otros de los amantes de Jeshua, que tejen y destejen las hebras doradas del divino ideal que Él hizo desbordar como un río salido de cauce sobre todos cuantos se le acercaron. Y al recoger las aguas vivas de ese divino desbordamiento, cada uno lo comprendía a su manera,… lo diseñaba en su horizonte mental conforme a su comprensión, a su capacidad y a las necesidades de su íntimo yo. ¡Qué infinita piedad, qué amorosa ternura debió sentir Jeshua en su cielo glorioso de los Amadores, viendo la santa fiebre de amores que había dejado tendida como un manto de luz y de flores sobre las almas que en la tierra le amaron!

Cuando Othoniel llegó a la casa de Hanani, era una espléndida mañana y muy cercano el medio día. Estaba allí Juan, el hijo de Salomé; Felipe, hijo de Parmenas, y el pequeño Adin, que era ya un crecido adolescente y lo llamaban Policarpo, como el llorado abuelito de su niñez. También se alojaba allí Zebeo, uno de los Doce, desde que Pedro con otros se marcharon a Jerusalén.

Cuando terminó la comida del mediodía, Hanani dijo a sus huéspedes:

—Veo latente en todos vosotros el mismo deseo: Hacer de mi casa el centro de una Congregación Cristiana. Zebedeo quizá lo deseará también en su casa para los inmediatos del lago.

—No es así —observó Juan. Santiago, mi hermano, se fue con Pedro y los otros. Estoy solo con mis padres, y tres criados que cuidan el huerto. La concesión del pescado fue vendida en acuerdo con Pedro y Andrés, teniendo en cuenta las palabras del Maestro: "Seréis pescadores de almas".

— ¿Y qué harán los necesitados que vivían de vuestro reparto de pescado? —preguntó Hanani, inquieto ante el espectro del hambre para aquellas gentes.

—Ayuno… estás atrás de noticias, hermano Hanani— le contestó Juan. Los más fuertes comerciantes del Mercado de Tiberias, compraron la concesión del pescado y tan a buen precio, que hicieron posible el poder cumplir la palabra del Maestro: "Seréis pescadores de almas". Con la parte correspondiente a mi padre tienen para vivir hasta el fin de sus días. Y en acuerdo con Pedro y Andrés, hemos donado una barca a cada familia que sea capaz de utilizarla en la pesca, lo cual les permitirá contratarse a jornal con los nuevos concesionarios.

— ¡Magnífico! —Dijo Hanani—. Y ¿quién os aconsejó tan hermosa obra?

— ¿Quién va a ser sino Él, que nos prometió que estará con nosotros hasta la venida del Reino de Dios? —interrogó Juan lleno de alegría y de firmeza en su fe.

—Yo no puedo desentenderme de mis faenas de tapicero, pero como quiero cooperar en las Obras del Reino de Dios, es que pongo a disposición de todos los obreros del Señor mi casa y cuanto soy y tengo. —Era lo que esperábamos de ti Hananí, ya que no contamos con otro local indicado para centro de una agrupación de estudio y de oración —dijo Zebeo.

—Naturalmente —añadió Felipe— pues su proximidad a Tiberias la hace apta para este fin.

—El Castillo de Mágdalo —insinuó Othoniel— es también un sitio ideal. Su dueña es una ferviente discípula del Ungido del Señor, y estoy seguro que ya habrá pensado hacer de su casa un santuario en su memoria. Creo que dos sitios de reunión a este fin no perjudican a nadie.

—Al contrario —afirmó Felipe—. Cuantas más agrupaciones de oración se formen, será mayor el bien que realicemos, en cumplimiento de la enseñanza de nuestro Señor y Maestro.

—Puede ser más adelante —afirmó Hanani—. Mi hija Fatmé, que vive el mayor tiempo allí, me dice que la castellana se ha encerrado en un mutismo y encierro de luto riguroso.

—Es así de verdad —dijo Juan—. No recibe a nadie. Desde el día de la Asamblea en Nazareth no he vuelto a verla, aunque he ido allí varias veces. Se ha excusado de recibirme. Parece que no desea ver a nadie.

—Habrá fijado plazo de luto… como si el muerto fuera su padre —añadió Felipe—. A mi padre, griego de origen, le oí decir que en su país, el plazo de luto por un padre era de tres a seis lunas, según la edad del difunto, o sea, más largo plazo cuanto más joven. Y como nuestro Maestro Jeshua sólo tenía treinta y tres años...

— ¡Pobre muchacha! —Exclamó Othoniel—… Con enterrarse viva de esa manera, sólo conseguirá languidecer y morir como una flor en un sepulcro. Inutilizar así una vida, no creo que sea agradable al Cristo

Ungido de Dios, cuya enseñanza estaba fundamentada en las obras de amor al prójimo.

—Quizá el dolor la lleva a equivocar el camino —dijo Felipe.

— ¿Qué os parece —interrogó Othoniel— si entre todos vosotros, que sois sus vecinos,… puede decirse,… lográis convencerla de que no es así como agradará más al llorado Profeta Nazareno? También os acompañaría yo para reforzar vuestras razones. —Y yo, como padre de Fatmé, que goza de la confianza de ella, merezco acompañaros también.

Y… a la primera hora de esa tarde, los cinco hombres ya mencionados, emprendieron camino hacia el Castillo de Mágdalo, que sólo quedaba a media milla escasa de Tiberias. Y la conversación de todo el trayecto versó sobre las esperanzas y proyectos que pensaban convertir pronto en realidad.

Boanerges, había sido elevado a la categoría de Bibliotecario y Archivero del Castillo. Jehiel, el joven aquel que el Maestro salvó de morir apedreado por blasfemo en Arqueáis, era el Mayordomo. Fatmé desempeñaba las funciones de Ama de llaves, en reemplazo de Elida, muy achacosa y anciana, y con las doncellas que aun quedaban en el Castillo cuidaban de algunos ancianos y niños huérfanos sin familia que se alojaban allí.

Era otoño avanzado, casi entrada de invierno y el caer de las hojas amarillas y secas, los árboles descarnados, los jardines sin flores,… todo en fin,… parecía respirar una infinita tristeza que estrujaba el alma, no bien se llegaba a aquel gran portalón de verjas, que tiempo atrás aparecían pintadas de azul y oro y ahora se veían enmohecidas y trepando por ellas la apagada hiedra de las ruinas y de los sepulcros. ¿No era acaso un sepulcro vivo, la infeliz dueña de aquella mansión señorial?

Fatmé, el ama de llaves, Boanerges, el bibliotecario y archivero; y Jehiel, el mayordomo, se quedaron sin palabras ante los cinco visitantes, que pedían ser recibidos por la obstinada ermitaña que no quería saber nada de nadie. ¡Todo había muerto para ella y todo lo había olvidado!..., parientes, amistades, compromisos sociales, negocios, protegidos, pobres, ancianos, enfermos, huérfanos..., ¡todo! Todo había desaparecido, como al soplo de un mágico embrujo en el alma de aquella mujer, en la cual sólo vivía un recuerdo y un amor: el Profeta Nazareno que la había fascinado con su mirada genial, y con la infinita belleza de su alma de Ungido de Dios.

¡Y ella le había visto morir como un ajusticiado, sobre un patíbulo de infamia! Le había buscado en el sepulcro, en el amanecer tercero después de su muerte y no le había encontrado. ¡Se le había aparecido como un retazo de sol en la negra soledad de su vida!

Aquellos ojos divinos… le habían hablado en el mudo lenguaje de su mirar sobrehumano. ¡Le había visto ascender como un haz de rayos luminosos a orillas del mar de Galilea, en un ocaso inolvidable!..., ¡pero ya no estaba más sobre la tierra ni volvería a verle ni oírle jamás!

¡Jamás podría ungir con sus perfumes su cabellera bronceada, ni sus manos llenas de bendiciones de salud y de vida, ni sus pies infatigables para correr en pos de los doloridos de la tierra!...

Si bajaba a la orilla del mar o le recorría en su velero, en todas las barcas le buscaba y sólo encontraba rostros extraños..., ¡ninguno era el suyo! ¿Qué podía, pues, buscar en la vida? Y, hosca, taciturna y silenciosa se encerró entre los muros de su viejo Castillo, y aún más, casi de continuo en el reducido círculo de su alcoba solitaria.

En tal estado de ánimo estaba la dueña del Castillo, cuando llegaron a la verja los cinco visitantes.

¿Cómo no habían de quedarse paralizados y absortos los tres personajes que cuidaban de aquella casa, como tristes guardianes de un panteón sepulcral?

— ¿Pretendéis que os reciba, cuando pasa sus días encerrada en su habitación sin hablar ni aun con nosotros? —les preguntaba tristemente Boanerges, que había ensayado en vano todos sus recursos de trovador favorito, a cuyos cantares dulces y tiernos respondía siempre la castellana con un nuevo regalo, con un nuevo don, para el místico cantor que había transformado en armonías y en rimas hasta el murmullo de las ramas agitadas por el viento, según ella misma decía.

El amor, le sugirió a Othoniel lo que a ninguno se le había ocurrido pensar.

—Decidle —dijo de pronto— que vienen cinco discípulos del Profeta Nazareno, a rogarle que nos permita hacer en su Castillo, un monumento a su memoria.

Boanerges corrió con el mensaje, mientras los cinco visitantes pensaban: — ¡Que el Cristo hijo de Dios, incline la voluntad de esta mujer a nuestro deseo!

Ella había oído la petición y había callado.

El silencio duró unos minutos… y Boanerges vio… que gruesas lágrimas silenciosas rodaban por aquel rostro pálido y se perdían entre los pliegues de su túnica gris.

— ¡Señora! —le dijo— ¡ten piedad de todos nosotros, que lloramos dos muertos y no podemos hacerles vivir! ¡El Profeta y vos, señora, que habéis muerto con Él!... —Y un sollozo quebró la voz de Boanerges, que calló de nuevo.

Por fin ella habló:

— ¡Está bien, Boanerges..., iré para Él, viviendo para vosotros!

—Haz pasar los visitantes al cenáculo… que allí les recibiré.

El joven trovador bajó corriendo la escalera… y no paró hasta llegar al portalón donde esperaban los visitantes. — ¡Otro milagro del Profeta! —les dijo jubilosamente—. La señora os recibirá, aunque para ello he pasado el tormento de ver de cerca la angustia que la está matando. Pasad… que en el cenáculo os recibirá.

— ¡Gracias al Profeta Nazareno y a todos los profetas de la corte celestial! exclamó Othoniel… que había pasado un terrible momento de ansiedad hasta que Boanerges apareció con la buena noticia.

— ¡Hombre! — ¡Díjole Hanani!—. ¡Ni que hubieras esperado la resurrección de tu padre!... Paréceme que aquí hay algo más fuerte, que el deseo de fundar una Congregación.

—Hace ya rato que lo sospechaba —dijo riendo Zebeo.

—Veo que yo anduve más listo que ustedes— añadió Felipe—. Dije que lo sé, desde aquel viaje en que el Maestro Jeshua nos deshojó, como un rosal de amor, la parábola del Hijo pródigo.

— ¡Y yo creo que estoy en descubierto! —Confesó Othoniel—. Pero creo que no es ningún delito un amor a los treinta años.

— ¡No hombre, qué ha de ser! —Díjole Hanani— estamos todos para ayudarte, aunque sólo sea con el buen deseo.

Iban caminando hacia la casa… y sólo Juan y Boanerges no habían dicho ni una sola palabra al respecto. Diríase que les hacía daño la sutil ironía con que se trataba el asunto. Ambos, de temperamento profundamente emotivo y místico, guardaban todos sus sentimientos en el profundo secreto relicario del alma... Para Juan y para Boanerges… era algo así como pecado el descubrir un amor en presencia de terceros.

El tablinum de los romanos y los griegos, era el despacho o salón de recibo de los tiempos modernos; pero la dueña del Castillo de Mágdalo, queriendo adaptarse a los usos y costumbres del país en que había nacido el Profeta Nazareno, lo había transformado en Cenáculo tal como el Maestro lo había arreglado en su casa paterna de Nazareth.

Era el de Mágdalo, un imponente salón de techos artesonados y muros recubiertos de tapices y de frescos, de los buenos artistas del pincel y del telar provenientes de Persia y de Bombay. Mucho tiempo debía haber transcurrido sin abrirse, porque las flores de los jarrones y ánforas estaban resecas, y un ambiente de casa vacía parecía estar tendido como una bruma helada en aquel inmenso recinto.

—Perdonad —dijo el mayordomo Jehiel al abrirles las puertas—. Esto parece más bien un panteón sepulcral que un Cenáculo. La señora ordenó que no se cambiara nada de cuanto había.

—Está todo muy bien —se apresuraron a decir los visitantes.

—Es que ella quiere conservar este Cenáculo como estuvo la última vez que el Profeta Nazareno visitó este recinto. ¡Y pasaron ya tantas lunas!... —añadió con tristeza Boanerges.

—No hagáis una tragedia de lo que es perfectamente natural —observó Hanani con su habitual expresión conciliadora—. Conque seamos recibidos estamos satisfechos. Y entre todos ayudaron al mayordomo a abrir ventanales y correr cortinados. Una explosión de luz dorada de la tarde penetró como un torrente en aquel recinto tanto tiempo cerrado. Los visitantes quedaron solos en el gran salón y comenzaron a examinar los hermosos tapices que cubrían los muros y que para ellos eran completamente inexplicables.

En el claro de un bosque frondosísimo, un joven dormido debajo de una encina y envuelto en un manto blanco, como una toga romana o un himation de los griegos. Los hermosos matices del tejido representaban su sueño: un ser casi transparente y vestido igual que el durmiente, cortaba con una hoz de oro una planta de muérdago y se la entregaba. Y al pie del tapiz, podía leerse en griego: "La visión de Rama". "Recibe de un Genio celeste el muérdago sagrado, que cura las enfermedades y da una muerte feliz".

Felipe, hijo de griego y familiarizado con el idioma de su padre, pudo traducir las inscripciones. Otro tapiz representaba al mismo joven que dormía bajo la encina, en el momento en que el mismo Genio celestial le entregaba una antorcha y una copa de transparente cristal. Y Felipe volvió a leer al pie del tapiz: "Rama recibe la antorcha de la Luz Eterna y la copa de la Vida y del Amor".

—Ahora me lo explico todo —dijo Hanani pensativo—. Todo esto, debe significar la Religión o creencias de estas buenas gentes que los israelíes llamamos idólatras y paganos, hijos de Satanás. Pero de verdad, los demonios deben ser muy hermosos, pues no veo aquí diablos con colas largas ni con cuernos amenazadores.

—Nuestro Maestro —dijo Juan— nos explicó todo esto, en cierta ocasión que estuvimos aquí con Él. Todo esto es grande y Él decía, que nosotros seríamos quienes descubriéramos a los hombres de la nueva Era, la sabiduría oculta de los hombres del pasado. Mirad aquel tapiz… entre los dos ventanales... Todos se volvieron a él. A fuerza de sutiles hebras de hilo y seda, cromos inimitables, estaba diseñado un monte imponente, coronado de bosques de encinas impenetrables. Y entre ellos se destacaba un Santuario ciclópeo, como si fuera obra de gigantes. En su peristilo de columnas dóricas, estaba un hombre de cabellos de oro y ojos azules, que vestido de lino blanco y coronado de mirto y de ciprés está en actitud de recibir a un jovenzuelo que se acerca tímido hasta él… Y la inscripción en griego antiguo que traduce Felipe decía: "El templo de Júpiter, sobre el monte Kaukaión, donde Orfeo, el Pontífice Luz de la Grecia prehistórica, recibe a su discípulo para iniciarlo en los divinos misterios".

Tan absortos estaban los visitantes, en este conjunto de exóticas bellezas indescifrables para ellos, que no sintieron levantarse una cortina del fondo del salón, dando paso a una mustia sombra gris que les miraba en silencio.

Era la castellana, vestida como las mujeres esenias para entrar al Santuario. Una túnica gris, sujeta a la cintura por un cíngulo blanco y la cabeza cubierta con una toca de blanco lino. La mirada fija de ella, debió hacer el efecto de un llamado, porque los cinco visitantes se volvieron hacia ella a un mismo tiempo.

— ¡Señora! —dijo Othoniel acercándose el primero y haciendo ademán de tomarle una mano para besársela, como una manifestación de respeto, según el uso. Pero ella dio un paso atrás y escondió sus manos entre las anchas mangas de su túnica.

— ¡María! —dijeron Juan y Hanani más familiarmente en su cariñosa expresión. Felipe y Zebeo se limitaron a una grave inclinación de cabeza. Los recuerdos revivieron para todos, en aquel instante en que seguramente todos pensaron al unísono: "No está ya entre nosotros Aquél que deshojaba paz y dulzura en todos los ambientes." Y María, como si fuera el eco de aquel pensamiento, dijo con tenue voz cargada de tristeza: —No está ya entre nosotros… Aquél que deshojaba paz y dulzura en todos los ambientes. ¿Qué buscáis vosotros aquí?

—María —díjole Juan, que conociéndola desde niño, podía permitirse alguna mayor confianza con aquella mujer, a quien el dolor había tornado esquiva y huraña—. ¿Por qué hacer de la vida una tortura, cuando Él nos dijo que estaría con nosotros por la fe y por el amor?

— ¿Qué buscáis vosotros aquí? —volvió a preguntar la castellana como si no hubiera oído las palabras de Juan.

—Os hicimos anunciar —dijo Hanani—, que deseábamos levantar aquí un monumento en homenaje al

Profeta Nazareno Ungido de Dios y solicitamos vuestra aprobación.

—Él no quería monumentos sino sólo amor —contestó la mujer. Y alzando la voz como en un grito quebrado en sollozos añadió—: ¡Y sólo amor habrá para Él en esta casa mientras yo viva!

—Si me lo permites, terminaré el pensamiento expresado por Hanani — dijo Othoniel—. No pensamos en un monumento de piedra, ni de oro, ni de plata, sino en un Santuario o recinto de congregación de cuantos le seguiremos amando hasta el fin de la vida. Sabiendo tu amor por Él, señora, hemos pensado en esta casa.

La castellana se sentó en un pequeño taburete, y les indicó con la mano que lo hicieran igualmente en los Clismos o sillones cubiertos de tapices, que había diseminados entre mesillas de tres pies, muy usadas entre los griegos para colocar vasos o bandejas ante cada visitante… Parecía tener gran dificultad en hablar.

—Yo tuve una extraña energía que casi puedo llamar audacia, mientras El vivía y sufría. Ahora Él no necesita nada de mí, y nada me siento capaz de hacer. Si vosotros necesitáis de esta casa para hacer algo que os lo siga recordando, hacedlo libremente, como si fuera vuestra casa. Yo no necesito de nada para recordarlo, porque todos los días que me restan de vida los viviré llorando su muerte,.. Y así diciendo, se echó el velo de la blanca toca sobre el rostro y estremecida por los sollozos, se perdió entre los cortinados y no la vieron más… Un doloroso silencio de llanto contenido, corrió como una ola de angustia entre todos y por un momento nadie se movió de los asientos.

Juan, como más de la casa, se levantó y dijo:

—Llamaré a Boanerges y Jehiel y arreglaremos con ellos cuanto queramos, si estáis de acuerdo.

— ¡Vaya un recibimiento! —Dijo Felipe—. ¡Pobre mujer, creo que es incurable!

—No podemos quejarnos —dijo Hanani— porque en medio de su dolor, nos da libertad para tomar su

Castillo como nuestro y hacer en él lo que queramos en recuerdo del Mesías.

En verdad es así —añadió Zebeo—. Quizá nosotros no podemos comprender estos temperamentos, mezcla de arte y de misticismo en que la intensidad llega a extremos inconcebibles, lo mismo en el amor que en el dolor.

Othoniel estaba aplanado,… como si una montaña le hubiera caído encima.

— ¡Pobre mujer! —dijo por fin—. Si todos cuantos amamos al Profeta y recibimos sus dones, hubiéramos quedado como está ella, sería un salmo de dolor y no un apostolado de enseñanza lo que haríamos en su nombre.

—En efecto —dijo Juan—. Y creo que nuestro deber es aprovechar la autorización que ella nos da sobre su casa, que quizá más adelante reaccione y se una a nosotros. Veamos a Boanerges.

Juan salió, volviendo al breve rato con Boanerges, Jehiel y Fatmé.

— ¡Cómo! —dijo esta—. ¿Estáis solos? ¿María no os atendió?

—Nos autoriza para hacer cuanto queramos en recuerdo del Profeta Nazareno, pero sin contar con ella, que no se siente capaz de hacer nada.

—Ya habéis conseguido mucho con eso —observó Boanerges—. Creo que es un principio de curación.

Dejémosla en paz. Y puesto que os da su permiso, contad con nosotros tres. — ¿Qué queréis hacer?

—Hacer de esto un Santuario de congregación, para meditar las enseñanzas del Maestro y prepararnos a difundirlas por el mundo —dijo Zebeo—. Con sólo llorar su muerte no cumplimos sus mandatos, según me parece.

— ¿Estáis solos en el Castillo? —preguntó Othoniel.

—Están conmigo tres doncellas más: Raquel. Clelia y Safira; una hebrea, otra griega y la otra árabe.

Además los criados a jornal pues son todos libertos desde que el Profeta de Dios pasó por esta casa.

— ¿Y los refugiados se marcharon todos? —preguntó Hanani a su hija.

—El Profeta los curó a todos y se fueron a sus pueblos nativos. Quedaron solo nueve, sin familia: seis mujeres y tres hombres, todos ancianos. Pero ellos habitan en el pabellón de los telares, que antes era para juegos y ensayos de las Canéforas que nos enseñaban danzas clásicas.

—Por lo visto, todo ha cambiado en nuestro mundo interno y externo, con la presencia del Ungido —observó Felipe.

—Y espero que continuará cambiando —añadió Othoniel— pues sabemos que en este mundo todo se transforma día a día.

Mientras sucedía esta conversación con Fatmé, Juan y Zebeo habían hecho un aparte con Boanerges y Jehiel. —Dime Boanerges —díjole Juan— ¿No se te ocurre la forma de vencer la obstinada tristeza de esta mujer?... Porque creo que debemos hacer algo para salvarla de ella misma.

—Me sentía impotente para intentarlo —contestó— pero desde que vosotros habéis venido, pareciera que una fuerza nueva invadiera todo mi ser, dándome el valor necesario. Aquí hace falta alguien que represente una autoridad para ella. Tú, que eres casi como un hijo para la Madre del Profeta Nazareno, ¿no podrías conseguir que ella viniera aquí, o que llamara a la señora como si necesitara de ella?

— ¡Qué inspiración hermosa has tenido Boanerges! ¡Yo puedo reunirlas, y lo haré; sí que lo haré! —Mientras tanto, —observó Zebeo— podríamos ir realizando lo que teníamos proyectado. Y puesto que sois vosotros los que estáis al frente de la casa, ¿nos podríamos quedar aquí algunos de nosotros, para dar firme realidad a lo que tenemos pensado? —Claro que sí —contestaron de inmediato Jehiel y Boanerges—. El ala izquierda del Castillo es toda nuestra —añadió Boanerges— Con que ya veis, todo promete arreglarse a vuestro gusto.

De esto resultó, que quedarían en el castillo, Zebeo, Felipe y Othoniel. Hanani y Juan volvieron a sus respectivas moradas porque,… al uno le esperaba la familia y su Taller de Tapicería, y a Juan le esperaban sus padres ancianos, tristes y solos. Ellos dos acudirían al Castillo todas las tardes, para ayudarles en la transformación espiritual y material de aquella casa y de su dueña, que parecía decidida a convertirla en un panteón sepulcral.

Más de una vez, volveremos lector a este mismo escenario, donde se desarrollaron silenciosos poemas de angustia, de resignación y de amor supremo, que los historiadores no recogieron y que la tradición oral los hizo vivir en el siglo I, pero desaparecieron en el segundo como el perfume de flores secas en un templo abandonado. El mundo sólo recuerda a los que brillan sobre los tronos, o por relumbrantes hazañas de guerra y de conquistas, a los que resplandecen como relámpagos siniestros por sus crímenes aterradores; pero olvida fácilmente a los que lloran y aman en silencio, y más a los que viven su vida conforme a aquella simbólica frase del Divino Maestro:

"Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha".

Continuará….

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