14 de diciembre de 2009

LOS MANUSCRITOS DE GEENOM (I) - CAPÍTULO 4

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IV. PERÍODO DE REFLEXIÓN. TOMA DE CONSCIENCIA. ECOLOGÍA CÓSMICA

Y un buen día terminamos de leer los manuscritos. Habían transcurrido algo más de dos meses desde que el abuelo me hiciera entrega de su preciado secreto. Si tuviera que hacer un balance de ese tiempo tendría que admitir que fueron días muy intensos en los que se removían continuamente nuestras estructuras mentales.

La experiencia del abuelo y más tarde la lectura del libro fueron un auténtico revulsivo en nuestras vidas. Tanto Teresa como yo nos sentíamos como si hubiéramos descubierto una nueva dimensión de las cosas, todo parecía tener más sentido. Había momentos en que nos asaltaban las dudas, era todo tan increíble, pero a la vez resultaba tan posible, tan lógico que fuera así. Tuvimos que hacer verdaderos esfuerzos para no contárselo a todo el mundo, necesitábamos contrastarlo con la gente para ver cual era la respuesta de los demás, sin embargo Baldomero había insistido en que todavía no dijéramos nada.

Meses más tarde entendí por qué la insistencia del abuelo en que compartiera con Teresa la experiencia, casi sin darnos cuenta nos encontramos los dos participando de un proyecto común: tratar de desenmarañar un ovillo que estaba muy enredado. Descubrimos nuevas facetas en la comunicación, nuevas potencialidades en el otro y sobre todo particularidades de la personalidad que antes se nos antojaban como barreras ahora no sabíamos muy bien por qué se habían convertido en factores complementarios.

Cuando cada noche nos sumergíamos en la lectura del libro, en comentarlo, en identificar los esquemas... estábamos sin saberlo poniendo nuevos ladrillos sólidamente asentados en nuestra relación de pareja. Nos había ido bien hasta entonces, no teníamos más conflictos que los habituales, pero sin embargo participábamos de dos mundos diferentes y eso en ocasiones creaba distancias, yo con mi trabajo en el periódico con horarios irregulares y ella con sus clases provocaban que muchas veces no nos encontráramos en los momentos y lugares que queríamos. Para cada uno el trabajo era muy importante y cada uno de nosotros miraba en su dirección, eran como dos pompas de jabón que lo más que lograban era llegar a tocarse tangencialmente pero nunca a mezclarse.

La historia del abuelo nos hizo mirar a ambos en la misma dirección y ahí fue donde empezamos a encontrar puntos en común. A mí me venía muy bien el realismo de Teresa para hacerme bajar los pies a la tierra y ella necesitaba de mis elucubraciones para mirar un poco más allá de su entorno. Discutíamos durante horas sobre lo leído, lo analizábamos, lo contrastábamos con bibliografía sobre antropología y arqueología, intentábamos averiguar qué referencias había en otras religiones o filosofías..., cuando quisimos darnos cuenta habían pasado dos meses.

Llegamos a la conclusión de que los manuscritos no eran una novela sino una especie de legado histórico misteriosamente hilado, y todo ello dentro de un trasfondo moral, social y filosófico que podría hacer cambiar el rumbo de la humanidad igual que había cambiado nuestra convivencia. Era imposible no tomárselo en serio, aquello se había convertido en el eje de nuestra vida, planteándonos dudas y preguntas sobre temas que parecíamos tener muy claros desde nuestra posición de adultos racionales e instruidos.

Sin embargo algo faltaba. Habíamos leído los manuscritos, los habíamos trabajado y estudiado a conciencia, pero ¿qué había de los extraterrestres? ¿Dónde estaban ahora? A lo largo de la historia de la Tierra la habían hecho habitable, habían permanecido cerca observando, hasta la aparición del hombre, y ahora que muchas personas y lugares del planeta atraviesan momentos difíciles, ahora que hemos alcanzado una capacidad de destrucción que puede desbaratar todo su trabajo... ¿Qué hacen? ¿Qué sentido tiene que esos manuscritos no puedan ver la luz pública? Si las teorías son ciertas deberían ser difundidas. No entendíamos por qué el libro había llegado a nosotros y por qué debíamos silenciarlo. No queríamos que todo acabara ahí, queríamos averiguar más, llegar al fondo.

Estábamos esperando la llegada de las Navidades para acercarnos a Burón y poder hablar con el abuelo, teníamos un larguísimo cuestionario que habíamos ido haciendo durante todo ese tiempo, los manuscritos habían tenido la virtud de arrancar el motor de la curiosidad y ahora resultaba imposible pararlo, las ganas de saber más, de conocer respuestas, de descubrir nuevos caminos iban creciendo cada día que pasaba.

Los amigos más cercanos de nuestro entorno estaban intrigados, no entendían la poca disponibilidad de tiempo que de repente teníamos, les chocaba nuestra voluntaria reclusión en la lectura, por otra parte advertían un cambio en nuestra actitud, parecíamos más contentos, como si supiéramos algo importante que los demás ignoraran. Aunque yo no me di cuenta aparentemente también en mi forma de escribir y sobre todo en los temas que tocaba se habían operado cambios según decían mis compañeros de la redacción.

Uno de esos artículos se lo envié al abuelo, quería que se diera cuenta de que estábamos trabajando sobre el tema como él quería:

«Durante muchos años los hombres hemos estado investigando, buscando en la noche de los tiempos, tratando de desentrañar los misterios de nuestro origen. La antropología, la historia, la mitología, e incluso la religión nos han dado su respuesta, su explicación. Sin embargo, la mayoría de las veces esa respuesta está reñida con las demás, lo que hace que uno se plantee un interrogante ¿Por qué? ¿Por qué no hay una explicación que satisfaga a todos? ¿Se trata únicamente de meras explicaciones parciales que sirven a los intereses particulares de un sector determinado de nuestra sociedad?

Lo cierto es que el hombre de nuestros días, tal vez de forma intuitiva, sabe que muchas de las preguntas que hoy es incapaz de contestarse podrían tener respuesta reconstruyendo la historia del ser humano desde sus orígenes como especie para así, a lo largo del tiempo, poder detectar las desviaciones que han tenido lugar.

Trasladémonos mentalmente al origen del hombre. Aquellos seres primitivos, parientes cercanos de los simios, debieron ser seres que vivían inmersos en la Naturaleza, con unos comportamientos regidos por las leyes naturales.

Durante milenios estos hombres irían aprendiendo, poco a poco, a reconocer su entorno y desarrollar su capacidad cerebral. Desarrollarían el lenguaje, se regirían por unas elementales normas de convivencia, tendrían una incipiente cultura... En definitiva, irían en pos de la característica que les hacía distinguirse del resto de los animales: su capacidad de raciocinio, de entendimiento y de reflexión, para poner sus manos al servicio de sus ideas, dominando paso a paso a la Naturaleza, aliándose con ella para utilizar las cosas que ésta le ofrece.

Pero ¿qué traería consigo, realmente, esta capacidad de razonar?

Era el comienzo de la consciencia, el darse cuenta de la repercusión de sus actos. Ya no era un ser inconsciente como los animales, ahora era libre, debía encontrar dentro de sí el camino a seguir a partir de lo que su impulso, su conciencia interior, le dictase. Era un ser dotado de «libre albedrío".

Este fue un gran paso en la evolución del hombre que pasó de estar en armonía con la Naturaleza, el modo inconsciente de los animales, a tener que aprender a estar en armonía con ella al modo de los hombres, es decir «religándose» conscientemente.

A esta etapa, en la que el hombre que poblaba la Tierra no tenía problemas pues vivía en un estado de inconsciencia, podríamos identificarla con los tiempos del Paraíso. Se movía por impulsos instintivos que le hacían actuar sin poner en tela de juicio ese impulso, por eso vivía en armonía con la Naturaleza. La adquisición de consciencia, el libre albedrío, la capacidad de raciocinio, sería lo que la tradición nos ha hecho llegar como el «pecado original» que significaría la posibilidad de conocer el bien y el mal, simbolizado por el «árbol de la ciencia del bien y del mal».

Al hombre siguen llegándole los impulsos internos, pero ahora son analizados por su nueva capacidad razonadora y su libre albedrío decide finalmente qué hacer.

El tiene una tendencia innata que le lleva a actuar en armonía con las leyes de la Naturaleza. Con el paso del tiempo las religiones han manipulado esa tendencia creando el concepto «pecado» que no es otra cosa que una cortapisa al libre albedrío.

En este punto y fundamentalmente por miedo, el hombre puede caer en la tentación de actuar deforma inconsciente, instintiva, pero es un error, lo que ha de hacer es aprender a actuar en armonía con esas leyes naturales, pero CONSCIENTEMENTE, es decir, sabiendo por qué y para qué.

¿Cómo es posible que durante siglos se haya asimilado la consciencia y la razón con el pecado, o cuando menos con una traba para la evolución espiritual del ser humano? ¿No será el cerebro, precisamente, la herramienta para avanzar? Si adquirimos el libre albedrío ¿no deberíamos ir seleccionando nuestras decisiones para crear la armonía del origen?

Con el paso de los años las nuevas generaciones van desvirtuando las enseñanzas de los mayores que habían sido transmitidas de padres a hijos. El hombre se siente alejado de su origen, de esa armonía que una vez vivió, y comienza a buscar, a observar cuanto le rodea. Eso, con el tiempo, le hace crearse dependencias del entorno.

La Naturaleza es deificada, aparece el miedo a los elementos, a los animales, a los fenómenos naturales. El hombre intenta apoyarse en lo que encuentra alrededor, crea cultos a todo lo que no domina, se rodea de instituciones, de leyes, de normas.

Con ellas se siente seguro, pero lo que está ocurriendo en realidad es que esa moral ficticia creada por él le está poniendo filtros que están deformando una voz que antes llegaba clara desde su interior: la voz de la conciencia.

Con el transcurso del tiempo el hombre comienza a depender de los más poderosos, los más hábiles o los más fuertes, a los que otorga la capacidad de establecer las leyes, apareciendo las clases, las barreras, las naciones, las ideologías que separan a unos de otros ... y los hombres nunca más vuelven a sentirse hermanos nacidos de una misma familia con un tronco común.

Las instituciones religiosas, políticas y económicas, movidas por el deseo de poder y la adquisición de bienes materiales, han mantenido a los hombres durante siglos sumidos en la superstición y la ignorancia. La manipulación ha sido tan sutil que muchos hombres no son capaces de utilizar por sí mismos lo que les fue dado como una herramienta de la que servirse para poder evolucionar: cerebro y libre albedrío.

A lo largo de la historia de la humanidad seres especiales, grandes maestros, profetas, rishis, avatares... vinieron a la Tierra para intentar refrescar la memoria al hombre dándole las referencias que había perdido. El mensaje de todos ellos era casi idéntico: vivir en armonía con el entorno y sus semejantes. Sin embargo, al cabo de un corto espacio de tiempo sus palabras y enseñanzas eran manipuladas en beneficio e interés de unos pocos, avasallando al resto, transgrediendo las más elementales leyes de respeto hacia el ser humano.

Pero ¿cuánto tiempo podría mantenerse este estado de cosas? La situación no parece fácilmente reconciliable. Por un lado, una buena parte de la humanidad aboga por la razón a ultranza, por otro, un gran número de hombres promueven la fe ciega y las creencias no contrastadas. ¿Por qué hemos de elegir uno u otro camino? Si en nuestro cerebro pueden generarse estas dos tendencias ¿por qué no esforzarnos en conjugarlas? ¿Por que valorar más la intuición en detrimento de la razón?, ¿por qué desterrar la imaginación en favor de la lógica? Nuestro cerebro está capacitado para desarrollar ambas potencialidades; desde el momento en que nos decantamos por una de ellas infravaloramos la otra.

¿Es el hombre un ser trascendente, como nos dice la religión?, y esa trascendencia ¿puede ser intuida primero y razonada después? ¿Avanzaría el hombre más rápidamente en todos los aspectos si admitiese dentro de sí esta ambivalencia?

Mi intuición, o mi razón, o ambas, me dicen que sí».

Ecología Cósmica

Por si eso fuera poco, por aquellos días, Noviembre de 1975 parecía que todo se confabulaba para apoyar nuestras nacientes inquietudes. Los medios de comunicación denunciaban constantemente los problemas que el hombre tenía, nuevas guerras, tensiones, terrorismo, violencia... Parecía que todo iba en contra del propio hombre. ¡Qué lejos estaba el objetivo que, según los manuscritos, había venido a cumplir: crear una sociedad armónica con lo y los que le rodeaban}.

Sin embargo, hubo un hecho que fue el detonante que marcó nuestra decantación definitiva hacia la necesidad de tomar una postura más activa. Una noche nos vimos sorprendidos por un programa de televisión que desde el principio captó nuestro interés. Era un reportaje científico-informativo que había dado la vuelta al mundo, hablaba sobre el planeta Tierra y la acción sobre él de los hombres.

El programa era una denuncia clara de los errores que a nivel ecológico se estaban cometiendo, y apuntaba las posibles consecuencias de esos errores si no se ponían los medios adecuados para impedirlo. Se analizaba la marcha de los acontecimientos a partir de 1.800 con la revolución industrial, cuando el hombre comenzó su frenética carrera por el dominio de la técnica.

A partir de ese momento se crearon máquinas. De la propulsión marítima a vela se pasó a la máquina de vapor. Se inventó el ferrocarril y el motor de explosión. Se construyeron grandes núcleos industriales donde antes había bosques. Se allanaron montañas para que las máquinas pudieran pasar y se arrasaron bosques enteros para la extracción de minerales a cielo abierto.

Las aguas empezaron a recibir los residuos químicos que producían las fábricas y el aire los vapores tóxicos. Los elementos base del progreso: el petróleo, el carbón, la energía nuclear, producen por sí mismos contaminación. Se han inventado máquinas para recolectar mayor cantidad de alimentos, pero los cultivos masivos han traído plagas que son combatidas con pesticidas que a su vez tienen efectos perjudiciales en el agua, la tierra y todos los seres vivos. Se produce más de lo que se consume y hay que utilizar conservantes.

Por otra parte, un informe sobre la utilización de la energía nuclear señalaba la destrucción de las capas altas de la atmósfera, creando fisuras por las que se filtran rayos solares nocivos para la vida, como los terribles rayos gamma. Surgen enfermedades de tipo canceroso, tres de cada cinco habitantes sufren predisposición alérgica de algún tipo, no sólo en las ciudades, sino también en el campo.

Las alteraciones climatológicas dan lugar a gravísimos problemas. Desaparecen las estaciones intermedias, primavera y otoño, del verano se pasa al invierno. La desertización se extiende a numerosos continentes. África, en otro tiempo lleno de vida y recursos, es hoy un verdadero desierto. En amplias zonas desaparecen los bosques, y como consecuencia, el hambre y la miseria hacen su aparición. Etiopía es el segundo país más pobre del mundo. El promedio de vida no alcanza los 50 años, y un 27% de niños muere antes de cumplir los cuatro años. La falta de agua impide el cultivo de las tierras y el desierto va avanzando a pasos agigantados. Sus gentes se mueren de tuberculosis o enfermedades intestinales provocadas en gran parte por el consumo de aguas putrefactas y contaminadas.

La FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) advertía que, si se mantiene la actual tasa de nacimientos, en el año 2000 habría unos quinientos millones de personas que no podrán ser alimentadas adecuadamente. En la actualidad, unos cincuenta millones de personas mueren cada año en el mundo como consecuencia del hambre o de las carencias alimenticias. No obstante el índice de natalidad no es un problema sino la mala repartición de las riquezas.

Por otra parte la estabilidad de la corteza terrestre parece más frágil cada día, los terremotos, los volcanes que entran en erupción después de haber permanecido mudos durante mucho tiempo, podrían desatar una cadena de acontecimientos que convulsionarían todo el planeta.

La fauna terrestre también está afectada. Se extinguen por falta de protección muchas especies, se continúan celebrando safaris, partidas de caza, matanzas de focas y ballenas, etc.

El programa terminaba sin dar ninguna salida a los innumerables problemas planteados, únicamente era una exposición de una situación real y comprobada.

Nos quedamos mudos. ¿Estábamos más receptivos a estos temas o qué estaba ocurriendo? En el reportaje se hacían denuncias muy fuertes, la crítica a determinados sectores era clara y directa, y nos preguntábamos cómo se les habría colado en televisión un programa semejante.

Estábamos convencidos de que ese programa tendría repercusiones y levantaría polémicas. Sin embargo, íbamos a llevarnos más de una sorpresa. Para la mayoría de la gente aquel programa pasó desapercibido, o en el mejor de los casos no pasó de ser una de tantas informaciones fatalistas sobre el futuro, pero que se veían demasiado lejanas como para preocuparse.

Aquella noche tardamos más de lo habitual en conciliar el sueño. Dábamos vueltas en la cama inquietos y desasosegados. Todavía permanecían en nuestra mente algunas de las imágenes y datos que habíamos visto por televisión.

Traté de sumirme en la negrura del sueño... Al cabo de un rato abrí los ojos y pensé que me había equivocado, que algo no andaba bien. Volví a cerrarlos pero al abrirlos de nuevo la misma imagen apareció ante mí.

Atónito paseé la vista por el paisaje que me rodeaba sin reconocerlo. Estaba en una inmensa llanura árida y seca, las tierras estaban agrietadas por profundas hendiduras entre las que salían a veces briznas secas de algo que en otro tiempo debió ser hierba.

No lejos de allí unos troncos calcinados se retorcían aún erguidos como pidiendo respuesta a un sol abrasador que caía a plomo sobre ellos. Las rocas estaban misteriosamente ennegrecidas con manchas parduzcas que en otro tiempo debió ser algún tipo de musgo.

Me paré un momento, percibía el calor asfixiante, parecía que hasta los vientos habían huido de aquel lugar. El silencio era total.

Di una vuelta completa, muy despacio, intentando escudriñar algún indicio de vida, algún signo de movimiento, de color... pero sólo conseguí que el sol cegador me obligara a cerrar los ojos y a protegerme la cara con las manos.

Cuando aparté la vista, una nueva escena llenó mis pupilas. Me encontraba ahora en un profundo valle, entre elevadas montañas peladas y oscuras que parecían enormes gigantes montando guardia al lecho de un pequeño río que dificultosamente discurría silencioso.

Un desagradable olor me hizo volver la cabeza y fijar la vista en sus aguas de un color terroso, en las que flotaban objetos y cuerpos muertos de animales. Una inmensa nube de enormes mosquitos de un tamaño fuera de lo común, revoloteaban a pocos centímetros de las aguas casi estancadas, produciendo un continuo zumbido. A orillas del cauce había también algunos huesos de animales y restos de pieles. Sentí cómo una sensación de mareo me embargaba y caminé durante largo rato tratando de alejarme de aquel lugar. Prácticamente todo el cauce del río estaba en las mismas condiciones.

Hacía un calor húmedo y sofocante, pegajoso y desagradable que me obligaba a respirar por la boca. Los matorrales se adherían a mis piernas como intentando retenerme.

Al cabo de algún tiempo me encontré pisando un suelo arenoso en un espacio abierto, ante mí las aguas espumosas del mar llegaban brincando hasta la playa, respiré profundamente tratando de eliminar de mis pulmones el hedor que había respirado. Percibí el familiar olor a salitre pero mezclado con otros que no pude reconocer. Fui acercándome hasta la orilla y de pronto mis pies se quedaron clavados, estaba pisando algo pegajoso y negro. Observé cómo cada nueva ola lamía y depositaba estas manchas en sus continuas idas y venidas. Cantidad de pequeños crustáceos y peces de todo tipo se encontraban flotando en las aguas, hasta que finalmente eran expulsados a la playa quedando aprisionados entre las rocas o en la inmensa mancha negra que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Moví la cabeza a uno y otro lado negando la evidencia ¿qué estaba pasando allí?, ¿era la Tierra?, ¿era mi planeta o estaba en un lugar desconocido y terrible del que estaba huyendo la vida?

Intenté que aquella visión desapareciera y me pasé la mano por la frente. Me di cuenta con toda claridad de que estaba asustado, necesitaba encontrar a alguien, preguntar qué era aquella pesadilla. Sentí cómo sudaba y cómo la angustia iba ascendiendo por mi estómago hasta quedárseme agarrada a la garganta.

Vi a lo lejos unos altos edificios que se erguían amenazadores, apenas había luces, estaba atardeciendo. Me dirigí apresuradamente hacia allí, quería llegar cuanto antes porque necesitaba cada vez más hablar con alguien de aquel mal sueño.

Corrí a toda la velocidad que me permitían las piernas y antes de darme cuenta me encontré pisando el asfalto de una gran avenida. Miré al cielo y lo encontré nublado, pero al fijarme con más detenimiento me di cuenta de que no eran nubes sino una especie de polvo negro que parecía sustentado sobre los edificios como una gran capota oscura. La luz del atardecer apenas llegaba hasta donde la calzada. Me volví en una y otra dirección buscando algún movimiento, apenas algunas luces artificiales iluminaban de trecho en trecho un trozo de la calle, las ventanas de los edificios también mostraban pálidas iluminaciones.

Los altos edificios de metal se me antojaron como grandes moles opacas que en otro tiempo debieron ser brillantes. Caminé y no encontré árboles o pájaros o plantas. A veces algún sonido metálico, algún ruido como de generadores o algún tipo de maquinaria rompía el silencio, pero las calles estaban desiertas.

Crucé una especie de plazoletilla con un parque infantil. De pronto la silueta familiar de un árbol surgió ante mí como una verdadera aparición. Avancé con las manos extendidas para verificar que aquello era real, la sensación del tacto me dejó perplejo, era frío, era metal, no era la rugosa corteza de un árbol, era sólo un monumento erigido en su honor.

Oí unos pasos a mi espalda y me volví al reconocer un sonido familiar. Un grupo de personas caminaba calle abajo. No podía ver sus caras y traté de aguzar la vista sin conseguirlo. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca me di cuenta de que todos llevaban puestas unas máscaras que les cubrían el rostro. Levanté una mano y avancé hacia ellos. Parecían delgados y débiles, seres grises y silenciosos.

Vi que también había algunos niños entre ellos. Todos caminaban como siguiendo una especie de ritual. Asombrado observé cómo desfilaron ante mi sin ni siquiera reparar en mi presencia ¿cómo era posible? ¿No me veían? Les llamé a gritos pero nadie se volvió. Corrí tras ellos y comprobé que ni me veían, ni me oían. Se detuvieron un momento ante un gran panel donde se dibujaban unos números: 19:38 2.004.

Abrí los ojos con estupor, eran una hora y una fecha. Unas palabras roncas se escaparon de mi garganta: ¡no es posible!

Me senté sobresaltado, estaba sudando y temblaba violentamente. Abrí los ojos cuanto pude tratando de ver en la oscuridad mientras repetía una y otra vez: No es posible. No es posible. No es posible.

Me restregué los ojos y poco a poco los contornos de la habitación se fueron perfilando. Salté de la cama y fui hacia la ventana abierta, una suave brisa de aire fresco me reconfortó. Miré ávidamente afuera, vi la calle silenciosa, los coches aparcados, el parque infantil de la plazuela, el ruido familiar de las hojas de los árboles al chocar unas con otras movidas por el viento. Pude percibir claramente los mil pequeños ruidos que poblaban la noche.

Sentí que el aire que penetraba en mis pulmones era el más fresco y perfumado que jamás había respirado, noté cómo los ojos se me humedecían a la vez que un profundo estremecimiento recorría mi espina dorsal desde su base. Todo había sido un mal sueño, una horrible pesadilla...

Sacudí la cabeza tratando de apartar aquellos espantosos recuerdos. Miré a Teresa que dormía plácidamente ajena por completo al mal rato que yo había pasado. Sin embargo, la inquietud se fue apoderando de mi ánimo abriéndose paso mientras una honda preocupación comenzaba a embargarme. ¿Sería posible que esa pesadilla tuviese visos de realidad dentro de unos años?, ¿cuál sería el futuro, de seguir por ese camino, que se apuntaba en la actualidad? Rechacé la idea. Los gobiernos tomarían medidas, los científicos lo arreglarían, los investigadores, los técnicos... hay mucha gente en el mundo preparada para luchar contra estos problemas.

Pero ¿en qué estaban pensando todos ellos?, ¿por qué no hacían nada antes de que fuera demasiado tarde?, ¿es que no leían los periódicos?

Sentía como mi cerebro, todo mi ser se revelaba ante la realidad que surgía frente a mí como un fantasma escapado de la pesadilla. Amanecía. Sin embargo algo en mi interior había cambiado, gracias a ese sueño me había hecho consciente del problema que se nos avecinaba, y sólo se me ocurría como remedio dar mi pequeña respuesta personal: Yo iba a luchar contra ese futuro, iba a intentar que a mi nivel esas cosas no fuesen degradándose, iba a defender la vida, por mí y por las generaciones futuras que merecían sin duda una Tierra con posibilidades para el desarrollo de la vida en todos sus órdenes.

Respiré profundamente tratando de mantener la calma. Volví a mirar a Teresa largamente. Sabía que podía contar con ella, que también en ese empeño iba a ser mi compañera.

Era un nuevo día: martes, 17 de Diciembre de 1.975.

Durante todo el día siguiente me vi dominado por las sensaciones que había vivido en sueños. Una y otra vez me repetía que sólo había sido eso, un sueño. Sin embargo, el recuerdo de aquellas imágenes tan reales me hacía estremecer cada vez que volvían a mi mente.

Hablé con Teresa durante mucho rato intentando por un lado desahogarme, y por otro hallar el eco de su comprensión y su apoyo.

Hablaba a borbotones, como si no pudiera dar rienda suelta a mis sentimientos recién despertados. Al principio las ideas salían mezcladas y oscuras, pero poco a poco, entre los dos, logramos llegar a una postura clara.

Pensábamos que nosotros, como seres humanos, habíamos recibido un planeta de singular belleza, el planeta azul. Un verdadero vergel un paraíso: agua y energía, tierra para crecer y plantas para alimentar a los animales.

Millones de insectos, de microorganismos, miles de plantas, infinidad de especies... Todo, autorregulándose en la más perfecta de las armonías, nada sobraba en el espectacular mecanismo de la vida en la Tierra. Nada existía por azar ni por capricho.

Las aguas de sus mares fueron pobladas por miles de especies marinas. Sus cielos limpios surcados por miles de aves. Cientos de ríos y lagos de aguas cristalinas fluían por las venas de la Tierra dando vida y frescor a su paso.

Todo era exuberante y lleno de vida, pero faltaba una pieza por encajar, porque todo lo creado no tenía razón de ser sin el hombre. Todo aquello era el regalo que el Cosmos había preparado para él, para que pudiese vivir, crecer y multiplicarse. Todo nació para él, y así fue cómo el último eslabón de los animales se transformó en hombre, con una característica diferenciadora del resto de la creación: su capacidad de razonar.

Sin embargo, con el paso del tiempo se ha llegado a la degradación del planeta. El hombre, considerando que la Naturaleza es contraria a sus intereses, ha ido tomando una serie de medidas que terminarán yendo en contra de sí mismo. Su falta de humildad le ha hecho olvidar que él es uno más y que su misión es bien sencilla: saber estar.

Los avances tecnológicos logrados por el hombre no son negativos, lo negativo es la intención y el uso que dé a esos avances. Muchas veces se cometen errores, pero eso no es un problema, pues así aprende el hombre, equivocándose. Sin embargo cuando se conocen las consecuencias de los actos y a pesar de todo, en aras del progreso se sigue adelante, es cuando se está yendo en contra de la verdadera ecología cósmica.

¿Por qué el hombre no se había dedicado más a investigar y desarrollar energías naturales no contaminantes? ¿Cómo es posible que se continúen haciendo pruebas de explosiones nucleares cuando se sabe el perjuicio que se está causando a todos los pueblos? Las respuestas a todas estas preguntas seguramente tendrían un triste denominador común: la rentabilidad de monopolizar los recursos, la preponderancia por el poder y el control. En definitiva, la economía y la ambición marcaban la pauta del comportamiento humano.

Las causas había que buscarlas en un desconocimiento total en lo que al hombre mismo se refiere. Enfocando el progreso hacia afuera y con una escala de valores equivocada y se nos ha olvidado progresar en los valores humanos.

No habría nada de malo en el progreso si estuviera impulsado por el interés común, si pretendiera mejorar las condiciones de vida de todos los hombres de la Tierra, si estudiara a la Naturaleza con respeto, para servirse de ella sin agredirla.

Pero nos mueven otros intereses, otros dioses a los que veneramos, y con motivaciones tan mezquinas no se pueden conseguir otros resultados que los que ahora tenemos y a los que hemos llegado paso a paso a través de cientos de años, aunque sea más grave el daño ocasionado en los cien últimos años. Pero no nos engañemos, lo que ha cambiado es que el hombre de hoy cuenta con más medios para destruir que en el pasado, pero los móviles son los mismos: poder, economía ... y un total desprecio por la Naturaleza.

Nosotros no queríamos admitir que la situación no tuviera una solución, ¿pero cuál? La actitud más normal era quejarse de lo mal que se hacen las cosas y de lo terribles que son los dirigentes que provocan las guerras. Sin embargo, ¿qué hacemos nosotros, qué postura tomamos ante este desbarajuste general los ciudadanos de a pie? Culpamos a la política, a los dirigentes, a la sociedad de consumo de la que formamos parte, añorando un equilibrio ecológico externo que es imposible alcanzar porque no sabemos cuidar nuestra propia ecología. Somos culpables todos de no saber respetar nuestro propio cuerpo. Si fuéramos conscientes de ello, no introduciríamos en nuestro organismo elementos nocivos, ni le obligaríamos a los excesos o defectos que nuestros hábitos de vida conllevan.

Si respetáramos la vida por conocerla, cuidaríamos de ella en nosotros mismos y en cuanto nos rodea. Todo esto suena a tópico cuando nos resulta tan cómodo utilizar los sprays aunque destruyan la capa de ozono, o nos apetece usar cosméticos aunque estén hechos con placentas de animales o grasa de ballenas, y ¡qué difícil es resistirse a la abrumadora avalancha de consumismo que nos empuja en brazos del alcohol, el tabaco y la droga!

¿Cómo renunciar a esos maravillosos abrigos de pieles que se exhiben en las peleterías?, si total, el daño ya esta hecho. Y, ¿a quién se le ocurriría pensar en deshacerse de su coche, que es un elemento más en la cadena contaminante, cuando lo que estamos pensando es cómo comprarnos uno mejor y más potente que el del vecino?

Y, desde luego, no hay más que salir un domingo al campo para ver qué cómodo resulta tirar la basura y los desperdicios al suelo, porque ¡como no hay papeleras! ¡Que las ponga el Ayuntamiento, que para eso pago yo! ¡No voy a traerme una bolsita para la basura para luego cargar con ella!; es mucho más cómodo arrojarla al suelo.

No había más remedio que rendirse ante la evidencia, había en la vida cotidiana infinidad de aspectos sobre los que nunca habíamos reparado. Ejemplos tontos pero que colaboraban a aumentar el problema. Cada uno es responsable de haber perdido una parte de aquel idílico planeta azul que*un día fue armónico y equilibrado.

Mientras el hombre no aprenda a mirar dentro de sí, a preguntarse si es correcta su valoración de las cosas, de la Naturaleza, de su relación con ella, todo adelanto de la ciencia y de la tecnología de que disponga, será como jugar con una bomba, felices e inconscientes, hasta que nos estalle en la cara.

¿Qué ha de ocurrir para que el hombre de este planeta reaccione? ¿Acaso una catástrofe mundial? ¿Tendrá que nacer una nueva generación y morir esta para recordarnos que aún tenemos pendiente de cumplir el fin para el que fuimos creados? ¿Construir sociedades armónicas y aprender a vivir en armonía con el entorno?

Aquella pregunta también quedó sin respuesta, quedó flotando en el aire como si quisiera impregnar cada una de sus partículas, aleteando y resonando en nuestros oídos sin que de nuestro interior surgiera ninguna respuesta.

Inconscientemente buscamos uno la mano del otro, intentando sumar nuestras fuerzas. No sabíamos muy bien a qué tendríamos que enfrentarnos pero la decisión de tomar una postura activa y responsable se había ido afianzando en nosotros con toda claridad aunque en principio sólo contábamos con nuestra propia intencionalidad.

Continuará…..

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